sábado, 26 de diciembre de 2009

Chau pucho

Mirá, para serte franco, no noto ninguna mejoría. Los profetas de la vida sana auguraban grandes beneficios. Qué se yo, a lo mejor es un poco pronto, pero ¿cuánto quieren que espere? ¿Seis años?

Hace tres semanas que no fumo y, lejos de haber agudizado el gusto y el olfato como prometen los instigadores, me agarré un catarro padre así que no huelo un pomo y de saborear no hablemos. Y menos mal, porque si casi impedido para la degustación me puse a morfar como un animal, no quiero saber lo que sería si oliera a las mil maravillas y saboreara como corresponde.

Tampoco advierto que rinda más a la hora de hacer ejercicio. Ni un uso más profundo de los fuelles. Ni menor agitación al subir los cuatro pisos por escalera hasta el departamento en el que vivo. Lo que sí he notado es que ya no tengo olor a pucho en los dedos. Un consuelo menor, si se quiere.

De cualquier modo estoy contento. Si bien todas las promesas se desvanecieron el sólo hecho de haber dejado de fumar me alegra. No porque me sienta mejor físicamente, ni porque me ahorre unos cuántos mangos, sino por haberme librado de una dependencia de muchos años. Estoy contento, más que nada, por haberme sacado una cosa de encima. Por necesitar una cosa menos.

Tres años duró el proceso, desde que decidí dejar de fumar hasta que lo logré. Tres años y varios fracasos rotundos. En esta nota explicaré cómo lo conseguí después de todo y trataré dar alguna clave para quien quiera intentarlo, pero para hablar de ello hay que rastrear el origen, hace unos meses, en una ciudad de Castilla y León, o tal vez en un patio de Palermo, en Buenos Aires, hace muchos, muchos años. Digamos tres.

Aquella tarde, en Buenos Aires, en la casa donde había fumado mi primer cigarrillo, tuve un pensamiento melancólico. Me di cuenta de que tarde o temprano mis malas costumbres iban a terminar pasándome factura, y que llegado el momento yo debería pagar esa factura con una moneda que apenas había visto alguna vez: dolor físico. A pesar de haber sido educado en la certeza de que lo terrenal no tiene ninguna trascendencia, a mí, lamentablemente y contra todo lo que yo quisiera, el dolor físico me aterra. Podría toda la gente a la que quiero morir al unísono dejándome solo por completo en este mundo, y yo escribiría un tratado filosófico. Podría mi mujer engañarme con todo el barrio, que ya me compraría yo un bandoneón y me consolaría componiendo cuatro tangos. Podrían mis hijos engancharse a las drogas duras que yo les regalaría una guitarra eléctrica y unos discos de Hendrix y pensaría que no todo está perdido. Si River se fuera al descenso y la selección Argentina quedara fuera del mundial, dos cosas que parecen muy posibles, quizá yo aprendiera las reglas del golf, o del pato, o de la natación sincronizada, y a otra cosa mariposa. Pero un simple dolor de cabeza me aniquila. A mí me duele una muela y no sirvo para nada. Un dolorcito de oído y considero el suicidio. Para el dolor metafísico tengo algunos recursos, pero para el dolor verdadero, el tradicional, el de toda la vida, soy muy maricón.

Había vuelto, entonces, de Montevideo con un dolor extraño, jodido, en el pecho, y poco me costó intuir que el cáncer tenía que ser mucho peor. No estaba dispuesto a padecerlo. Por lo menos no estaba dispuesto a alimentarlo. Supe entonces, por primera vez, que quería dejar de fumar. No me lo había planteado antes, aun conociendo los daños que provocaba en la salud. Hasta entonces yo relacionaba la palabra “cáncer” con la palabra “muerte” , pero jamás se me había ocurrido relacionarla con la palabra “dolor” hasta esa tarde. Y decidí dejarlo. A la sazón yo fumaba apenas menos de veinte cigarrillos al día. Unos diecinueve. Se me ocurrió que lo único que necesitaba para dejar de fumar era una decisión firme, y me propuse el 31 de diciembre de aquel año (2006) como mi último día de fumador. Jamás se ha tenido conocimiento de un fracaso más rotundo.

En esos días, a una hermana mía le habían prestado un librito titulado Es fácil dejar de fumar si sabes como, creo, y -juzgando que yo estaba más decidido que ella- a su vez me lo prestó. Yo estaba tan convencido de que conseguiría dejar de fumar que no me traje el cartón de cigarrillos que solía traerme siempre de Argentina. Pero el libro tampoco me fue de gran utilidad y tuve que volver a comprar puchos acá en España, mucho más feos y mucho más caros que los Parissienes. Qué bronca que me dio. Lo intenté durante un par de semanas, pero no pude aguantar un sólo día sin fumar. Aunque fuera al final del día necesitaba fumar un pucho antes de irme a dormir. Asumí finalmente el fracaso y seguí con mi vida de siempre.

Dos años después y habiendo sufrido en el interín algún otro fracaso parecido, ya con un trabajo más estable y nuevamente motivado imagino que por alguna dolencia, volví a intentarlo. El resultado, un desastre. O lo que a mí me había parecido un desastre; pero mirado con cierta perspectiva histórica, quizá no lo fuera tanto. Porque si bien a las seis de la tarde, cuando salí del laburo corrí desesperado a comprar puchos, también es cierto que había conseguido hacer todo lo que exigía una jornada normal sin fumar. Lo más difícil para mí era no fumar en las pausas de trabajo. Y aunque al salir había buscado alivio en un pucho, por lo menos ahora sabía que con algún esfuerzo era posible evitar fumar probablemente en cualquier circunstancia. Sólo que todavía no estaba en condiciones de hacer el esfuerzo.

Pero hace unos meses, de viaje con mi mujer y mis viejos por el norte de España, paramos un par de días en León. Allí hay una de las poquísimas obras que Gaudí hizo fuera de cataluña, creo. Frente a ella, en la vereda (o vedera, que también se puede y se suele, como bien ha señalado Rosencof) hay una estatua en bronce del maestro (me refiero a Gaudí, no a Rosencof) sentado en un banco público. Y a la derecha del maestro había por lo menos aquel día un puesto de chapa de la Junta de Castilla y León, donde repartían unos folletos. La más entusiasta promotora y auspiciante de mi decisión de dejar de fumar ha sido siempre mi madre. Y como es natural, también ha sido ella quien más hondamente ha sufrido desilusionada mis periódicas derrotas. Y aún teniendo motivos suficientes para abandonar la fe jamás se ha rendido, por eso ahí estaba, en el puesto de chapa de la Junta de Castilla y León que yo todavía no había visto, charlando con una chica que le había dado un folleto verde y cuadradito: una Guía práctica para dejar de fumar. No tenía intención de volver a intentarlo, así que la leí superficialmente y la guardé por si pudiera venirme bien cuando volviera a la carga. Un tipo previsor, sí. Y al final me vino al pelo, fijate.

Hará cosa de un mes leí con desazón una notificación en la que me comunicaban que me reducirían en buena medida la beca de la que gozo desde hace unos meses y que en cualquier momento se agota. En estas circunstancias, me dije solemnemente, lo importante es no perder la calma, y sacando del cajón de mi escritorio lápiz y papel me di a hacer un presupuesto. Concluí en que tenía dos opciones: o dejaba de fumar o me ponía a laburar. Naturalmente, elegí la primera.

Pero dejar de fumar no se improvisa, rezaba la Guía práctica que mi madre había conseguido aquella tarde leonina y que ahora yo repasaba conmovido, dejando escapar alguna lágrima en los párrafos más emotivos. La clave de lo que hasta ahora parece ser un éxito fue haber preparado, esta vez, una estrategia. Porque hubo un trabajo previo importante.

Suele aconsejarse el hacer una lista con los motivos que cada uno tiene para dejar de fumar, pero todo el mundo tiene más o menos las mismas razones (principalmente la salud y la guita) y ya todos sabemos bastante bien que fumar nos hace mierda, así que este paso me resulta un poco al pedo. Lo que si viene bien es planificar una fecha no muy lejana para dejar de fumar y mientras tanto identificar por qué solemos fumar, más allá de la costumbre. La guía dice: “Dejar de fumar es un proceso en el que tendrás que aprender a realizar tus actividades cotidianas sin tabaco. Es importante que sepas cuándo y por qué fumas”.

Lo más piola sería darse un margen de dos semanas, pero yo me di una sola, porque me quedaban cinco atados de puchos (compraba de a cartones, para no tener que ir todos los días). Como sea, una vez elegida la fecha (conviene que no sea muy enquilombada, claro) habrá que evitar fumar automáticamente. Porque es increíble la de puchos al pedo que nos fumamos, solamente por costumbre. Parece que no se pudiera manejar sin fumar, cuando en realidad apenas te das cuenta que estás fumando. O en cuanto salís de tu casa, ya prendés uno para caminar dos cuadras. Al pedo. Cuando tomás café ya tiene más sentido, pero en estos días previos a la gran decisión también conviene evitar esos puchos, los que están relacionados con otra actividad, porque si no cuando llegue el momento de dejar de fumar vas a tener que suspender también esas actividades. Es decir: conviene dejar de fumar un pucho ahora mientras tomamos el café que suspender pucho y café la semana que viene. Por lo menos a mí me resultó mejor.

Para estar bien pendiente de no fumar al pedo, lo que proponen es un registro diario de los cigarrillos que fumes. La primera semana anotando cuántos (uno a las once y cuarto, otro a las doce y media, etc... y al final del día contás), y la otra semana igual pero anotando también la situación y el motivo que te invita a fumar. A mí me vino al pelo porque sin ponerme límites durante esos días previos, sólo intentando no fumar automáticamente, de un atado que fumaba habitualmente pasé a fumar nueve cigarrillos el día de aquella semana que más fumé. Otra cosa que aconsejan es no aceptar invitaciones de tabaco. Es decir, si en los días previos alguien te dice “negro, vamo' afuera a fumar un puchito”, tratar de evitarlo. Fumar sólo cuándo a uno le parezca. Todo esto ayudará después, cuando sea la hora señalada. (Suenan tenebrosos órganos de viento).

Mientras tanto es bueno ir probando algunas estrategias previstas para cuando ya no fumemos, como respirar profundamente, varias veces seguidas, cuando tengamos unas ganas bárbaras de fumar. ¿Vos sabés que funciona bastante bien? Es parte del proceso para aprender a relajarnos sin tabaco, que es el objetivo fundamental.

También dicen que avises a tus amigos y familiares que decidiste dejar de fumar en unos días. Se me ocurre que el hecho de hacer público el compromiso te obliga a insistir un poco más, a encararlo con más fuerza. El día anterior al que fijamos para no volver a fumar no hay que comprar cigarrillos. Además recomiendan apartar de nuestra vista ceniceros, encendedores, fósforos y demás utensilios relacionados con el tabaco, pero fue un paso que tampoco pude respetar ya que si escondo los ceniceros, encendedores y especialmente los puchos de la bruja, podré alcanzar cierto éxito en esta empresa pero llevaría a la debacle anunciada de mi matrimonio.

Cuando haya llegado el momento habrá que hacerse cargo. Para el primer día sin fumar, la guía reserva uno de sus párrafos más emotivos: “Levántate antes de la hora habitual. Te hace falta tiempo para emprender un día importante”. ¡Qué manera de llorar con ese párrafo! ¡Es tremendo!

Dicen que no te preocupes pensando en que no volverás a fumar, que solo te preocupes de hoy. Yo discrepo. Para mí es más eficaz pensar en que si sos capaz de no fumar hoy, mañana te va a costar mucho menos no volver a fumar en la puta vida. Y es cierto. Lo jodido es el primer día. Al menos para mí, que no había pasado un sólo día sin fumar desde hacía más de la mitad de mi vida.

Que empieces el día usando los fuelles: un poco de ejercicio y respiraciones profundas. Yo ya venía haciendo ejercicio desde hace un tiempo. Supongo que ayuda, sí. También dicen que elimines por ahora las bebidas alcohólicas, el café y cualquier otra cosa que suelas acompañar con el tabaco. Pero si me diste bola y en los días previos evitaste fumar mientras tomabas café o birra, no hará falta.

Que comas alimentos ricos en Vitamina B, aconsejan. Pero no te dicen cuáles son esos alimentos. Se pueden buscar en Google o pasar directamente al próximo punto, que es hacer un poco más de ejercicio después de comer. En el punto siguiente es donde uno empieza a preocuparse: hay que empezar la práctica regular de algún deporte al alcance de tus posibilidades (estos están en pedo, quieren que todos nos parezcamos a Rocky).

Una cosa que supongo que a mí me ayudó bastante fue que el día que yo había fijado para dejar de fumar todavía tenía tres puchos en el bolsillo. Ahí los tuve todo el día. Hice un poco de ejercicio, tomé jugos naturales, busqué satisfacción y relax sin fumar, en fin, sentirme bien sin necesidad de puchos. Y lo venía consiguiendo hasta las siete de la tarde, hora en la que nos sentamos con mi mujer en una terracita de la Rambla de Poblenou a tomar un par de cervezas. Y -como un boludo que nunca he negado ser- prendí uno de los tres puchos que me quedaban en el bolsillo. Y no te das una idea de lo mal que me sentó. Me agarré un mareo de la gran flauta, sentí una especie de hormigueo por todo el cuerpo, me di cuenta de que la sangre se estaba espesando, es decir, me hizo bosta ese pucho. Después me fumé los otros dos, para no volver a tener cigarros en el bolsillo al día siguiente. Y hasta ahora no he vuelto a fumar.

Durante los primeros días es cuando más cuesta. Lo bueno es preparar alguna estrategia porque hay momentos en los que puede parecerte que te vas a volver loco. La estrategia dependerá de lo que te guste hacer, pero la cuestión es distraerse, concentrar la atención en algo que no tenga que ver con fumar. Lo peor es quedarse pensando “uh, qué garrón, estas ganas de fumar”. Hay un montón de gente que lo ha dejado y se sabe que cuesta desde un poco a bastante, pero no hay datos de nadie que se haya vuelto loco. A medida que pasan los días va costando menos, sobre todo superada la barrera del primer día.

Noté también al principio una alteración fuerte del sueño: me despertaba mil veces, algunas no conseguía volver a dormirme, por la mañana me pegaba unos madrugones que ni en la colimba, yo, que tan aficionado soy a la catrera. Duró una semana, más o menos. Supongo que era una respuesta física esperable cuando suprimí de golpe una droga que no había faltado jamás en mi organismo durante diecisiete años, si es que sólo fueron diecisiete.

Lo que todavía dura es la ansiedad. Hago deporte, respiro profundamente, tomo té de tilo y hasta whisky, pero es inútil. Y una suerte de hambre atroz e insaciable aún sin haber mejorado en absoluto mis sentidos del olfato y el gusto. Porque esa era una de las cosas sobre las que advertían: el fumador ya de por sí quema más calorías que el que no lo es, fundamentalmente por la nicotina. Cuando dejamos de fumar, además, recuperamos el gusto y el olfato, de manera que el morfi huele y sabe mejor, por lo que le entramos sin asco. Y para peor la comida actúa como sustituto del tabaco, como elemento que calma la ansiedad. Todo esto explica, chicas, esta buzarda enorme de la que me hecho acreedor en tan poco tiempo para estupefacción de todas. Pronto volveré a mi fibrosa figura de siempre, ya lo verán.

Para prevenir esta situación del todo común, los expertos aconsejan reducir la ingesta calórica, moderar el consumo de grasas, sal, azúcares y condimentos, llevar una dieta rica en vegetales y sustituir el alcohol por abundante agua y jugos naturales. Yo, personalmente, no creo que haya que ser tan fanático. Porque si no, más que algo gratificante, dejar de fumar es una tortura.

Yo prefiero cortar un poco de pan, un salamín, unos taquitos de queso, abrir una lata de paté, unas aceitunitas, descorchar una de esas botellas de tinto que estaban ahí esperando una ocasión especial y disfrutar un poco de este logro importantísimo de haberse librado del tabaco, de la necesidad maldita del tabaco.

Tres semanas sin fumar, y a mí me parece que lo vengo llevando bien. Mi mujer dice que estoy insoportable, pero creo que tenía la misma opinión cuando yo fumaba. Dice que últimamente ando irritable y con un humor de perros. Sospecha que se trata del famoso síndrome de abstinencia. En cambio no ve ninguna relación entre mi estado de ánimo y el hecho de que mi suegra esté parando en casa.

Reconozco que hay momentos en los que aun me cuesta un poco no fumar. Sobre todo durante actividades en las que solía hacerlo sin medida, como cuando hago música o mientras escribo. Antes, si me bloqueaba, salía al balcón a fumar un pucho y seguía tras la pausa. Ahora camino por las paredes.

Y un poquito por el techo, también.


***

viernes, 11 de diciembre de 2009

Bela (in memoriam)

y a su hija y mi madre, Josefina,
y a su nieta y mi hermana, Magdalena,
en la fecha de las tres.


Había visto a mi abuela hacía unos meses, en su departamento de la calle Las Heras. Sabía que no la encontraría del todo centrada, pero que me confundiera con un hermano suyo muerto varios años antes me dio un parámetro aproximado de su lucidez. Aquella tarde yo tenía veintisiete años. De su hermano no guardo ningún recuerdo, pero debía ser pelado. Siempre dí por sentado que la había confundido mi calvicie prematura. Por lo demás estaba chiquitita y dormida. Pelo blanquísimo (había abandonado el gris cuando cumplió sesenta, me acuerdo, ni un día después), la cara muy flaquita y esas arrugas imposibles que hablaban de su sabiduría ahora durmiente. Probablemente se había levantado porque habíamos ido nosotros, mi mujer y yo. Abría los ojos, decía algunas incoherencias y se dormía, pobre.

Supe de su muerte en esta ciudad en la que vivo, pero entonces sólo estaba de paso. Volvía de Andorra, de una temporada en la que había trabajado poco y esquiado mucho, y arrancaba para Menorca al día siguiente. Había venido a Barcelona a tomar el barco. Agus me había alertado unos días antes de que ya estábamos por perderla. Hacía casi treinta años que estábamos por perderla. Esa noche, en una especie de piso franco del barrio de Gràcia, revisé el correo por si había noticias. Le decíamos Bela.

Bela. Desde el único lugar desde donde el sobrenombre tenía completo sentido era siendo nieto. Cuadraba a la perfección: era la mezcla natural de su nombre (Isabel) y su condición (abuela). Yo siempre lo entendí desde ahí. Quien se lo haya puesto seguro que lo hizo pensando en nosotros, pero no nos distraigamos con especulaciones.

Dije que el día en que mi hermana me escribió diciendo que estábamos por perderla no lo consideré un mensaje demasiado revelador ya que hacía como treinta años que la situación era la misma. Lo que todavía no conté es que Bela decía tener mi edad. Mejor dicho, nueve meses más que yo. Y no por hacerse la coqueta, como esas viejas chotas que dejan de contar los años, nada que ver. Ella nunca tuvo vergüenza de envejecer ¿no digo que a los sesenta consideró que ya era una edad apropiada para dejar de teñirse el pelo?. Envejecer la tenía sin cuidado. Lo que sí le preocupaba un poco era morirse. Y más que un poco debía preocuparle bastante, porque durante casi treinta años estuvo eludiendo a la muerte con maestría. La útlima vez que la vi en Las Heras, cuando tanto le costaba mantenerse despierta, más que otra cosa me pareció que ya estaría cansada de hacer gambetas.

Decía tener mi edad porque la noche en que mis viejos se casaron -no sé si habrá habido una relación directa entre los dos hechos- tuvo un derrame cerebral que la dejó knock out. Juzgó que había muerto. Y tomó la fecha de su despertar por otro nacimiento, cosa que -admito- no resulta demasiado habitual, pero que en casa siempre dimos por cierta. Y en rigor lo parecía.

Mi abuela siempre se había caracterizado por su rectitud y su discreción. Le había tocado en suerte convivir con todo tipo de gente, de la que no siempre se podía decir cosas buenas. Ella jamás había hablado mal de nadie. Pero después del derrame se deschavó. Empezó a hablar pestes de quienes se lo merecían e incluso de otros pobres diablos que en el entusiasmo de Bela caían también en la volteada. Algunos familiares, sin ir más lejos. Familiares cercanos. Demasiado cercanos.

Y ya no se calló ni los gestos: resultaba facilísimo darse cuenta de quién no le caía bien. No volvió a hacer el más mínimo esfuerzo para disimularlo. Y sin querer me enseñó que en la gente no hay nada tan valioso cono la autenticidad.

A partir de entonces y cíclicamente, Bela iba recuperándose, alcanzaba un punto de aparente estabilidad y pronto otro derrame cerebral la estaba esperando, agazapado. Así durante casi treinta años.

Esto no fue, en absoluto, un obstáculo en nuestra relación. Muy al contrario, quizá los nietos aprendimos a valorar su compañía a raíz de su situación. Una mujer arrugada y festiva, un poco loca, capaz de recitar de memoria los párrafos más oscuros de Shakesperare ¡y en inglés! después de nosecuántos derrames cerebrales no era algo de lo que uno pudiera desentenderse así nomás.

Una mujer anciana que no se andaba con estupideces y se dejaba seducir por sus nietos menores de edad para disfrutar de una cerveza en buena compañía, por mucho que algunos tíos estúpidos se rasgaran las vestiduras hipócritamente.

Una mujer que -si a alguien se le hubiera ocurrido (como se me ocurrió a mí entonces, pero yo entonces era un crack de las ideas que jamás se aventuraba al campo práctico) ponerle una cámara enfrente- hubiese sido mucho más efectiva (y esto no es mucho decir, pero en realidad era alucinante) que cualquier programación de tv en cualquier horario, por sus genialidades espontáneas y por su gracia lenta que te iba invadiendo de a poco, y por sus remates disparatados.

Cuando yo era chico, mis amigos iban cada tanto a visitar a sus abuelas porque ellas les pasaban guita. Nosotros no. A nosotros nunca, jamás nos tiró un mango. Nunca. Hay épocas de la vida -cuando uno es pendejo, o adolescente, sobre todo- en las que está muy pelotudo, muy egoísta, sólo pensando en sí mismo. Y ni siquiera en esas épocas el hecho de que no nos diera guita fue un impedimento para que nos alegráramos de ir a verla. Ella tenía otra cosa. Uno podía escuchar sus historias durante horas y perderse treinta veces en medio del relato y no saber en ningún momento de qué estaba hablando, es cierto. Pero tenía la difícil virtud de hacerte sentir en paz. Por lo menos a mí su compañía me transmitía esa sensación. Daba la rara impresión de que después de estar con ella uno era un tipo mejor. Sólo era una impresión, claro: yo siempre seguí siendo el mismo cretino, pero reconozco que ella me enseñó a elegir mejor las canciones a interpretar.

Me acuerdo de un verano que pasamos en Moreno. Una noche ella se había ido a dormir y yo me quedé cantando y tocando la viola afuera, casi frente a la ventana del cuarto en el que ella dormía. Por supuesto ella era incapaz, en aquel momento de su vida, de quedarse en el molde cuando oía o veía algo que no le gustaba. Una característica de lo más simpática, para mí, aunque no siempre sus expectativas se correspondieran con la realidad (una vuelta se calentó porque la gente estaba tirando petardos un 31 de diciembre a las 24 hs.) Aquella noche en Moreno yo había cantado una serie de canciones que se ve que no merecieron ninguna objeción por su parte. Hasta que me puse a cantar un viejo tema de Moris, un tema que dura como veinte minutos y del que hoy no me acuerdo más que el ritmo y la secuencia de acordes. Y gracias a Bela también me acuerdo que en un momento dice “...a los amigos puedes llamar, de nada sirve”. Yo estaba cantando como había cantado mil veces esa canción y otras muchas, pero entré a oír la voz de mi abuela que a los gritos y en un tono autoritario me ordenaba que me dejara de cantar boludeces para informarme inmediatamente que los amigos son lo más grande del mundo, que no hay relación más noble que la amistad y que el valor de los amigos jamás debe ponerse en duda. Me cagó a pedos a través de la persiana. Y bien merecido me lo tenía. Por boludo, por cantar temas de Moris.

La que sí nos malcrió siempre fue Ana María, mi otra abuela. En realidad es tía abuela nuestra, pero como Mercedes murió siendo yo muy chico, ella hizo un poco su papel. “La Anciana Dama” se autodenominaba en joda cuando éramos chicos; pero ya hablaré de ella en otra nota. Hoy quería hablar de Bela.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Copenhague

-¡No, no, no!- se lamentó Samuel Goinberg viendo volver del baño al Negro José con el cenicero vacío en las manos. -¡No, viejo, no!
El Negro interrumpió su marcha y se quedó mirándolo con dos ojos redondos como platos. No entendía nada. En realidad nadie entendía nada. Hasta este punto la reunión había estado de lo más entretenida, como cada viernes en casa del ruso. Unas pocas velas sabiamente distribuidas junto a algunos espejos dando la media luz adecuada, las animadas charlas interrumpidas cada tanto por las notas cadenciosas del piano vertical, las copas llenas de vino, el ambiente agradable que logran los viejos amigos cuando se reúnen ineludiblemente al acabar la semana. Llueva o truene.
-Pero ¿de dónde los sacan a estos negros de mierda?- preguntó herido Samuel Goinberg al resto de la concurrencia que, incómoda, no sabía si estaba bromeando o si se había vuelto loco.
-¿Vos sabés la de agua que contamina un pucho? ¡Como cincuenta litros de agua, contamina, boludo! Un sólo pucho. Ahora contame ¿cuántos acabás de tirar al inodoro? ¿diez? ¿quince?- esperó un par de segundos y ordenó -Sacá la cuenta.
El pobre Negro estaba desconcertado. Era evidente que lo estaba pasando mal. Nunca antes el ruso había increpado a nadie de ese modo. Es cierto que esta noche había bebido un poco más de lo habitual, pero de todas maneras su reacción resultaba -por lo menos- inesperada. Ahora tenía al Negro a un metro y medio de distancia y lo miraba serio, a la espera de una justificación.
-¿Quinientos litros?- arriesgó el Negro, acobardado.
-¡Una punta de litros, animal!- concretó el ruso -¡Eso va al río, al mar, yo qué sé adonde va, pero contamina toda el agua que encuentra!- Desvió la mirada, se pasó una mano por la frente y, más tranquilo, explicó:
-En la basura hay que vaciar los ceniceros, querido.
Por mucho que invitara semanalmente a los suyos de manera desinteresada y disfrutara a todas luces de su papel de anfitrión, Samuel Goinberg tenía fama de tacaño. Y no sólo por su origen judío. Mas bien se la había ganado por una curiosa forma de cuidar los gastos. Y digo curiosa porque el ruso siempre había tenido buenos trabajos. Se sabía que ganaba bastante más que el resto. Y no porque hiciera alarde de ello ni nada por el estilo, pero esas cosas se notan ya desde que te dice en qué está trabajando; y el ruso siempre estaba preparando no sé qué proyecto para las más grandes empresas. Bastante más que el resto ganaba seguro. Pero no vayas a creer que se lo refregaba a los demás, no, para nada. Aprovechaba esa ventaja de diversa maneras, entre ellas agasajándolos cada viernes por la noche, en reuniones austeras pero inolvidables. Por eso resultaba inexplicable aquel celo en el ahorro, en el cuidado de las pequeñas cosas en las que sus amigos no se detenían jamás. Ni aunque estuvieran viviendo al día. El ruso se escandalizaba cuando alguien dejaga un equipo en stanby toda la noche. “Pero si gasta poquísimo, ruso”, le decían. “Pero si lo desenchufás no gasta nada” argumentaba Samuel Goinberg, vecino de Villa Crespo, treinta y cinco años de edad. Un cuidado exagerado, te diría, un celo inexplicable que recién se vino a aclarar esa noche a raíz del medioambiente, o de lo bastante que había chupado el ruso, o a las dos cosas.
La reunión se había enfriado sensiblemente y Samuel Goinberg parecía lamentarlo.
-Disculpá- dijo, dándo al Negro una palmada en la espalda, invitándolo a que se siente. Después llenó las copas con actitud penitente- Disculpá, Negro- repitió- Disculpá.
-No sabía que estabas tan interesado en cuestiones medioambientales- inquirió con saña el petiso Robledo, escondiendo una sonrisa maligna y campaneando de reojo a los demás. Flor de hijo de puta, el petiso. Uno de esos tipos que siempre se están cagando de risa del resto, que así como quien no quiere la cosa dejan caer el comentario afilado en el momento oportuno. De esos que haciéndose los boludos te pinchan, te preguntan las cosas más incómodas fingiendo inocencia. Y Andá a saber qué le pasaba al ruso que había abandonado por completo su timidez habitual adoptando un aire que no se le conocía, un aire un poco insolente, si se quiere, nada propio de su carácter por lo general introvertido.
-¿Por qué serás tan forro, Robledo?- preguntó tranquilamente Samuel Goinberg. El tono de la pregunta se correspondía con su forma de ser. Lo que no encajaba del todo era la ofensa directa. -Si querés que charlemos, antes borrate esa sonrisa pelotuda de la cara, porque si sos capaz de atenderme en lugar de estar relojeando cómo reaccionan los demás a tus comentarios, en una de esas aprendés algo, payaso.
Al petiso se le congeló la sonrisa. Los demás empezaban a preocuparse. El ruso estaba comportándose de forma imprevisible. Quizá había contraído una enfermedad terminal que le hubiera hecho replantearse su actitud ante el mundo. Quizá sacara en cualquier momento una escopeta del ropero y con su sereno tono de siempre anunciara la inevitable masacre de grupo con su posterior suicidio. Quizá solamente fueran unas copas de más. No era fácil saberlo.
-Cualquiera de nosotros, cualquiera que te conozca, puede decir que sos un tipo alegre ¿no, Robledo? Jodón... digamos festivo. Si cada uno de los que está acá tuviera que definir tu carácter en unas pocas palabras, las que más se repetirían, estoy seguro, serían gracia, joda, impertinencia, picardía, chispa... y baja estatura o enanismo. Con E, no onanismo. Bueno, a lo mejor también, pero no viene al caso. En cambio lo de tu temperamento sí: un tipo alegre. Jodón y bajito ¿no?
El petiso lo miraba serio. Desconcertado. Los demás asintieron, a la expectativa.
-Entendemos que a pesar de todo te gusta estar acá, en el mundo.
Hizo una pausa, con la mirada buscó aprobación a su alrededor y continuó:
-A mi también, Robledo. A mí también- El ruso dejó su copa en la mesa, se levantó como cansado y se puso a caminar en vueltas lentas alrededor del grupo, que permanecía en silencio. Parecía un actor de teatro en su intervención crucial, consciente de la atención que suscitaba, exagerando la pausa por puro gusto, eligiendo quizá la forma de su discurso, la menos ceremoniosa, la más efectiva. Caminaba en círculos alrededor del grupo premeditadamente, como juega el gato maula con el mísero ratón, habría dicho el tanguero.
-Y esta sola situación de gusto, de agrado- continuó -nos está exigiendo una responsabilidad. No a otros. A vos y a mí. Y a vos, Margarita, y también a vos, Negro- A Margarita no le gustó mucho ser incluida en la lista- No a los amargados que se pasan la vida hinchándole las pelotas a los demás, ni a los depresivos egoístas que sólo piensan en sí mismos. Pero sí a nosotros, a la gente común que trata de vivir lo mejor que puede y reconoce que después de todo el mundo no es un lugar tan malo.
Algunos respiraron aliviados. Lo de la escopeta en el ropero quedaba descartado. Todavía podía tratarse de la enfermedad terminal y hasta de la bebida, pero -como acababa de reconocerlo- a Samuel Goinberg también le gustaba estar en el mundo, por lo que nadie esperaba ahora que el ruso los amasijase para luego inmolarse. Menos mal.
-Ahora que sabemos que durante los últimos siglos hemos estado haciendo las cosas como el culo, quedan dos opciones: o seguimos por el mismo camino (que ya sabemos a dónde lleva) o empezamos a hacer las cosas de otro modo. Y hacer las cosas de otro modo no quiere decir sacrificar demasiado bienestar. Yo jamás me exigiría a mí mismo una ducha de tres minutos, como dice exigirse Chávez, pero si él es tan poronga ¡adelante!, a mí me parece estupendo. Ya se sabe que yo no soy ni tan dogmático ni tan revolucionario como el líder venezolano. Mi aporte es menos heroico, por supuesto, pero igualmente valioso.
El tono del ruso ya era del todo afable. Los muchachos empezaban a aflojarse, los ánimos se distendían. El petiso intentó meter otro bocado pero el ruso lo paró.
-No me rompas las pelotas, ya sé lo que vas a decir, que con razón, mirá vos, justo el ruso, Robledo. Sos más previsible que un almanaque. Pero te tengo que cortar porque no lo hago de rata, como te divierte insinuar. Ahorro por convicción, porque me parece que hay que vivir con responsabilidad. No por amarrete. Gasto menos que la mayoría de la gente y vivo igual. O mejor. Porque no gasto donde no hace falta. Si tengo que hacerme un té no caliento un litro de agua. Caliento una taza. Y ahorro agua, gas y tiempo. Y reduzco, dentro de mis posibilidades, la emisión de dióxido de carbono, o qué se yo qué gases de efecto invernadero.
Samuel Goinberg había tomado otra vez ese aire nuevo de seguridad. Explicaba con elocuencia apenas interrumpida para apurar un trago largo de vino y seguir pontificando con una determinación que no se le conocía. Tenía un cierto aire de terrorista reivindicando sus ideas. Llenó las copas de nuevo y prosiguió:
-¡Una masa el vino! Y es otro ejemplo de consumo responsable. No por la cantidad, sino por el género en sí. Tomar vino refleja un compromiso firme con el protocolo de Kioto, mi viejo. A ver quién es el hijo de puta que viviendo en la Argentina, donde todavía tenemos buenos vinos a precios razonables, se pone a escabiar whisky. Y no porque el whisky importado sea demasiado caro y el nacional una mierda, no lo digo por eso. Lo digo porque el proceso de destilación chupa energía a lo bobo, muchísima más energía que el de fermentación, que es el proceso que nos brinda esta maravilla- dijo moviendo la copa en círculos, para que el vino baile- ¡Una masa el vino!
-Ah, era por eso que el ruso nunca ofrecía whisky- informó el petiso, pero Samuel Goinberg no lo escuchaba; revoleaba su copa, olía y bebía, y el movimiento de su mano era a veces tan fuerte que en el balanceo de la copa caían buenas cantidades de vino hacia los lados, cosa que apenas le preocupaba. Estaba entusiasmado y con ganas de exponer sus ideas. Y de seguir bebiendo, aparentemente. Bebía a una velocidad insospechada. Y volvía a servirse, tras comprobar que las copas de sus amigos permanecían llenas, y a revolear la copa, y a oler el contenido. Parecía también como si se revoleara a sí mismo. Y exaltaba las bondades del vino, arrastrando algunas palabras que le daban pelea. Es decir, ya estaba en pedo.
-Chupar vino en vez de whisky, viejo, supone un gran ahorro energético. Y en este caso concreto no sólo no hay una pérdida apreciable de bienestar ¡campaneáme la frase! que suele ser mi vara para medir hasta dónde ahorro, sino que significa incluso una notable mejora. Un alza evidente en el nivel de vida. ¿Te das cuenta? No vas a comparar un destilado repugnante con este delicioso elixir, loco. Por eso te digo, hay que aprender a vivir de otra manera. A cuidar lo que tenemos.
-¿Por eso las velas?- preguntó Margarita -¿para no gastar luz?
-Efectivamente. Y dan una iluminación copada. También fijate que están junto a los espejos, para que reflejen la luz; para usar menos velas, en definitiva.
-Qué fenómeno el ruso- dijo el petiso Robledo- ¡lo tiene todo calculado!
-Si hiciera falta luz las prenderíamos, boludo. No me preocuparía. Pero con estas velas se está estupendamente bien. Una iluminación cálida, romántica, agradable. Incluso casi ni nos damos cuenta cuando le manoteás el ganso al Negro, Robledo.
-Ah, mirá qué bien- se ofendió el petiso- el chiste fácil, la ofensa gratuita...
-No lo hago de amarrete: si necesitáramos más gastaríamos más. Pero decime, quién quiere enchufar un equipo de audio teniendo al piano a Margarita. Seguimos ahorrando energía y seguimos subiendo de nivel. ¡Ni los ricos tienen en sus mansiones, cada viernes, un pianista a la altura de Margarita como nosotros, viejo! Y para mí sigue siendo algo extraordinario a pesar de la regularidad. Estoy muy contento de vivir de esta manera y valoro muchísimo todas estas cosas- apuró de un trago largo el último culo de su copa y remató- Así que quiero cuidarlas. Si no terminamos siendo como esos forros que van a la montaña con un aerosol y en un paraje natural te clavan una pintada “Acá estuvo Carlitos”. Me enferman esos pajeros. Y fue más o menos lo que hicimos todos hasta ahora.
Los muchachos se quedaron en silencio. El ruso descorchó otra botella pero ya no se sirvió. La dejó abierta sobre la mesa y dijo:
-Estuve pensando mucho en el tema estos últimos años. Se me ocurrieron varias estrategias para achicar el impacto de todo lo que consumimos. En estas reuniones pusimos en práctica unas cuántas, reduciendo la huella ecológica prácticamente a nada. Si no fuera por los pedos de Margarita, la emisión de Gases de Efecto Invernadero durante la noche de los viernes en esta casa de Villa Crespo sería nula, pero no la culpo porque toca el piano que es una delicia.
-No, a mí me parece bárbaro- interrumpió el Negro José- pero no sabía nada, ruso. Disculpá por lo de los puchos. Estoy de acuerdo en que hay que cuidar mejor todo, sabés. Es una actitud muy noble. Una virtud cristiana, incluso: el espíritu de pobreza.
-¡Y el que viene a recomendarla es el ruso!- se río el petiso.
-Naturalmente, Robledo: somos occidentales y cristianos- explicó Samuel Goinberg mirando su reloj pulsera.
-Bueno, muchachos, el tema da para mucho más, pero yo voy a tener que abandonarlos porque en un rato sale mi vuelo. Si lo necesitan pueden recurrir con absoluta confianza al estante de los vinos, yo voy a ir arrancando para el aeropuerto, no vaya a ser cosa que además de borracho llegue tarde.
-¿A dónde te vas, ruso?
-A Copenhague, a ver qué podemos hacer. Espero dormir un poco en el viaje. No debí haber tomado esta última copa, che. No me siento del todo bien... Chicos, me las tomo. Si quieren quedarse hasta que vuelva no pasa nada. Pero si se van, por favor, hagan la gauchada: que el último apague la luz.

***

viernes, 27 de noviembre de 2009

Partida de nacimiento

Sonaron las campanas y hubo como un maremoto. Fuerzas ingobernables me arrastraban como a un títere inanimado, a pesar de mis muchos esfuerzos. De pronto se abrió el cielo y tuve una primera impresión del exterior: hombres adultos con barbijo. Sospeché una epidemia o un ataque con armas biológicas, pero intuí algo peor. Por primera vez me sentí indefenso. Impotente. Mi voluntad no tenía ningún valor frente a aquellos hombres fuertes. Podían hacer conmigo lo que quisieran. Y lo hicieron.

Sin perder un segundo me arrancaron de mi hábitat conocido. Eran profesionales, estaba claro. Cualquier resistencia sería inútil, así que cedí. Sentí frío, pero no era lo más grave. Lo peor era otra cosa, un malestar muy profundo que respondía a la humillación de no poder controlar mi propio destino, sensación que me persigue desde entonces. Cuando vi la tijera empezé a preocuparme de verdad. Más dañina que la de los peluqueros, aquella era la peor de todas las tijeras. La usaron para cortar el último lazo que me protegía del mundo. Después me golpearon sin violencia pero con mala leche, con la actitud propia de quien se sabe imbatible. Intenté por todos los medios ahogar el llanto: no les daría la satisfacción de verme llorar. La venía piloteando bien, pero volvieron a golpearme. Entonces, aunque mi alma se revelaba con todas sus fuerzas y yo me juraba que aquellos cretinos jamás me verían llorar, desde el centro mismo de la rabia surgió puro y cristalino mi llanto desolado.

-Lo que faltaba- pensé en el colmo de la desesperación- tengo voz de puto.

Me bañaron con cierta brutalidad. No digo que me hicieran daño, pero noté alguna desidia, acaso torpeza o sencillamente ignorancia del método. De allí viene probablemente mi rechazo por la ducha diaria.

Sufría yo de aquel modo cuando la puerta del quirófano se abrió escandalosamente. Algunas enfermeras intentaban detener a un señor barbudo que traspasó la barrera humana tras un gesto afirmativo del cirujano. Temí por su seguridad. En aquella época la mera posesión de una barba anulaba cualquier garantía civil. Si a este hecho le sumábamos su claridad mental, su amplio conocimiento de las leyes de Dios y del Hombre y su antipatía por los gobiernos de facto en general y por el proceso de reorganización nacional en particular, mi temor quedaba plenamente justificado. Se trataba de mi padre. Lo reconocí por el tono sereno, el libro bajo el sobaco y el olor a trementina. Ya habíamos tenido algún contacto en los meses anteriores. (Solía hablarme de la historia del fútbol argentino desde la época de Alumni y de la pintura europea, haciendo especial incapié en el período renacentista).

La cercanía de mi padre y el despertar de mi madre que, todavía algo grogie, estiraba hacia mí sus amorosos brazos me tranquilizaron un poco. Pero ¿por qué se demoraba tanto la enfermera, esa completa desconocida, en depositarme en brazos amigos? ¿Qué indagaba el facultativo en sus registros? ¿Qué anomalía buscaba con su frígida linterna en el fondo de mis pupilas negras? Cerré con fuerza los ojos e intenté una reconstrucción mental de la situación. Sin duda me encontraba en el ponnyclínico, palabra que había oído a mis padres cuando conversaban sobre mi llegada, que para mí era en realidad una partida, una expulsión. Una expulsión de mi paraíso indolente en el que el sudor de la frente tan sólo era una imágen poética. Una partida hacia lo desconocido. La partida de nacimiento.

Tenía una vaga noción de un nacimiento anterior en un establo, el de un hombre enorme y flaco que le rompió mucho las pelotas a los poderosos y había cambiado el curso de la Historia, por lo que me hinchaba de orgullo nacer en el ponnyclínico. Pero allí no había caballos de ningún tipo. El animal más fiero parecía ser la partera. Como el médico ya no insistía con su infame linternita abrí los ojos. Estaba nervioso. Nunca antes me había visto en situación parecida. Aproveché la maniobra de la enfermera que como una ofrenda me entregaba ceremoniosamente a los brazos de mi madre para tantear en la mesita de luz, a ver si encontraba un pucho. No hubo suerte. Reconocí en cambio un jarrón lleno de jazmines del cabo blancos y los restos de un tardío antojo de mamá: medio alfajor de maizena. De los grandes.

-Dios da pan al que no tiene dientes- me lamenté con amargura, mientras sentía una exagerada segregación de saliva. Pero ya estaba en buenas manos. Hambriento pero a salvo.

Todavía un poco confuso respiré profundamente para sacarme las ganas de fumar. La tensión del ambiente había bajado bastante. Sin motivo aparente se me escapó una lágrima. Un surquito invisible en mi mejilla gorda y una gota salada. Entonces pensé que después de todo, el mundo no debía ser un lugar tan terrible si mi viejo era capaz de mirar de esa manera, y yo tenía al alance de la más pequeña queja dos tetas repletas de leche y de cariño.


***


miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cósmosis

"Brillan las constelaciones su indiferencia estelar"

(De una canción de Dolina)


Con frecuencia uno se desanima. Comprueba amargamente que ningún esfuerzo da frutos y -en un momento de clarividencia- reconoce que seguir no tiene ningún sentido.

Uno, a veces, deja de buscar lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias. Sabe que la lucha es cruel y es mucha pero decide dejar de luchar y desangrarse, porque ya no lo empecina fe alguna.

A veces, desmotivado, uno concluye que lo único razonable es abandonar, dejar las cosas en este punto, pasar página, cerrar sin guardar.

Uno se cansa, cada tanto. Se desmorona. Manya su propia insignificancia. Se da cuenta de que cualquier cosa que haga es inútil. Se derrumba. Se pregunta una y mil veces “¿para qué?”, y no encuentra una respuesta satisfactoria.

Ocurre con frecuencia, creeme. Decepcionado, uno deja lo que está haciendo, se para a pensar dos segundos y cae en la cuenta de que es al pedo. Completamente al pedo, piensa uno con acierto, mientras repasa mentalmente la nula repercusión de sus actos en el curso del cosmos y hasta de la casa.

Y entonces

por un momento

uno se desentiende

baja los brazos

y se deja caer en la catrera

desganado y con un poco de frío.

Por suerte no dura mucho. Alcanzamos a ver claro en un instante fugaz. Después y poco a poco la sensación se va perdiendo. Con el tiempo uno se olvida y vuelve a lo que estaba haciendo.

Y eso es lo terrible.

*


miércoles, 11 de noviembre de 2009

Autorreferencial

Queridos amigos, con la sonrisa llena de dientes de leche y el paso tambaleante de quien no lleva mucho tiempo andando sobre dos pies, mi bloc cumple, cumplió o está por cumplir dos años. Setecientos treinta días. Se dice rápido, “setecientos treinta”, pero si te ponés a pensar no es poco. Fijate: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciseis, diecisiete, dieciocho, y así hasta setecientos treinta. Tardás bastante en decirlos, así.

Las principales características del cumpleañero son: 1) que se actualiza poco; y 2) que eso lo tiene sin cuidado porque jamás trata temas de última hora.

Por lo demás es flaco, bastante pálido y un poco atorrante, pero muy prolijito.

Su desarrollo presentó problemas en diversas etapas. Lo que en principio fue una especie de diario irregular y semi privado de un equilibrista (hablo del Fragmentario) dio lugar a una serie de textos independientes, por lo general cortos y casi siempre penosos que -por algún motivo- dividí en varias secciones. Así las Disonancias intentaron romper en un primer momento con la monotonía rutinaria del Fragmentario, pero me di cuenta que se me estaban agotando las posibilidades en cuanto a seguir con el diario cuando se fueron colando en él unos cuántos textos que exigían independencia, es decir, que no entraban sino a la fuerza en el formato cronológico del Fragmentario. (A lo mejor podría revisar esas notas en estos días y volver a presentarlas como corresponde.)

(No, mejor no.)

Estas notas sueltas a las que hice referencia en el párrafo anterior se agrupan en unas pocas secciones y versan sobre las materias más dispares, aunque mi preferida será siempre la repostería. Las secciones se titulan: Curiosidades (ahí van los textos más pelotudos), Disonancias (los que no tienen nada que ver con nada), Fragmentario (el diario con el que empezó la joda), N. del A. (ganas impostergables de decir alguna boludez), Álbum particular (textos que parten de fotos encontradas en algún cajón) y Manchas. Estas últimas -dentro de las que se incluyen las notas para una autobiografía, que no necesitan aclaración- son las que han presentado algún conflicto en cuanto a la comprensión del título: “Manchas”.

Últimamente en varias entrevistas han querido saber si se trataba de manchas en mi conciencia o en mi historia personal que se me había hecho imprescindible echar afuera valiéndome del ejercicio de la literatura. Un equilibrista contesta que si hubieran leído alguna de las notas se darían cuenta de que la palabra “literatura” resulta exagerada, y de que la pregunta es una boludez soberana. Se trata de “Manchas” en el sentido plástico del término. Unas pocas pinceladas espontáneas sin demasiada premeditación pero sí con alguna alevosía, una serie de trazos apurados que se acercan a su forma a fuerza de pura intuición. Podría haberlos llamado también “Primeros borradores”, pero ello me obligaría a volver sobre los textos para corregirlos, y está muy lejos de mí esa intención. (Por suerte las entrevistas me las hago yo mismo, con lo que nadie sale mal parado a raíz de tan firmes respuestas).

Si hoy me pidieran que haga un balance, que mire hacia atrás y elija tres momentos afortunados, no dudaría en presentar:

1- Palabras de fin de año (consideraciones sobre la vida en general)

2- GÉNESIS (una breve historia del tango desde sus orígenes hasta la década del setenta)

3-La previa (el capítulo primero de mis memorias)

4-Balada del tiempo perdido (un lamento poético)

5-Toda la carne en el asador (instrucciones para hacer un asadito).

Y si alguien muy atento advirtiera que me he pasado de los tres textos a los que tenía derecho le pediría que no se alarme y le haría notar que sólo agregaría uno más:

6-Buenos Aires blues (un remordimiento),

7-Empatía (una manifestación irrefutable), y

8-una página del Fragmentario que trataba sobre no sé qué.

Hasta acá mis palabras. Ahora dejemos hablar al informe de Google Analytics. La revelación más agradable es que uno de los que más me leen (en cantidad de visitas y en tiempo de lectura) es alguien de Isidro Casanova. Alguien que no conozco. Lo demás son boludeces: estadísticas incomprensibles. Entre las palabras por las que llega la gente a mi bloc gana por goleada “apuntes casuales de un equilibrista” en todas sus variantes (incluso “anptes casulaes deun euiqlirbitsa”, sospecho que se trata de hollywoodencasa), de donde se deduce que me conocen o saben a dónde quieren llegar. Pero también llegan otros, uno preocupado porque “se ha secado mi ficus bambino”, otro interesado en averiguar “por que los equilibristas usan una barra de 50 o 100 kilos para caminar por la cuerda floja”, otro que asegura que “la sidra se hace con vinagre, seveno azucar etc”, otro que indaga sobre las “propiedades de la planta llamada paratropina”, y otro que buscaba un “verso corto escobilla limpia inodoros”.

¿Creías que era todo? Me queda uno que es tragicómico: “relatos eroticos pederastras” (sic).



miércoles, 21 de octubre de 2009

Adrogué

Resulta complicado determinar la causa, sin embargo es un hecho que mis relaciones con mujeres han terminado siempre de forma lamentable. Y eso que tuve la suerte de contar con la temprana ayuda de un primo más grande que sabía bastante del tema y me esclareció algunas nociones fundamentales.

-Son todas putas- me explicó una mañana primaveral. Yo acababa de cumplir ocho años. Me acuerdo que permaneció un rato abstraído, y cuando yo había dado por concluida su enseñanza:

-¡Todas putas!- repitió enérgicamente, acompañándose de un gesto de negación.

Hoy me entra el pánico de sólo imaginar cómo habría sido mi performance de no haber contado con tan significativo asesoramiento.

A Laura la conocí ese mismo verano en Adrogué, en una kermese que organizó la parroquia. Me cautivó enseguida con su puntería inalterable para bajar patitos giratorios en uno de los juegos. Linda zona, Adrogué. Unas casas bárbaras. A nosotros nos quedaba un poco a trasmano, porque toda la vida vivimos en José Paz, pero mamá no hubiese permitido que faltáramos a una convocatoria de la parroquia. Ahora entiendo que tal vez papá no estuviera muy de acuerdo, porque antes de salir, mientras guardaba los sánguches en una de esas heladeritas de playa, esgunfiado, oí que decía:

-¡Es en la loma del culo, vieja! ¿A vos te parece que vayamos? Digo: ¿es muy necesario?

Por suerte en cuestiones de fe mamá no daba el brazo a torcer. Pese a que el ranchito no era muy grande lo teníamos lleno de Crucifixiones, imágenes del Señor, estatuitas de la Virgen y altares dedicados a varios Santos. Recuerdo que mis hermanos mayores solían protestar porque querían colgar en la cocina un póster de Alice Cooper allí donde una imagen de Pío IX, oportunamente dispuesta, iluminaba a mi madre sobre la mesada en la cual ella se abocaba a la repostería. Cuando volvía de la parroquia con alguna bolsa en la mano, papá, que veía reducirse el espacio de la casa a un ritmo preocupante, preguntaba aterrado:

-¿Más Santos?

Y respiraba aliviado cuando de la bolsa salían verduras, o pollo, o rollos de papel higiénico, o detergente. Pero no, como decía antes, por suerte en esos temas mamá no daba el brazo a torcer. Y digo por suerte porque a mí el póster de Alice Cooper me asustaba. Creo que en la imagen se veía a una especie de gurka pisando pollitos, nunca me animé a mirarlo muy detenidamente. Y también porque fue gracias a la determinación de mi madre que aquel domingo fuimos a la kermese. Linda zona, Adrogué. Unas casas bárbaras.

Ya conté que lo que me impactó de Laura fue la precisión con la que disparaba a los patitos. Una cosa impresionante. Cuando me acerqué ya había ganado un elefante de porcelana tamaño natural, un reloj importado y una botella grande de champán, de esas que abren los de la fórmula uno. Y todavía esa misma tarde iba a sacarse un radio-grabador que funcionaba con ocho pilas grandes (“¡un presupuesto!” dijo la madre de Laura, por eso accedió a que me lo regalara, y lo metimos en el renó 6 inmediatamente, antes de que se arrepintiera), la escopeta de aire comprimido y un loro que cantaba tangos y decía barbaridades. También había otros entretenimientos en la kermese, juegos del estilo “póngale la cola al chancho”, “tírele la goma al burro”, esas cosas, pero ahí Laura perdía todo su encanto. Porque lo que no conté aún es que aparte de la puntería que me había cautivado desde el primer momento, no poseía ella ningún otro atractivo. Era más fea, la hija de puta. Y para que a los ocho años se note que sos feo, tenés que ser más feo que un culo feo. Y no lo digo por despecho, eh, no señor. Ya han pasado muchos años y he pensado frecuentemente en el tema con absoluta claridad mental, así que deberían creerme cuando les digo que escribo libre de cualquier asomo de emoción. ¡Cincuenta y siete años, dos meses y nueve días han pasado desde el episodio!

Yo la miraba obnubilado: ella bajando patitos era una delicia. Hasta que -previsiblemente- cayó el útlimo de la ronda.

-¡Fa! ¡sos un fenómeno! -le dije emocionado- ¿Cómo te llamás?

-Maura- dijo, sin mirar.

-¿Maura? ¡qué lindo nombre!- exclamé- Yo conozco un puto que se llama Mauro, pero Maura no había conocido a nadie.

-¡Laura!- dijo, y ahora sí se dio vuelta con una sonrisa franca, llena de hierros. A lo mejor le había hecho gracia lo del puto. Mamá se enojaba mucho cuando yo decía malas palabras, pero los demás siempre las encontraban muy graciosas. Incluso papá. Yo me quedé mirando esa sonrisa enorme que parecía tener paragolpes en los dientes, pero me cuidé mucho de decírselo. La puta que lo parió, era muy fulera. Pero yo entonces no era tan frívolo como ahora y no me importaba que una mujer fuera fea para quererla. Claro que no. Me guiaba por otros parámetros, buscaba cosas más profundas que la belleza física. Una puntería inalterable para bajar patitos giratorios en los juegos de la kermese, por ejemplo.

-¿Sos del barrio, Laura?

-Sí- me dijo, embutida en su vestidito escocés. Parecía un chorizo gigante de los que colgaban sobre el mostrador del gallego, en el bar de la estación José Paz. Sólo que a cuadritos.

-Linda zona Adrogué...- dije haciéndome el interesante -unas casas bárbaras.

Esta frase se la había oído durante la semana repetidas veces a varias de mis tías cada vez que mamá les contaba que el domingo iríamos para Adrogué, convocados por la parroquia.

-Linda zona, Adrogué- decían invariablemente mis tías -unas casas bárbaras.

-¿Vos de dónde sos?- me preguntó Laura.

-De José Paz- contesté orgulloso -¿Conocés José Paz?

-No.

-¿No conocés José Paz?

-No ¿es lindo?

-¿José Paz? ¡Es lindísmo, Laura! José Paz es lindísmo ¿nunca fuiste de excursión?

Yo estaba razonablemente asombrado de que alguien pudiera no conocer José Paz.

-¿Hay excursiones?- preguntó.

-¿A José Paz? ¡Flor de excursiones! Tenés que ir a Buenos Aires, antes. Y te tomás el tren en Retiro. Además el viaje es relindo. Le comprás alguna golosina a los vendedores ambulantes, para distraerte, ¿viste?... muy lindo viaje, eh; un rato largo y te bajás en José Paz. Podés comer en algún bolichito de la estación, o te llevás el picnic, si querés. Y después paseás, conocés la ciudad...

-¿Y es como acá?

-¿Como acá? ¿José Paz? ¡Noooo! ¡Por favoooor! ¡Nada que ver! El día y la noche. José Paz es como... no conocés Moreno ¿no? Es como, qué se yo... ¿y Londres? ¿conocés?- ella dijo que no. -Yo tampoco, pero creo que es bastante parecido a Londres, por lo que oí. Un poco más grande, José Paz, eso sí.

-¿Y tienen la misma moneda que acá?

-¿Cómo la misma moneda?

-¿Pagan en pesos?

-No, no. Bueno, allá hay varias monedas. Tenés las guitas, que sirven para comprar clavos sueltos en la ferretería o figuritas en el kiosco. También están los mangos. Con dos mangos comprás el pan. Tres cuartos de milonguitas comprás con dos mangos. Después tenés las gambas, pero nunca las vi. Me parece que con las gambas se pagan las facturas del gas, la luz, esas cosas. Y al final creo que vienen las lucas y los palos. Aunque también hay “miserias”.

-¿Miserias?

-Sí. No sé si es más o menos que las lucas, me parece que menos. Es lo que gana mi papá: una miseria.

El del puesto seguía la conversación entretenido, como si no tuviera ganas de que acabase, y me miraba con simpatía. Entonces me pareció que admiraba en secreto mi labia y mi proceder majestuoso en el arte incierto de la seducción, pero ahora creo que estaba agradecido porque, distrayendo a Laura, lo estaba salvando de que ella le desvalijara el kiosco. Se había hecho un pequeño silencio y le tocaba a Laura llenarlo de algún modo.

-¿Querés jugar?- preguntó, y yo noté que el tipo del puesto me clavaba la mirada y con cierta desesperación subía y bajaba la cabeza velozmente, como queriendo transmitirme un mensaje secreto.

-No- le dije -jugá vos.

Y ahí vino la segunda ronda de premios: el radio-grabador que metimos de inmediato en el auto, el loro atorrante y la escopeta de aire comprimido. Uno atrás del otro. No había memoria de algo semejante desde el carnaval del treintidós, dijeron los más veteranos. Un fenómeno mi chica.

Como a dos o tres puestos había un pelado vendiendo choripanes. Le pregunté a mamá si la podíamos invitar a Laura a uno y noté cierta preocupación en el gesto de papá.

-¿Podemos? -pregunté entonces a papá, pero mamá interrumpió diciendo que sí, que claro que podíamos. Estaba de muy buen humor aquella tarde, mamá. Papá no se explicaba lo de los choripanes teniendo en el baúl del auto una heladerita llena de sánguches. ¡Y de salchichón primavera!

Ahí mismo, mientras nos engullíamos aquel par incomparable de choripanes, le dibujé en unas cuantas servilletas un plano de José Paz marcándole en primer lugar nuestro ranchito, seguido de otros puntos de interés. Le había pedido prestado el rifle de aire comprimido que acababa de ganar y me lo había colgado al hombro porque -intuía- me daba un aire irresistible como de John Wayne en alguna de las maravillosas películas que solíamos ver los Sábados de Súper Acción.

-¿Ves? Acá donde te hice el descampado adornado con plantitas de marihuana están los “faloperos”- le comentaba, para que no fuera a perderse cuando llegara a José Paz -Acá, en cambio, a pasitos del desarmadero, te vas a encontrar a los que afanan autos, estéreos, esas cosas: los “pungas”. En esta esquina paran los “fiolos”, ¿ves?. Y éstos, éstos de acá, son los “trabucos”. Si seguís por acá, frente a la escuela, en la placita, están siempre los “pederastras”. Papá los odia, pero son buena gente. A mí siempre me saludan, a veces me hacen regalos y todo.

Así estaba yo, dibujando y explicándole el plano a Laura, cuando sobrevino la catástrofe. Sin que nada hiciera preverlo, la madre de Laura -que aparentemente estaba detrás de mí, estudiando mis indicaciones por encima de mi hombro- se me plantó enfrente enfurecida y -echando humo por los ojos y pronunciando a los gritos no sé qué conjuro- quiso tomar violentamente a su hija de un brazo para llevársela quién sabe dónde. Pero yo me adelanté: la cacé por la cintura como los galanes de cine, nos escabullimos hasta el puesto de choripanes y volcando de un patadón el tonel donde se asaban los chorizos conseguimos una suerte de trinchera.

-¡Hija de puta!- le grité mientras intentaba descorchar el botellón de champán que había logrado manotear con la zurda mientras cazaba a Laura con la diestra para llevarla a un lugar seguro -¡No te acerques más porque sos boleta!

A unos metros de nosotros, mamá estaba indignada por mi vocabulario y papá -anonadado- había abierto enormes los ojos y parecía no entender nada; pero a mi lado y como en otro planeta, Laura reía, lo que me envalentonó. Me descolgué el arma del hombro y se la extendí a mi compañera.

-Apuntá, apuntá- le dije, y después grité endemoniado- ¡Los vamos a hacer cagar a todos, putos!

Mientras intentaba descorchar la botella, mantenía a raya a la madre de mi chica y a otros alcahuetes que se habían alistado bajo su bandera, arrojándoles, mediante la pala del parrillero usada a modo de catapulta, las brazas que habían caído a los pies del tanque y demás objetos contundentes que encontrara a mi alcance. Cuando sentí que el corcho estaba cediendo atiné a bajar repentinamente la botella con la suerte de que el proyectil salió disparado a una velocidad incalculable y dio de lleno en la frente de la vieja. Cayó de culo, quedó sentada un par de segundos e inmediatamente se desvaneció. Yo me mandé un trago largo de champán porque entre la emoción y los nervios se me había secado la garganta.

-¡Atrás, hijos de puta! ¡Atrás!- gritaba yo fuera de mí, excitado por el champán y por la convicción de que con aquel rifle de aire comprimido y la puntería de mi chica éramos imbatibles. Y fue el pico más alto de mi euforia, porque inmediatamente todo se derrumbaría.

Me dolió bastante ver que mamá se acercaba a la madre de Laura e intentaba hacer que volviera en sí. También me sentí defraudado al ver a papá -ayudado por el pelado de los chiripanes- cargarla y ponerla a salvo detrás de un cedro. Fue un mal trago, un golpe bajo. Pero lo que terminó de destrozarme fue ver que a mi lado Laura había bajado la escopeta y llorando desconsoladamente se entregaba al enemigo.

-¿Tú también, Bruto?- pregunté cinematográficamente y, derrotado, bajé definitivamente la guardia. Creí que no me había oído, porque ya estaba detrás del cedro abrazando a su madre que ahora empezaba a reaccionar, pero enseguida me miró llena de lágrimas y se puso a gritar con toda su alma:

-¡Bruto! ¡bruto! ¡bruto!- como si yo fuera el traidor.

La desazón fue tan profunda que estaba perdido. No sabía cómo reaccionar, pero intuí que lo más razonable era empezar a correr lo más rápido posible en cualquier dirección. Porque al ver que la vieja volvía en sí, encabezados por mi padre y en segundo lugar el pelado de la parrilla, todos, absolutamente todos empezaron a correr detrás de mí, a perseguirme con el propósito bastante claro de cagarme a palos.

-¡Bruto! ¡bruto!- gritaban todos corriéndome enfurecidos -¡Brutoooo!

Todos menos el loro cantor, que al parecer gritaba “puto”.

Cuando por fin me agarraron, papá evitó el linchamiento haciéndose cargo de los destrozos provocados. Después, en José Paz, me linchó él mismo.

-Deberías haberlos dejado a ellos- le recordé toda su vida- te ahorrabas guita y laburo- Pero él parecía no entender, me clavaba una mirada como de desconcierto, pobre. Nunca fue un clarividente para eso de los negocios, mi padre.

***


miércoles, 14 de octubre de 2009

Déjà Vu (Summertime)

Al Pibe,
en sus treinta primaveras.


La situación es clara: estamos viendo la escena desde la vereda de enfrente, la de los números impares. Sentados en una cómoda butaca de teatro, en el umbral de una casa o en una de las mesas que del bar han sacado a la calle, porque empieza a hacer buen tiempo, nos descubrimos con un papel en la mano, un papel que el aburrimiento o la distracción ha enrrollado en un cono irregular. Pero sobre todo nos descubrimos aceptando sin discutir lo que vemos o intuimos con una certeza irrefutable. Con la convicción de un mártir.

La cuadra está dominada por un edificio alto, un poco a la izquierda del escenario (derecha e izquierda, las nuestras, las del espectador) y completada por varias casas de no más de tres pisos. Algunas tienen un local en la planta baja: una verdulería, una tienda especializada en video y fotografía, un supermercado de chinos, un taller mecánico. Parece un barrio tranquilo. Un observador casual juraría que allí la gente es feliz, pero nosotros tenemos la dudosa suerte de conocer cualquier rincón del alma humana y todos los discos del cuarteto de Roberto Grela. Sabemos, por ende, que Marcelo, el verdulero, no está pasando por su mejor momento: acaba de separarse y está desesperado, ha descuidado el trabajo y es evidente que el negocio se está viniendo a pique. Sabemos que en cuanto abra la verdulería, Cacho, el portero, interrumpirá momentáneamente sus quehaceres, apagará la manguera, apoyará la escoba contra el canterito del edificio y saludará al verdulero:

-¡Qué cara está la cebolla!

Un observador casual reirá ante la ocurrencia del portero, porque apenas conocerá alguna de las terribles pasiones que sufre la raza humana, pero nosotros las conocemos todas, nos las revelaron las tiras de Inodoro Pereyra y largos años dedicados a la vida contemplativa; por eso no reímos, porque comprendimos que el dolor de un solo hombre es nuestro dolor. Sabemos, además, que en cualquier momento, desde la terraza del alto edificio de ladrillos, caerá un cuerpo de mujer y se reventará contra las baldosas que Cacho, el portero, habrá dejado de baldear hace un instante. Sabemos también que -ignorantes del trágico episodio- la pareja del quinto “A” ensayará de un momento a otro su rutinaria discusión a los gritos, hecho que despertará al vecino de la planta alta de la casa de al lado a la derecha, un vecino que se aburre en su habitación que acaso no es muy pequeña pero que no tiene puerta. Sólo una ventanita alargada que da a la calle y por la que con esfuerzo consigue sacar el torso y desde allí, agitando los brazos y con fingida bronca, grita a los vecinos para distraerse.

Le escena aún no comienza y ya se torna confusa. Hay un humo que -como en esos bodrios de Pino Solanas- todo lo confunde; pero no se trata del recurso cinematográfico, sino de un humo metafísico. Las cosas suceden al mismo tiempo pero en distintos planos. De pronto nos sentimos incapaces de distinguir lo que ocurre de lo que estamos intuyendo. Como si la imaginación y la realidad nos atacaran desde diversos flancos, desde muchos flancos cada una y al mismo tiempo. Pero no estamos intranquilos, nos sentimos cómodos en nuestro rincón del mundo (aunque ahora mismo algo empieza levemente a perturbarnos. Quizá el cadáver, pero ¿dónde está?) La mañana es linda como una pebeta que fuera -en la calle maleva- una flor. Todo parece estar en orden. Hay un portero baldeando la vereda, pero no hay un cuerpo reventado ni hay sangre. Hay, sí, una mujer que sale del edificio muy enojada, dando un portazo. Y hay un hombre que desde el balcón del quinto “A” grita de mal modo:

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

De pronto un torso imposible ha asomado desde una ventanita rectangular, de unos treinta centímetros de altura por un metro de largo, como una ventilación que hubiera en el segundo piso de la casa contigua. Acabamos de ver cómo un torso imposible ha asomado desde una ventanita y ahora el dueño de ese torso está estudiando la discusión, como esperando el momento de intervenir.

-¡Me voy!- grita Mariela -¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

La pareja no lo advierte (como tampoco advierte que por la esquina viene doblando un chico de seis o siete años, comiendo una galletita camino de la escuela), pero nosotros conocemos el número exacto de veces que Atahualpa Yupanqui registró la palabra "vaquitas" y -por otra parte- estamos bajo un hechizo extraño que se llama teatro o sueño o droga o muerte, o a lo mejor solamente vereda de enfrente, y podemos ver todo el panorama: la cortina metálica de la verdulería empieza a levantarse, Cacho lo ha notado y está apoyando ahora la escoba contra un canterito y se agacha a apagar la canilla, un pibe de guardapolvo está doblando la esquina y la vecina del quinto “A” le contesta a su marido. Al hombre de la ventanita acaba de iluminársele la cara y agitando los brazos grita con mentida furia:

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

El vecino del quinto “A”, indignado, está mirando desde el balcón a su mujer, que sin girarse arrancó para la casa de su cuñada y se cruza con el escolar antes de salir por foro derecha. Por lo demás vivir es fácil, the fish are jumpin'.

-¡Qué cara está la cebolla, Marcelo!- saluda compadecido el portero, apenas unos metros a la derecha, pero Marcelo está en otro planeta, acomodando unos cajones o pensando en el suicidio. Ninguno ha advertido la mitad del hombre que ha asomado -violando todas las leyes físicas- por la pequeña ventilación del segundo piso de la casa de la derecha. El único que parece ver toda la escena, tal y como la estamos viendo nosotros, es ese chico de seis o siete años que acaba de enderezar para este lado y que antes de cruzarse con la vecina del quinto “A”, señalando hacia el hombre de la ventanita pero sin mirarlo, más bien buscando la atención del resto del elenco, como si estuviera brindando una información útil para la burla, ha reído sin ganas y ha gritado al mundo el secreto de aquel hombre.

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

Todo está ocurriendo ahora, y no dura más de diez o quince segundos.

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

-¡Me voy! ¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

-¡Qué cara está la cebolla!

Lo curioso es que lo habíamos visto todo, que conocíamos de antemano las palabras, los personajes, los gestos. Quizá el rollito que nos descubrimos en la mano es el libreto que no recordamos haber leído. Nos está faltando el fiambre. En algún lado tiene que haber un cuerpo de mujer destruido por la violencia del impacto contra las baldosas que el portero trabaja con tanto celo. Pero -por supuesto- no queremos averiguar nada, faltaba más. Mejor vamos a ir yendo, tranquilos, despacito, no vaya a ser cosa que nos comamos el garrón. Mientras nos levantamos echamos una última ojeada: el hombre en el balcón buscando con la vista a la mujer que ya no está en escena, el verdulero abstraído en su tragedia y el portero que tímidamente le busca conversación, el hombre de la ventanita, cumplida su labor, se ha guardado hasta próxima intervención y el pibe de guardapolvo cruza la calle diríase que directamente hacia nosotros. Entonces, con un ruido de calabazas rotas, pesado y a una velocidad increíble, cae frente a nosotros un cuerpo de mujer.

No podemos perder tiempo, vamos nomás. Está por sonar el timbre y tenemos los bolsillos llenos de brillantina y papel glacé, en la mochila hay pomos de plasticola, lápices de colores y un paquete casi entero de galletitas Manón para la hora de la merienda. Vamos de una vez, que nos espera un patio lleno de pibes de nuestra edad. Habrá que explicarle a la maestra lo de las salpicaduras, acaso, pero después habrá tiempo para jugar.

Y arrancamos con entusiasmo para el cole, pasándonos con insistencia la mano ensalivada por la cara, limpiándonos las manchas de sangre. Summertime.


*


viernes, 2 de octubre de 2009

Orden del día

“Vivía como un bohemio, malgastando mi vida.
Tan solo más tarde,
cuando conocí a Pissarro, que era infatigable
empecé a sentir gusto por el trabajo.”
Cèzanne.(*)


Suena el despertador y cómo cuesta. Pero por primera vez en mi vida voy viviendo del modo que quería, así que arriba. Hago un café romántico, barroco, como decía el cantautor. No me hace falta remojar la cabeza en agua fría porque al no tener pelo está siempre fresquita. Comparto con la bruja los primeros veinte minutos del desayuno, ya que ella emplea para tal fin nada menos que de dos a cinco horas.

A diferencia del personaje de Transas, (aquel tema tan lindo de García) de mí no resulta pertinente -por motivos que se explicaron en el párrafo anterior- asegurar que un día me cortaré el pelo. Lo que sí podría decirse con bastante probabilidad es aquello de no creo que pueda dejar de fumar, por lo que dedico un rato de la mañana a hacer ejercicio físico. A correr por el paseo marítimo, más que nada, para transpirar toda la porquería que ya he tenido tiempo de meterme ayer y limpiar un poco el organismo, que nunca viene mal; hacer bombear el bobo para mantenerlo en forma porque -pobrecito- ya ha sufrido tanto; y hacer circular la sangre, que según varias opiniones médicas se me ha ido espesando de manera alarmante desde que abandoné la niñez, allá en los años veinte. Llevo ya varios meses con estas prácticas deportivas y -desde el primer momento- nunca me parecieron tan terribles como esperaba. Al contrario, me gusta. Me deja muy relajado, sin la menor ansiedad, respirando con toda la capacidad de los fuelles y bastante cansado, debo admitirlo. Pero lo mejor viene después de correr: el baño de mar. Un baño corto pero perfectamente oportuno, unos minutos de relax nadando de espaldas, hacia atrás, tranquilamente, como haciendo la plancha, siempre de cara al sol, me convencen de que vale la pena vivir sanamente. Y me doy por cumplido con la vida sana. No pasa mucho tiempo hasta que me prendo un pucho.

De vuelta en casa y mientras la bruja termina el café, prevemos en un momento las tareas hogareñas que hay que llevar a cabo. Como estamos recién mudados, estas tareas se multiplican. Aparte de las actividades clásicas de cada día (tender la cama y esas cosas), hay diez millones de cosas por resolver, motivo por el cual uno de los balcones se ha convertido temporalmente en carpintería, donde ya he construido la mesita ratona y donde actualmente trabajo en El Sofá de Tres Cuerpos (un banco largo). No por otra cosa el comedor ha adquirido -también provisoriamente- formas de taller de costura, desde el que mi mujer -pobre santa- va despachando a velocidades insospechadas los almohadones que ya está requiriendo mi estructura de madera.

Toda jornada exige sus pausas y todo jornalero las agradece. Por eso vuelvo a enamorarme de la bruja cada mediodía, mientras tomo medidas, serrucho tablones y viene haciéndose la hora de almorzar; cuando sin que medie una palabra al respecto, la costurerita que dio ese mal paso (el de casarse conmigo, por supuesto; y lo peor de todo ¡sin necesidad!) me hace llegar desde la cocina nuevos olores de especias y verduras salteadas. Es cierto que en un pacto prenupcial habíamos acordado que esa labor me correspondía; pero considerando que accedí a la Fabricación Artesanal de Muebles (muy) Rústicos, ha resuelto ella misma (sin que yo la presionara de ningún modo, lo juro) suplirme momentáneamente.

-Hasta que arregles todo este quilombo- me dijo.

La tarde resulta menos increíble, porque ella se tiene que ir a laburar. La despido en la puerta, voy al balcón y hago como si atornillara algo hasta que la veo salir del edificio. Siempre se gira para saludar, me ve ahí trabajando y se va tranquila, por Pujades hacia el norte. Entonces largo el destornillador y me pongo a tocar la armónica con verdadero entusiasmo. Porque hay una idea que acuno desde mi más tierna infancia (y que ella no parece compartir) y es que tanto laburo no puede ser bueno para nadie.

Esta armónica que siempre llevo en algún bolsillo y que me regaló Diego Fútbol justo antes de cruzar el charco, cada vez que la soplo me pide orquestación. Y como también tengo una guitarra que me regaló el gordo Ignacio, un amplificador y una consola que me regaló mi mujer y un micrófono que me regalaron mis viejos, me pongo a grabar. Qué manera de regalarme cosas, la gente. (Por si alguien está leyendo y le interesa, ahora andaría necesitando cuarenta lucas). Suelo partir de una canción que no esté muy fresca, que haya madurado lo suficiente en barricas de roble francés, digamos una canción compuesta hace no menos de diez años. Claro que desde que la compuse yo he cambiado bastante, entonces viene lo más lindo y complicado del trabajo: hacer o intentar que la canción me siga gustando. Corregir una armonía o algún verso, insertarle con naturalidad varios chistes (especialmente a las canciones melancólicas), suprimir alguna parte instrumental quizá demasiado pretenciosa, reemplazar un pomposo solo de piano por un chiflido arrabalero, un coro en falsete o un bajo en orsai; en fin, cosas que van surgiendo espontáneamente y que renuevan en mí las ganas de sacarme de encima un cajón lleno de temas viejos que no habían tenido juventud.

En eso estoy, abstraído y muerto de risa, cuando en Barcelona empieza a caer la tarde. Es la hora de buena luz para hacer fotos, así que sin perder un segundo cacheteo la cámara y la bicicleta y salgo de safari fotográfico por la ciudad. No tengo mucho tiempo de buena luz, por lo que intento aprovecharlo al máximo. Voy sin rumbo pero evitando -dentro de lo posible- los puntos turísticos, la aglomeración de estudiantes y el ataque de rumanos. A veces consigo algunas fotos buenas, otras no; pero salgo regularmente, como si se tratara de un compromiso ineludible. Después las reviso. Si hice alguna que me gusta la cuelgo en mi galería particular.

En algún momento empiezo a preocuparme porque recuerdo de golpe que con esto de la mudanza y el viaje a París he vuelto a descuidar al equilibrista.

-¿No te da vergüenza, pajero?- quiere saber el pelado- ¿ cómo es posible que con todo el tiempo que tenés seas incapaz de escribir una sola página para el bloc?

-Fue un mes complicado- me defiendo.

-Andá a cagar- grita indignado- Sos un fantasma, ¡un hijo de puta!. Toda la vida tuviste excusas de todos los colores, y ahora que ligaste la beca, que por fin te sacaste de encima el yugo, todavía te queda cara para quejarte. Caradura... ¡Fantasma! “Un mes complicado”- se burla.

-Qué querés, pelado, vos ya me conocés: tengo que quejarme, es más fuerte que yo, como una vocación... ¡es una vocación insobornable!

-Dejate de joder y ponete a escribir- me ordena serio- Ahora mismo.

-Ok, bajo a comprar puchos y ahora me pongo.

-Ahora mismo- repite. El pelado es implacable.

Así que acá estoy, me puse a garabatear esta nota para que no me rompiera más los huevos; y como casi la estoy terminando me parece que voy a bajar a buscar esos puchos de una vez, porque me están entrando unas ganas bárbaras de escuchar el piano extraordinario de Thelonious Monk, descorchar una botella y empezar a preparar -tranquilamente, sin ninguna prisa, mientras disfruto del piano y del vino- alguna exquisitez para cuando vuelva la bruja.

¿Por qué escribo todo esto? No sé, tal vez para recordar cuando caiga sobre esta nota dentro de algún tiempo, para recordarme a mí que tanto me gusta quejarme, que alguna vez viví contento sin buscar motivos de queja. Que en este extraño momento de mi vida viví completamente ajeno al calendario con feriados en rojo y a los absurdos horarios de trabajo. Que pude hacer, cada día, muchísimas de las cosas que había querido hacer siempre.

O quizá para que te mueras de envidia, negro, quién puede saberlo.

*

(*) A pesar de las comillas y la cursiva la frase no es del todo textual. Primero porque no sé francés. Y segundo porque estoy un poco lejos y a trasmano de los libros que solía consultar en mi adolescencia.