jueves, 30 de abril de 2009

Primavera


Barcelona. Tarde de domingo primaveral. Fira de la Terra en el Parc de la Ciutadella, así que esta tarde el parque no es un buen punto de encuentro. A veces resulta útil llevar un teléfono en el bolsillo, reconoce el Pelado. Marca un número, y ahora está esperando respuesta, campaneando con atención entre la gente sosteniendo el teléfono junto a una oreja. No contestan. Hay tal cantidad de gente que no tiene más remedio que asegurar la bicicleta junto a un farol y empezar la búsqueda a pie. Holanda lo saluda y le pregunta si sabe por dónde andará el Gringo.

-Había quedado a las cinco, pero ahora no logro ubicarlo, no contesta. Y andá a encontrarlo entre tanta gente.

-Yo también lo estoy llamando pero no hay caso

Entonces suena el teléfono.

-Perdona que no haya atendido. -es la voz del Gringo al otro lado del teléfono- Me estaba dando un masaje. Estoy en el tercer puesto de la izquierda.

-Te vemos ahora- dice el Pelado.

Le comenta las coordenadas a Holanda y arrancan a su encuentro.

-¿Qué es un "puesto"? ¿Cómo "el tercer puesto de la izquierda"? –pregunta Holanda en el camino.

-Si entendí bien estamos llegando- contesta el Pelado, y ya empieza a ver agitarse, ahí adelante, los brazos del Gringo, llamándolos.

-No sabéis el masaje que me dieron, estoy como flotando.

-En mi mundo todos flotan- intervino un payaso que pasaba por al lado, se detuvo para brindar esta útil información y siguió su camino.

-Si Sergio no me lo hubiera propuesto- continuaba el Gringo, señalando a un hombre feliz que sonreía distraído (y hasta podría creerse que un poco drogado), llevando de la correa a un perro- jamás se me hubiera ocurrido darme un masaje, pero no sabéis lo bien que me dejó.

Cuando alguno de los presentes no es argentino, el Gringo jamás usa el voseo. Mientras tanto iban saliendo del parque, para el lado del Arco del Triunfo, y pasaban entre muchísimos puestos de comida ecológica. Al Gringo le había dado hambre. Al Pelado no.

-A mí entre tantos jipis me están entrando ganas de fumar marihuana y practicar el sexo libre- confesó. –Incluso de oír un disco de Jefferson Airplane o de algún otro falopero.

Tofu o toffi, creo que se llama. Mientras el Gringo se alimentaba, si es que el tofi puede considerarse un alimento, se habían sentado en el pasto y especulaban ante la posibilidad de ir a un concierto.

-Son unos conocidos míos- explicaba el Gringo- Hace mucho que no los veo. Ella toca el acordeón y él el violín. Viven en Suecia. Así que no creo que podamos oírlos de nuevo hasta dentro de algún tiempo. Por lo menos no en vivo.

-Habría que avisarle al Flaco, que no da señales- dijo el pelado, sacando el teléfono del bolsillo.

El Gringo interrumpió el almuerzo para ofrecerle rápidamente otro teléfono.

-Llamá de éste que es gratis- dijo- Se lo afané al masajista.

El Pelado aceptó la oferta con toda naturalidad, marcó y siguió la conversación todavía unos segundos. Después se apartó un par de minutos. Al volver informó que había que esperar al Flaco, que venía para acá.

-El concierto es a las siete y media, Pelado.

-No creo que tarde mucho en llegar, el Flaco vive acá en el Poblenou.

Al rato y tras varias llamadas e indicaciones concluyeron en que ya debía estar cerca, por lo que cada uno fue a buscar su bicicleta y quedaron en reencontrarse por el arco, donde había menos gente. El Gringo se encontró con el Ruso y el Pelado con el Flaco. A Holanda la perdieron en el camino.

El concierto era en Gràcia, muy cerca de Fontana, pero -nunca sabrán bien por qué- el Ruso insistía en tomar la línea amarilla hasta Joanic, así que salieron los cuatro en dirección a Urquinaona, el Gringo y el Pelado en bici pero a paso de hombre, el Ruso y el Flaco a pie. Hablaban del superclásico. Se jugaría esta tarde en Buenos Aires, a las ocho de acá.

-¿Soy el único bostero?- se alarmó el Ruso.

-No sé ¿vos, Gringo, de qué cuadro sos?

El Gringo es un argentino un poco atípico en algunas cosas. No es hincha de ningún cuadro, por ejemplo. Además es vegetariano. Esto posiblemente se debe a que no vive en la Argentina desde hace muchos años, y habiendo probado aquella carne ya no vale la pena seguir insistiendo. Se habrá resignado a no encontrar nunca, en ningún otro país, una carne como aquella.

Bajaron a la estación de metro con las bicicletas al hombro. Por costumbre, no pagaron ni un solo billete. A mitad de camino, el Pelado les señala a un pibe que se acercaba por el vagón con una camiseta de River, y el Flaco al verlo se levantó antes de que se le escapara y lo encaró de frente:

-¿Dónde vas a ver el partido?

-A la filial

-¿Dónde está la filial? ¡Soy socio de River desde hace diez años!

-En Vía Jùlia.- contestó el pibe- Y hoy hay asado.

-¡Uh!- exclamaron a coro el Pelado, el Ruso y el Flaco

Se miraron largamente en completo silencio. El Gringo dijo:

-Como quieran, a mí me da igual.

-No te gusta el fútbol y no comés carne ¡te vas a cagar de angustia!- se compadecieron.

-Más vale que esté bueno el concierto.

Cuando salieron del metro el Ruso y el Pelado se habían adelantado un poco.

-¿Y estos dónde se metieron?- indagó el Pelado, girando sobre sí al tiempo que veía emerger de la boca del metro al Flaco, subiendo la bici del Gringo y una pesada maleta.

-¡No, ya se afanaron una valija!- exclamó, pasándose la mano por la frente, hasta el fin de la pelada.

Inmediatamente emergió el Gringo, con otra maleta. Desde cierta distancia, el Ruso y el Pelado evaluaban por dónde convendría salir corriendo, cuando notaron que las dueñas del equipaje estaban agradeciéndole al Gringo su desinteresada ayuda, mientras le pedían información sobre una calle y –de paso- su número de teléfono.

-¡Es un monstruo!- el Ruso no salía de su asombro- ¡Ahí donde nadie se da cuenta de nada, el Gringo ve una posibilidad de ponerla!

-Un fenómeno- reconocía el Pelado- Siempre listo, como un boy-scout.

Lo cierto es que el concierto iba a tener que estar muy bueno, porque varias cuadras después, mientras buscaban la calle Les Carolines, todavía hablaban del asunto:

-Muy bueno va a tener que estar el concierto, querido, porque a su favor hemos renunciado al River-Boca, al asado y a ese par de bombones…

-¡Qué buena que estaba la morocha!- se emocionaba el Flaco

-Viste qué gambas- el Pelado no lo podía creer- Yo me la llevo a jugar a Platense, viejo.

-Y esa carita de puta- recordaba el Ruso, conmovido.

Y sí que estuvo bueno el concierto. No les costó mucho encontrar la cortada. Espai Carolines Culture, rezaba un cartel visible, y alguna gente esperaba reunida en la entrada que empezara el espectáculo Dodó live intime, que llevaba más de una hora de retraso.

Al violín un flaco muy pasional que también intervenía oportunamente con algunos toques de percusión doméstica (rejas de heladera, tablas de lavar) y una pianola de juguete o un xilofón. A la guitarra una mina –gran ejecutante- de cuyo instrumento brotaban febrilmente timbres muy particulares que creaban climas aparte, climas livianos como un poema inconcluso, o acentuaban los compases más fuertes de la composición que así lo exigiera. Y el alma mater del grupo era otra mina sueca, una voz impecable llena de matices diversos e imprevisibles, que se turnaba además entre la batería, la trompeta y el acordeón. Tres músicos que juntos se llaman Dodó.

Salieron encantados con el concierto, no tenían parámetros para comparar lo que habían presenciado con otra cosa distinta, salvo, quizá, el segundo tema que a juicio del Pelado "era bastante canyenge al estilo del Troesma del Nuevo Gotán, por momentos". Como ya estaban en el barrio de Gràcia, lo más apropiado era ir a morfar algo a lo del Gringo. Cantando tangos, arrancaron despacito, haciendo inventario de los instrumentos con los que contaban para la performance particular que pensaban improvisar en cuanto llegaran. Venían muy metidos en el tema, pedaleando a contramano por la mitad de la calle cuando el Pelado se encontró de frente con una mina que bajaba la calle. Se detuvo, analizó la situación y pidió disculpas.

-Se quedó alucinada, Pelado, la mataste.

-Y qué querés, con esta pinta…

-Viste cómo te sonrío, boludo.

-Es que los pelados somos muy seductores; las minas nos ven y se vuelven locas, les entran unas ganas irreprimibles de acariciarnos la pelada. Un arrastre bárbaro tenemos los pelados.

El Gringo se adelantó para ir pidiendo las pizzas y enseguida entraban los otros tres a un portal de la calle Sant Lluis. Primero un pasillito, tres o cuatro escalones, después un patio. Un Patio estupendo, con naranjos en flor y ese olor a primavera que hace que el mundo todavía sea por momentos un lugar agradable. Increíble. Alguien cachó la viola, otro un violín, los otros, influidos por las percusiones domésticas que habían incorporado en el concierto, se pusieron a dar golpecitos a todo lo que consideraban apropiado. Descorcharon vino, comieron pizza y siguieron tocando.

Se ve que estaban haciendo un poco de quilombo, porque de pronto el vecino de arriba empezó a hacer más quilombo. Se puso a golpear como loco, fuera de sí, contra el suelo, las paredes e incluso les pareció que hasta algunos muebles. (Aparentemente, en este barrio, si te molesta el quilombo que está haciendo un vecino tenés que hacer más quilombo. No suena muy lógico pero es así, es lo que ocurre). Intentaron bajar el volumen, pero el vecino no daba el brazo a torcer, lo que empobrecía sobremanera las melodías que estaban interpretando, así que tuvieron que volver a tocar con fuerza.

-Acá va a haber problemas- dijo el Gringo, arremangándose. Estaba a punto de hacer algo cuando reparó en su teléfono.

-Tengo un mensaje nuevo.- Lo leyó en silencio ante la evidente impaciencia del personal. -Son las guiris- dijo sonriendo, e hizo una pausa innecesaria- están en Opium, dicen que vayamos para allá.

-¡Ni en pedo! ¿Sabés lo que es Opium? Es un lugar típico para ellas, para guiris recién llegados, dejame de joder… Además en la loma del culo, queda- se resistía el Ruso.

-Algo habrá que decirles.

-Si estamos lo más bien acá, que no nos hagan mover. Deciles que se vengan.

-Ya, pero queda como el orto "vengan para casa". ¿Vos te pensás que van a venir? Conocen a unos pibes en el metro y se le meten en la casa ante la primera propuesta... estás loco.

-Yo qué sé, escribiles que hay una fiesta linda, con gente piola.

-Sí, y cuando lleguen se encuentran con que ni ruido se puede hacer con estos vecinos de mierda… No, otra cosa.

-No te querés quemar, no prometas- intervino el pelado. –Sin titubear da por sentado que ésta es la mejor oferta de la noche. No embauques, no prometas, exigí. ¿Sabés cual es el mensaje que le tenés que mandar?

El Pelado había estirado la mano izquierda hacia el Gringo, la palma hacia arriba, movía los dedos con rapidez como quien pide a otro que se acerque pronto. El Gringo, con desconfianza, le dio el teléfono, El Pelado escribió:

"Sant Lluis Nº 37, timbre 5. Traigan vino"

Y le dio al botón de enviar.


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domingo, 19 de abril de 2009

Empatía


No debe ser fácil vivir con un tipo así, un tipo al que jamás se le ocurriría pasar un escobillón, una franela. Un tipo que cuando va a hacer las compras sólo trae naranjas, vino y mayonesa. Tiene que ser complicado convivir con alguien que se cree en paz con las tareas de la casa preparando el café por la mañana, regando las plantas dos veces por semana y poniendo a lavar la ropa cuando el canasto desborda. No debe ser nada fácil vivir con alguien que siempre se olvida luego de tenderla, de colgarla a secar. Nada fácil.

Debe ser agotador convivir con alguien de quien hay que andar siempre atrás, como si fuera un gurís chico. Alguien que cada mañana te repite hastiado:

-Ay, negra, no quiero ir a laburar hoy.

Qué difícil tiene que ser compartir la vida con quien se desanima ante el primer escollo, con quien te desalienta insistiendo en que es imposible, que salgamos a dar una vuelta y luego, cuando al fin lo has solucionado, te felicita sinceramente, asombrado de tus capacidades.

Tiene que ser complicado vivir con un tipo que cuando está triste, en lugar de llorar, bebe. Y que –increíblemente- el día más triste del año, evita la bebida. Tiene que ser complicado, muy complicado, vivir con un tipo que bebe todos los días menos el Viernes Santo. Independientemente de su estado anímico.

Me resulta terrible imaginar tu vida junto a alguien que se despierta de pronto en mitad de la noche, te sacude hasta hacerte reaccionar y -un poco desconcertado- te pregunta:

-¿Qué te habré visto?

Tiene que ser terrible aguantarle a cualquiera ese sentido del humor. Aguantar a un tipo cuya manifestación más dulce fue asegurar que serías difícil de olvidar, porque seguiría encontrando pelos tuyos por todos los rincones de la casa, muchos años después de haberte perdido.

No debe ser nada fácil vivir con alguien que ante tu más mínimo error se levanta aterrado y -agarrándose la cabeza mientras contempla el desastre- ordena:

-¡No! ¡No! ¡No! ¡Por favor, negra, vos limitate a cebar mate! ¡Por algo sos uruguaya!

No debe ser fácil, no. Nada fácil.

Muy duro tiene que ser. Muy duro vivir con un energúmeno que confiesa alegremente haber dicho estas cosas “porque es más o menos cierto, pero principalmente para hacerte rabiar”.

Te entiendo perfectamente, no debe ser nada fácil. Nada fácil debe ser compartir techo con alguien que comprende como yo tus emociones, alguien que se conmueve de esta manera ante tu forma de ser y, sin embargo, se pone a garabatear esta nota mientras vos te deslomás para sacar adelante esta casa, esta alegría, esta pequeña historia de amor.

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domingo, 12 de abril de 2009

Gris Canción de Ausencia


Todavía está lloviendo. No ha parado en cuatro días. Antes de ayer no importaba porque como estaba Pocho apenas era un detalle secundario. Pero se fue ayer a la mañana y ahora sí que me rompe las pelotas. Y encima esa cosa triste que siempre tiene la lluvia, carajo. O ese espacio vacío del que habla la canción.

Ahora andará por Italia, en uno de esos viajes terribles que tenemos que hacer los argentinos para conocer Europa, durmiendo mal y poco, en los trenes o en los catres de amigos o familiares exiliados, asimilando de golpe una cantidad enorme de información, tomando apuntes y fotos a lo loco, pateando cuarenta ciudades en veinte días. Ahora andará por Italia o por Francia, y acá estoy yo medio triste porque me hubiera gustado que se quedara unos días más, por lo menos hasta que deje de llover, hasta que pare un poco esta lluvia que no logró amargarnos, pero que ahora sigue cayendo con esa mala leche un poco poética, la de la lluvia que apunta justo a los días libres que uno tiene, apunta y se zambulle en mis días libres, en esta ciudad a la que siempre le critiqué que sólo llovieran cinco días al año.

-¡No te vas a ir con esta lluvia!- le tendría que haber dicho- Quedate hasta que pare, Pocho, no seas boludo.

Pero no le dije nada. Me acordé de un personaje de Cien Años de Soledad que se iba a quedar hasta que escampara y –cuenta García Márquez- no dejó de llover en los siguientes siete años, creo. Por eso no le dije nada: tenía mucho por ver, mucho trecho por delante. Ahora andará por Florencia, o por París o por Londres. Esos viajes terribles que tenemos que hacer los argentinos que queremos ver algo más viejo que la injusticia. Somos una raza inquieta. Otros nacen a un par de horas de París o de Londres pero ni se calientan por conocerlas. El que estuvo alguna vez fue a comprar pilchas o perfumes. A veces vuelven desilusionados porque los bares cierran temprano. Costumbres.

Con Pocho nos conocemos de guachos. Yo creo que el único bien que nos hizo aquel colegio de mierda en el que nos conocimos fue justamente habernos puesto en contacto. Entre nosotros y con algunos más, pero Pocho era el más friqui de todos ¡Con diez años leía a Stephen King! Eso sí que es ser friqui, no me vengan con boludeces. Y rescataba frases de canciones de Charly García que le impresionaban y las anotaba en cualquier parte: “la mediocridad para algunos es normal, la locura es poder ver más allá”, o “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Un fenómeno. Yo no sé si no le empecé a dar bola a García por las frases que leía en la carpeta de Pocho, mirá lo que te digo. A los once pasó de Stephen King a Lovecraft y a Poe, pero a García no lo abandonó nunca; el otro día me contaba que había estado en un recital reciente. ¿Ves? La palabra “recital” ya casi la estaba perdiendo, entre tanto “concierto” al que se convoca por estos pagos; por suerte estaba Pocho para recordármela ¿qué podía importar la lluvia, cuando era el riego necesario para que no se marchitara la alegría?

Para un cumpleaños –nos acordábamos el otro día- me regaló a Salinger. “El guardián en el centeno”, me trajo de regalo cuando cumplí sesenta y dos. Y entonces, de ser un inofensivo friqui, pasó a figurar en un archivo de la C.I.A. como posible asesino serial en potencia. (Tiene todo el tipo, por otra parte). Los libros siempre estuvieron muy ligados a nuestra relación. Los libros y el arte en general. Creo que en el noventa y cinco le regalé Rayuela. Otro regalo suyo fue una novela de Agresti. Además nos prestábamos y recomendábamos un montón de libros y películas. Él estuvo siempre muy al tanto en materia cinematográfica. Las mejores películas que vi me las había recomendado Pocho. Y las peores. Tan lleno de inquietudes artísticas como el uruguayo Arribúa, siempre anda en alguna movida interesante: de adolescente me dejó copias de unos cuántos poemas (algunos de los cuales musicalicé a su tiempo), algún guión; más tarde hacía cine, habitualmente actúa en alguna obra de teatro; y desde hace unos cuántos años vive también del arte, de la parte comercial del arte, esa que sirve para pagar el almuerzo: creativo publicitario.

Durante estos días, en el café de una librería, un café lleno de estudiantes, untelectuales, y a pocos metros de Lucía Febrero (una minita que tomaba café y apuntes junto al estuche rígido de su violonchelo), tomamos medianas y conversamos amigablemente mientras reponíamos fuerzas de larguísimas caminatas por los barrios barceloneses. Vimos una exposición de pintura en La Pedrera, volviendo del Parque Güell, donde no pudimos perdernos entre los árboles, como otras veces, a hacer un pic-nic con algún salamín, pan y una botella de vino, mientras oíamos llegar desde lejos las melodías de algún músico ambulante. Contemplamos bajo la lluvia la silueta enorme de la Sagrada Familia con el fondo negro del cielo, como en un cuento de Poe (siempre que uno hiciera abstracción de los gringos que, a los pies del templo, hacían cola para entrar). Disfrutamos en un viejo bodegón de mala muerte de su primera paella, un bodegón atendido por una chica rumana que mi amigo creyó catalana, por el acento. Nos empapamos por las calles del barrio de Gràcia, de la Barceloneta, del Poblenou, y al volver a casa, descorchábamos un vino y seguíamos de charla hasta las cuatro de la matina. No importaba que quizás al otro día hubiera que ir a laburar. Una noche lo agasajé con mi especialidad: unos tortellini a la carbonara que yo mismo compro. De postre, como no había pensado en nada, improvisé en pocos minutos mi especialidad: unos tortellini a la carbonara que yo mismo compro. Por la mañana él sufría el acoso de mi sobrina de año y medio, que corriéndolo por la casa repetía en falsete

-Pocho, Pocho…- y después agregaba una serie de sílabas incongruentes a las que mi amigo respondía con criterio

-No me hables en catalán que no te entiendo.

(Conmigo mi sobrina tiene otro comportamiento: me mira repitiendo la palabra “pelo” y me pasa la mano por la pelada, como haciendo notar su ausencia.)

Preparábamos café, arreglábamos un par de cosas y otra vez salíamos al ruedo: el Borne, la playa de punta a punta, parando oportunamente a reponer fuerzas con una cerveza y una tapa de chipirones en el Puerto Olímpico o ya sobre la vuelta en los bares de Diagonal y Rambla Prim. Después yo me iba a laburar y él seguía de excursión. Fueron días intensos, exprimidos hasta la última gota, inolvidables.

Pateamos esta Barcelona como nuestra Buenos Aires de entonces, recordando viejos tiempos y charlando de novedades y proyectos a futuro. Descubrimos (ya lo sabíamos) que estamos tan cerca como entonces, cuando caíamos por Ipiranga cada fin de semana, y tocábamos la viola, y escuchábamos vinilos y había pizza, birra y faso. Y minusas. Tan sólo nos pusimos al día. Él me contaba cómo estaba la mano por allá, en qué andan cada uno de los pibes, y yo le fui contando cómo nos las arreglamos nosotros para seguir vivos. Lo que no llegamos a descubrir fue qué mierda vamos a hacer con nuestras vidas como el panorama no mejore un poco. Quizá si le hubiera dicho que no se podía ir con esta lluvia, que se quedara hasta que pare, lo hubiésemos resuelto. Ahora andará por Italia, pensando en otras cosas.

Lo pasamos bárbaro, pero lo mejor fueron los ratos de charla sin distracciones, en aquel café frente a un par de birras, en el bodegón del barrio Gótico, durante los viajes en metro o en casa, al volver, cuando no nos preocupaba más que estar charlando, cuando toda la atención estaba centrada en la conversación. Pateamos todos los rincones de la ciudad por pura obligación. Para que no le dijeran, un día, en Buenos Aires

-¿Estuviste una semana en Barcelona y te los pasaste en la casa de tu amigo y en cuatro o cinco cafés? ¿¡Cómo se puede ser tan pelotudo!?

Por mí, nos hubiéramos pasado todo el día tomando vino y cagándonos de risa del pasado y del futuro. Porque lo más lindo de pasar una semana en Barcelona con un amigo de esos de toda la vida, lo más lindo nunca va a ser Barcelona.

Ayer a la mañana Pocho siguió su viaje. Arrancaba muy temprano y nos acostamos muy tarde, así que por más que puse la alarma para darle un abrazo de despedida no me desperté hasta el mediodía. Había sido una semana muy intensa y se ve que estaba agotado. Como los libros habían tenido un lugar tan marcado en nuestra historia, no me sorprendió el detalle. Sobre la mesa del comedor encontré una postal agradeciéndonos, una city notebook con una dedicatoria muy linda, y “España, decí alpiste”, el broli de Casciari en versión argentina. En la primera página había anotado:

'Porque nunca se sabe cuándo puede fallar un “ordenador”, una edición que cruzó el océano con las crónicas de uno de esos amigos que uno todavía no tuvo la oportunidad de abrazar.'

Sonreí con una sonrisa un poco triste y al rato me fui a laburar, bajo la lluvia, pensando en ese espacio vacío del que habla la canción. Ahora que termino esta nota, salgo al balcón con la compu para ver si garroneo Internet y logro colgar esta página. Y me parece que allá al fondo, por el lado del Tibidabo, empieza a abrirse un poco, empieza a despejar.

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domingo, 5 de abril de 2009

Toda la carne en el asador


Si bien la ceremonia se consuma en una noche, la mise en place lleva años de trabajo. Lo primero es contar con una serie de amigos macanudos. De este modo tendremos el noventa por ciento del éxito asegurado, pero para llegar a ello habremos pasado años seleccionando a los adecuados en incontables tardes de fútbol, largas noches de garufa infructuosa, interminables charlas descorazonadas en las que redescubrimos la meditada conclusión de que “todas las minas son una manga de hijas de puta”. No se me achiquen, lo dije antes de empezar: nos enfrentamos a un trabajo de años.

De haber hecho una buena selección, esta noche contaremos con el Gordo Ignacio (cuya presencia es tan notoria como su ausencia, y no sólo por una cuestión de volumen), con Pancho (que cuando lo considere oportuno se echará a dormir la siesta para resurgir de sus cenizas como el ave mitológica, a las seis de la mañana; y además traerá el pan), con Burattini (que ensayará unos chinchulines a la leche y unos temas de Bersuit Vergarabat, desafinando de manera inusitada, como nunca nadie antes), con Pocho (que tras evaluar el punto de la carne exigirá “¡un aplauso para el asador, che!”), con Diego Fútbol (que se acercará temprano para ayudar a hacer el fuego con un salamín y dos botellas de vino), con el Abuelo y Rolo (que pondrán su arte al servicio de tus guitarras criollas), con Faby y Mary (que nos reivindicarán con la provincia y nos darán la absolución del campo), y con el Pibe, que solucionará los fallos del distraído anfitrión. Cuando los astros estén de nuestra parte, una o dos veces en la vida, nos acompañará incluso el negro Limón. Ya podemos estar tranquilos, cada cual hará su papel en el momento indicado; no son simples amateurs, son verdaderos iniciados en esto que hoy nos ocupa.

Lo segundo es conseguir un viejo patio emparrado en aquel Palermo de entonces. Tampoco es fácil, creo que sólo quedan tres: el ideal y otros dos. Pero para una función como ésta, no podemos conformarnos con segundas opciones. Afortunadamente siempre tendremos al alcance a alguien vinculado estrechamente al Patio de la calle Serrano. Es que son tantos, y tan hospitalarios sus corazones, que resulta imposible no acercarse de algún modo, si en verdad nos lo proponemos.

A primera vista puede parecer un tema insignificante, pero hay que ser muy cuidadoso en lo que a la convocatoria se refiere. Aunque mi fe en el correo es inquebrantable, para casos como éste resulta más práctico el teléfono. Conviene adoptar un aire casual, como si se tratara de un hecho mínimo, para anunciar

-Esta noche, si está lindo, pensaba tirar un poco de carne a la parrilla y juntar a los pibes para hinchar los huevos un rato ¿por qué no te venís?

-De una. ¿Querés que lleve algo?

-Unos vinitos.

-Nos vemos esta noche. Les aviso al Ruso y al Largo y que ellos se encarguen de hacer correr la bola. ¿A qué hora les digo que caigan?

-Sobre las diez, más o menos. Sí querés venite un rato antes así me das una mano con el fuego.

A todos les pediremos lo mismo, pero nos quedaremos tranquilos porque llegado el momento sólo se presentará el indicado. A pesar de que aparenten indiferencia e irresponsabilidad, los muchachos saben perfectamente cómo deben actuar.

La variedad de cortes, tamaños y formas sobre la parrilla da a la experiencia un matiz interesante en materia plástica. Lo bueno es hacerse con un par de colitas de cuadril, algunas tiras de asado de dos dedos de ancho, cierta tapa de nalga, un cacho grande de vacío, etc. Tampoco deben faltar las achuras y demás: chinchulines, mollejas, zochoris, morcillas, incluso algún que otro morrón le mete bastante onda y sale con fritas. Por supuesto lo de las fritas solo es una manera de decir. En los grandes asados jamás hubo papas fritas. Allí el Hombre se ha alimentado siempre de carne y algunas ensaladas, para no desmerecer el trabajo de las chicas, más que nada.

Sobre las ocho menos cuarto, entonces, empezaremos a preparar el fuego. Para tal propósito utilizaremos papel de diario y las ramas de la enamorada del muro y de la parra que hemos podado el otoño pasado. No me miren así, ya les avisé que la mise en place no se resuelve en quince minutos. ¿Tengo que repetirlo? ¡Estamos frente a un trabajo de años! Por eso me enferman los imbéciles que aceptan o deniegan la invitación a un asado cual si los estuvieran invitando al cine. Gente que no entiende nada de La Vida, viejo.

Es la hora propicia, y entre el crepitar de ramas secas, el humo denso del principio y los primeros chispazos caerá Diego, o tal vez el Largo, con dos botellas de vino y un salamín. Inmediatamente se abocará a la tarea de cortarlo junto con una morcilla fría y tres piezas de pan francés. Además servirá vino, dos buenos vasos de vino, los primeros. Y los llenará cada vez que haga falta. A esto le llamamos en Buenos Aires “dar una mano con el fuego”

Si hasta aquí has seguido mis consejos al pie de la letra, es improbable que pueda fallar algo, no sólo durante la ceremonia sino incluso a lo largo de tu vida. La suerte ya está echada. A partir de ahora todo es más fácil. Limpiaremos la parrilla con aires de experto ante la admiración de nuestro interlocutor, charlando como si tal cosa, restándole toda importancia a la arriesgada maniobra. Hay que prender unos bollos de papel de diario y tirarlos bajo la parrilla. A medida que se ablande la grasa de asaditos pretéritos limpiaremos –siempre con diarios- la superficie de la parrilla, aprovechando el papel usado para repetir la operación todas las veces que sea necesario, echándolo bajo el asador antes que se extinga el bollo anterior. Este proceder apenas requiere cierta coordinación para no quemarse los dedos y deslumbra a quienes lo contemplan, siempre que lo ejecutemos así “como quien no quiere la cosa”.

El fuego ya está haciendo la brasa que necesitaremos para asar los manjares. En el interín nos habremos puesto al día con nuestro ayudante, hablaremos de fútbol y de política, también de aquello a lo que todos llaman “La Vida” y nosotros no tenemos puta idea de qué es; y empezaremos a comprender que por mucho tiempo que pase no nos alejaremos nunca. Distribuiremos los diversos cortes sobre el asador, salaremos con gruesa, toda la que podamos, reconoceremos por el chistido de la grasa sobre la parrilla que todo estará saliendo como corresponde. Mientras tanto han ido llegando tres o cuatro, las manos llenas de bolsas, las bolsas llenas de vino, y las mujeres ya se han acomodado en la cocina en charla cordial a cortar amorosamente las verduras. Piensan quizá que la angustia que signó durante la semana el paso de sus maridos ha desaparecido con la buena compañía y un par de vasos de vino. “¡Qué hijos de puta!”, piensan, “qué divinos los hijos de puta”.

Pronto la concurrencia será completa y empezaremos sacando unos zochoris, pero ya estaba todo resuelto de antemano. Entre tanto alguien habrá puesto un disco de Lou Reed o de Manu Chao, y otro -al segundo tema- reclamará seriamente "que alguien saque esa música de mierda y ponga una zamba, o por lo menos un tango", para joder o porque se acordó de golpe de un personaje de Castillo. Tampoco faltará el plomo, conocido de alguno de los iniciados. No debemos preocuparnos en absoluto, la suerte está echada. El plomo intentará acaparar nuestra atención permanentemente, como dispuesto a ganarse un lugar a toda costa, luchando por meterse en las conversaciones que venimos trabajando desde hace años, incomprensibles para un recién llegado, como quien quisiera recibirse de neurocirujano estudiando en una noche la última materia del programa. Es habitual –inclusive- que en algún momento de la noche nos increpe:

-Fallaste con la birra, negro.

Entonces intervendrá un iniciado:

-Esto es un asado, loco. Acá se toma vino tinto. Andate a una pizzería si querés birra.

Es hermoso contar con esta gente, pensará uno sonriendo, mientras un poco más allá uno de ellos ya se está enamorando fatalmente de una rubia coqueta que andá a saber como llegó, otro ha empezado a llorar a moco tendido porque no logra entender en qué momento la vida puta nos ha ido distanciando así (y no logra entenderlo porque nunca nos hemos distanciado; es lo que intenta explicarle otro iniciado ante el desconcierto evidente de la rubia), otro entona viejos tangos con voz arrabalera (justo antes de ir a acostarse un ratito, bastante antes de resurgir de sus cenizas como el ave Fénix), otro –dando saltitos de loca- descubre su homosexualidad latente, ¡otro sigue morfando!; es hermoso contar con esta gente. Nosotros dejaremos que todo siga su curso, ya hemos hecho todo lo que debíamos. Sabemos, por ende, que cada uno de los que ahí están saben perfectamente cuál es su papel. Incluso el plomo.

***