miércoles, 21 de enero de 2009

Desnudo Femenino sobre Diván Negro

Debo confesar que les he mentido. No soy, en realidad, un auténtico autodidacto. Conocí a Gonzalo Arribúa en aquel Palermo un poco insólito de los años noventa, que como dejé dicho en algún lugar de este bloc (sic), poco que ver tenía con el de ahora. En seguida lo contraté como mi instructor de guitarra, fundamentalmente por dos motivos: por su soltura para interpretar cualquier ritmo sin que se viera afectada su habilidad (bastante modesta,por cierto), y porque sus lecciones me resultaban bastante accesibles ya que le pagaba con mate y tortafritas. A veces, también, biscochitos Nueve de Oro.

Recuerdo aquellas lecciones como hondamente enriquecedoras a pesar de que el uruguayo jamás pronunciara una palabra. No era lo que se dice “un gran profesor”. No. Ni mucho menos. Nos sentábamos y tocábamos largamente durante cuatro o cinco horas. Dedicábamos cada sesión a un mismo estilo, que dependía del estado anímico del troesma. Me dejaba interpretar libremente, asintiendo al compás de la música o negando enérgicamente mediante algún oportuno y rotundo pedo oral. Una única vez consintió en darme instrucciones, y no lo olvidaré fácilmente, si es que lo olvido. El Maestro marcaba un blues muy lento en su guitarrón mejicano y yo, su humilde discípulo, me largué a tocar encima, un poco arbitrariamente. Arribúa abandonó la interpretación, apoyó el instrumento contra un ropero y me explicó: “Lo que tiene forma de mujer se toca como una mujer”. Después salió a la calle, dobló la esquina y lo vi alejarse por Gorriti, para el lado de Colegiales.


***


martes, 13 de enero de 2009

Lo peor estaba por llegar


No sé por qué había tomado el metro. Todavía no me lo explico. Lo cierto es que de golpe me doy cuenta de que a un par de metros, un tipo me venía estudiando. Alevosamente, para peor. Me quiere afanar, me dije. O romper el orto. Me preocupaba más la segunda posibilidad porque nunca di gran importancia a las cosas materiales. Por las dudas cambié de vagón. Sin ningún disimulo, el tipo me siguió y cuando estaba a mi lado me dijo:

-Yo te conozco.

-No. No creo- me defendí

-Vos sos el equilibrista- me dijo. Por supuesto lo negué rotundamente.

-No señor- le dije- está usted confundido. Trabajo como agrimensor.

-Tengo que contarte una historia. Si te gusta la escribís.

-¿Qué la escriba? Ya le dije que soy agrimensor.

-Es una historia terrible, de esas que te gusta contar.

-No sé de qué me habla, señor.

-Bajemos en ésta. Te invito un café y te cuento la historia.

Como solamente tenía que ir a laburar acepté la invitación, bajamos en Bogatell y nos metimos en un bar. Le ofrecí un cigarrillo pero no aceptó.

-No gracias, dijo mientras colgaba su campera en la silla dejando al descubierto la camiseta de Colón de Santa Fe. Y como disculpándose por alguna descortesía -Yo soplo pegamento- explicó.

No iba a ser lo más raro, porque enseguida sacó una bolsita y un pomo de poxirrán, puso una dosis en la bolsita y sopló durante unos segundos.

-Había una mina de mi clase que me encantaba- comenzó- Sí, es una historia de adolescencia. Una mina lindísima era, y además me daba bola. Naturalmente, yo me la quería pirobar. No revelaré su nombre porque se llamaba Clotilde, y le quita bastante fuerza erótica a la historia.

Intenté reprimir una sonrisa de aprobación. Me había encantado su manera distraída de empezar a contar. Me maravilló ese “naturalmente” puesto un poco a la fuerza justo antes del “yo me la quería pirobar”, verbo que no había oído en mi vida pero cuyo significado me había resultado sorprendentemente fácil adivinar. Y especialmente me impactó el recurso que usó para deslizar ese chiste, que el tipo prefiriera que yo lo creyera idiota para poder colocar un chiste buenísimo: “No revelaré su nombre porque se llamaba Clotilde”. Era genial. Había logrado su efecto, pero yo no quería acusar recibo, no todavía; así que un poco inquieto miré para el lado de la barra.

-¿No nos va a atender nadie?- pregunté.

-Pero ¿me estás escuchando, flaco? – dijo un poco indignado –A ver, ¿qué querés? ¿un cortado?- y sin esperar mi respuesta hizo una seña al camarero. –Bueno, resulta que la mina, ese día, me llama para que fuera a su casa. Y yo me tiré de cabeza. Mirá que era por Flores que vivía la mina, pero a mí me volvía loco. Bueno, no tanto como loco, pero estaba buena. Y me estaba llamando, ponele un sabado, domingo, no sé. No. Podía ser cualquier día porque ahora que lo pienso creo que habíamos terminado las clases, estaríamos de vacaciones, sí, porque además hacía calor… no sé; lo cierto es que me estaba llamando para que fuera a la casa ¿me entendés? Y yo ya me venía haciendo la cabeza en el bondi. ¿No me bajo en la plaza Pueyredón y lo primero que hago es comprar forros? Sí. Me bajo ahí en plaza Flores ¡y lo primero que hago es comprar forros!

Mientras hablaba, el camarero se había acercado con dos vasos bajos sin hielo y una botella de Lagavulin que también había dejado en la mesa. Mi interlocutor, sin prestar atención en absoluto a lo que acababa de ocurrir frente a nosotros, seguía con su historia. Por un momento sospeché que estaba actuando, que representaba un guión costumbrista. Por los gestos desinteresados, algunos acentos hiperdramatizados, hasta la camiseta parecía puesta ahí adrede. Pero más que nada por la botella que trajo el mozo. Demasiado whisky para un reo así. Tenía que ser un actor cotizado que estaba ensayando un personaje y quería probar su efecto conmigo. Pero ¿por qué?

-Imaginate cómo iba, negro, con la idea FIFA.

-Naturalmente –asentí bostezando -usted se la quería pirobar.

-¡Ahí va! ¡Ahí va! Pero fijate cómo son las cosas, que esta mina había estado saliendo con un pibe que era más o menos amiguete mío, viste, no directamente pero sí a través de la barra. Se juntaba con nosotros… buen tipo el loco. Mario se llamaba. Y todavía estaba enamorado de esta mina. La buscaba, yo qué sé… Nunca quise averiguar mucho, más bien me hacía el dolobu.- Hizo una pausa, manoteó la botella de whisky y agregó -¿Por qué te cuento esto? Esto de Mario, ¿por qué te lo cuento?- Ahora sí, sirvió dos buenos vasos, demasiado generosos. Dio el primer sorbo, saboreó largamente y continuó como si tal cosa – Ahora te vas a dar cuenta por qué te lo cuento. Llego a la casa, toco el portero, la mina baja a abrirme, me mete un beso de esos que no querés que se acaben nunca y en el ascensor me dice “está Mario arriba, me quiero morir”. Yo la miré con cara de adolescente comprensivo, una cara de boludo que te la voglio dire, como si esta información no me tocara en lo más mínimo, viste; como si nunca se me hubiera ocurrido que podríamos pirobar. La miré con cara de que estaba todo bien pero no le dije nada. Supongo que las pelotas se me habían atragantado en el garguero, no sé, pero no le dije nada. Ella dijo. Dijo que se quería morir, que había pasado hacía un rato y ahora estaba jugando a las cartas con Vanesa. ¡Dios me libre, qué dupla, Clotilde y Vanesa! Pero eso es un cuento aparte. Si sigo con éste tengo que decir que los cuatro pasamos una tarde de lo más folclórica: jugando al truco y tomando mate en la cocina.

Hizo una pausa larga durante la que aprovechó para beber y soplar su bolsita. Yo creí que había terminado e iba a llamar al trabajo para avisar que llegaría un poco tarde, ya que me quedaba el whisky casi entero.

-Pero lo peor estaba por venir- dijo mi interlocutor en tono apocalíptico. –Tras un par de horas de folclore y ya desengañado de que la situación pudiera darse vuelta, cuando acabamos el enésimo partido de truco me levanté y anuncié que me las tomaba. Y acá es donde empieza lo terrible de mi historia, porque Mario en vez de aprovechar que me tomaba el olivo y tratar de achicar ahí, me dice “aguantá que arrancamos juntos”. Yo no entendía nada. Ahora tampoco entiendo nada. “Aguantá que arrancamos juntos” me dijo. Y arrancamos juntos. Nos dejaba el mismo bondi, así que fuimos charlando hasta la parada, lo esperamos charlando y seguimos la charla durante el viaje. Ahí por el Cid Campeador me dice el loco “¿no querés venir a fumar un fino que me queda en casa?” Como veníamos charlando lo más bien, como viejos amigos, le dije que sí y me bajé en su parada, ahí por el Cid Campeador. Y subimos a su departamento y fumamos ese fino. Pero era demasiado fino.-dijo con gesto de tragedia. Llenó otra vez los dos vasos y aprovechó para soplar su bolsa.

-Tan fino era que enseguida se puso a revisar cajones y escondrijos a ver si encontraba una tuca. “Che, me dice, ¿tenés algo de guita para ir a pegar?”. Y yo algo tenía, así que salimos por el barrio a ver si encontrábamos alguna punta de guardia, porque a todo esto, en esa época no era como ahora que todos los punteros tienen celular, viste, le mandás un mensaje a tu repartidor amigo y enseguida se te aparecen con lo que quieras. Hasta servicio a domicilio tienen ahora. En esa época no era como ahora, no, podías conseguir fasito, pero no era tan fácil, viste. Y si tenías guita, podías conseguir pichi, aunque no en cualquier momento. Y si no te arreglabas con un par de tubos de pegamento, como tuvimos que hacer nosotros. Porque podés creer que después de dar vueltas por el barrio como locos, mientras Mario me contaba historias de su vida, historias complicadas o simples, pero siempre tan tristes, tan deprimentes, después de patear durante un buen rato nos sentamos en el escalón de un edificio y ahí nomás me dice el loco: “en casa tengo medio pomo”, me dice. “Si querés compramos un par de pomos más y la seguimos con poxi”. Yo le pregunté qué onda el poxi. “Si te digo que está bueno soy un hijo de puta” me batió Mario. “Pero si te digo que no también, porque está bárbaro”.

Se quedó mirando el fondo de su vaso. Yo creí que había terminado, así que de un trago apuré lo que quedaba en el mío y me levanté desilusionado.

-Pará, pará, que falta la parte más terrible: Volvimos a la casa de Mario…

-Necesito ir al baño- dije.

-No quiero perder el hilo, negro, aguantá un cacho- parecía preocupado por seguir con su historia, como si buscara todavía, al relatarla, una revelación.

-Es un momento, enseguida vuelvo- me excusé y enderecé para el baño.

-No tardes- me dijo amenazante- lo peor está por venir.

Tuve que hacer un esfuerzo importante para caminar derecho hasta el servicio. Mientras me aliviaba noté que el whisky empezaba a hacer efecto. Dentro del caos, intentaba pensar en esta historia, en su final previsible, y veía los gestos de mi contertuliano, sus pausas efectistas para beber y soplar de su bolsita, su costumbrismo que por momentos me resultaba afectado. Y pensaba que lo peor estaba por venir. Habré demorado un par de minutos en volver a la mesa. Mi compañero no estaba. Busqué a mí alrededor pero no lo vi. En la mesa, debajo de la botella vacía, asomaba un papelito. Me acerqué a la barra y pregunté por mi compañero.

-Acaba de irse. Dijo que pagaría usted.

Yo me reí de buena gana. Por suerte no había dejado de hacer nada importante, sólo tenía que ir a trabajar.


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