miércoles, 9 de diciembre de 2009

Copenhague

-¡No, no, no!- se lamentó Samuel Goinberg viendo volver del baño al Negro José con el cenicero vacío en las manos. -¡No, viejo, no!
El Negro interrumpió su marcha y se quedó mirándolo con dos ojos redondos como platos. No entendía nada. En realidad nadie entendía nada. Hasta este punto la reunión había estado de lo más entretenida, como cada viernes en casa del ruso. Unas pocas velas sabiamente distribuidas junto a algunos espejos dando la media luz adecuada, las animadas charlas interrumpidas cada tanto por las notas cadenciosas del piano vertical, las copas llenas de vino, el ambiente agradable que logran los viejos amigos cuando se reúnen ineludiblemente al acabar la semana. Llueva o truene.
-Pero ¿de dónde los sacan a estos negros de mierda?- preguntó herido Samuel Goinberg al resto de la concurrencia que, incómoda, no sabía si estaba bromeando o si se había vuelto loco.
-¿Vos sabés la de agua que contamina un pucho? ¡Como cincuenta litros de agua, contamina, boludo! Un sólo pucho. Ahora contame ¿cuántos acabás de tirar al inodoro? ¿diez? ¿quince?- esperó un par de segundos y ordenó -Sacá la cuenta.
El pobre Negro estaba desconcertado. Era evidente que lo estaba pasando mal. Nunca antes el ruso había increpado a nadie de ese modo. Es cierto que esta noche había bebido un poco más de lo habitual, pero de todas maneras su reacción resultaba -por lo menos- inesperada. Ahora tenía al Negro a un metro y medio de distancia y lo miraba serio, a la espera de una justificación.
-¿Quinientos litros?- arriesgó el Negro, acobardado.
-¡Una punta de litros, animal!- concretó el ruso -¡Eso va al río, al mar, yo qué sé adonde va, pero contamina toda el agua que encuentra!- Desvió la mirada, se pasó una mano por la frente y, más tranquilo, explicó:
-En la basura hay que vaciar los ceniceros, querido.
Por mucho que invitara semanalmente a los suyos de manera desinteresada y disfrutara a todas luces de su papel de anfitrión, Samuel Goinberg tenía fama de tacaño. Y no sólo por su origen judío. Mas bien se la había ganado por una curiosa forma de cuidar los gastos. Y digo curiosa porque el ruso siempre había tenido buenos trabajos. Se sabía que ganaba bastante más que el resto. Y no porque hiciera alarde de ello ni nada por el estilo, pero esas cosas se notan ya desde que te dice en qué está trabajando; y el ruso siempre estaba preparando no sé qué proyecto para las más grandes empresas. Bastante más que el resto ganaba seguro. Pero no vayas a creer que se lo refregaba a los demás, no, para nada. Aprovechaba esa ventaja de diversa maneras, entre ellas agasajándolos cada viernes por la noche, en reuniones austeras pero inolvidables. Por eso resultaba inexplicable aquel celo en el ahorro, en el cuidado de las pequeñas cosas en las que sus amigos no se detenían jamás. Ni aunque estuvieran viviendo al día. El ruso se escandalizaba cuando alguien dejaga un equipo en stanby toda la noche. “Pero si gasta poquísimo, ruso”, le decían. “Pero si lo desenchufás no gasta nada” argumentaba Samuel Goinberg, vecino de Villa Crespo, treinta y cinco años de edad. Un cuidado exagerado, te diría, un celo inexplicable que recién se vino a aclarar esa noche a raíz del medioambiente, o de lo bastante que había chupado el ruso, o a las dos cosas.
La reunión se había enfriado sensiblemente y Samuel Goinberg parecía lamentarlo.
-Disculpá- dijo, dándo al Negro una palmada en la espalda, invitándolo a que se siente. Después llenó las copas con actitud penitente- Disculpá, Negro- repitió- Disculpá.
-No sabía que estabas tan interesado en cuestiones medioambientales- inquirió con saña el petiso Robledo, escondiendo una sonrisa maligna y campaneando de reojo a los demás. Flor de hijo de puta, el petiso. Uno de esos tipos que siempre se están cagando de risa del resto, que así como quien no quiere la cosa dejan caer el comentario afilado en el momento oportuno. De esos que haciéndose los boludos te pinchan, te preguntan las cosas más incómodas fingiendo inocencia. Y Andá a saber qué le pasaba al ruso que había abandonado por completo su timidez habitual adoptando un aire que no se le conocía, un aire un poco insolente, si se quiere, nada propio de su carácter por lo general introvertido.
-¿Por qué serás tan forro, Robledo?- preguntó tranquilamente Samuel Goinberg. El tono de la pregunta se correspondía con su forma de ser. Lo que no encajaba del todo era la ofensa directa. -Si querés que charlemos, antes borrate esa sonrisa pelotuda de la cara, porque si sos capaz de atenderme en lugar de estar relojeando cómo reaccionan los demás a tus comentarios, en una de esas aprendés algo, payaso.
Al petiso se le congeló la sonrisa. Los demás empezaban a preocuparse. El ruso estaba comportándose de forma imprevisible. Quizá había contraído una enfermedad terminal que le hubiera hecho replantearse su actitud ante el mundo. Quizá sacara en cualquier momento una escopeta del ropero y con su sereno tono de siempre anunciara la inevitable masacre de grupo con su posterior suicidio. Quizá solamente fueran unas copas de más. No era fácil saberlo.
-Cualquiera de nosotros, cualquiera que te conozca, puede decir que sos un tipo alegre ¿no, Robledo? Jodón... digamos festivo. Si cada uno de los que está acá tuviera que definir tu carácter en unas pocas palabras, las que más se repetirían, estoy seguro, serían gracia, joda, impertinencia, picardía, chispa... y baja estatura o enanismo. Con E, no onanismo. Bueno, a lo mejor también, pero no viene al caso. En cambio lo de tu temperamento sí: un tipo alegre. Jodón y bajito ¿no?
El petiso lo miraba serio. Desconcertado. Los demás asintieron, a la expectativa.
-Entendemos que a pesar de todo te gusta estar acá, en el mundo.
Hizo una pausa, con la mirada buscó aprobación a su alrededor y continuó:
-A mi también, Robledo. A mí también- El ruso dejó su copa en la mesa, se levantó como cansado y se puso a caminar en vueltas lentas alrededor del grupo, que permanecía en silencio. Parecía un actor de teatro en su intervención crucial, consciente de la atención que suscitaba, exagerando la pausa por puro gusto, eligiendo quizá la forma de su discurso, la menos ceremoniosa, la más efectiva. Caminaba en círculos alrededor del grupo premeditadamente, como juega el gato maula con el mísero ratón, habría dicho el tanguero.
-Y esta sola situación de gusto, de agrado- continuó -nos está exigiendo una responsabilidad. No a otros. A vos y a mí. Y a vos, Margarita, y también a vos, Negro- A Margarita no le gustó mucho ser incluida en la lista- No a los amargados que se pasan la vida hinchándole las pelotas a los demás, ni a los depresivos egoístas que sólo piensan en sí mismos. Pero sí a nosotros, a la gente común que trata de vivir lo mejor que puede y reconoce que después de todo el mundo no es un lugar tan malo.
Algunos respiraron aliviados. Lo de la escopeta en el ropero quedaba descartado. Todavía podía tratarse de la enfermedad terminal y hasta de la bebida, pero -como acababa de reconocerlo- a Samuel Goinberg también le gustaba estar en el mundo, por lo que nadie esperaba ahora que el ruso los amasijase para luego inmolarse. Menos mal.
-Ahora que sabemos que durante los últimos siglos hemos estado haciendo las cosas como el culo, quedan dos opciones: o seguimos por el mismo camino (que ya sabemos a dónde lleva) o empezamos a hacer las cosas de otro modo. Y hacer las cosas de otro modo no quiere decir sacrificar demasiado bienestar. Yo jamás me exigiría a mí mismo una ducha de tres minutos, como dice exigirse Chávez, pero si él es tan poronga ¡adelante!, a mí me parece estupendo. Ya se sabe que yo no soy ni tan dogmático ni tan revolucionario como el líder venezolano. Mi aporte es menos heroico, por supuesto, pero igualmente valioso.
El tono del ruso ya era del todo afable. Los muchachos empezaban a aflojarse, los ánimos se distendían. El petiso intentó meter otro bocado pero el ruso lo paró.
-No me rompas las pelotas, ya sé lo que vas a decir, que con razón, mirá vos, justo el ruso, Robledo. Sos más previsible que un almanaque. Pero te tengo que cortar porque no lo hago de rata, como te divierte insinuar. Ahorro por convicción, porque me parece que hay que vivir con responsabilidad. No por amarrete. Gasto menos que la mayoría de la gente y vivo igual. O mejor. Porque no gasto donde no hace falta. Si tengo que hacerme un té no caliento un litro de agua. Caliento una taza. Y ahorro agua, gas y tiempo. Y reduzco, dentro de mis posibilidades, la emisión de dióxido de carbono, o qué se yo qué gases de efecto invernadero.
Samuel Goinberg había tomado otra vez ese aire nuevo de seguridad. Explicaba con elocuencia apenas interrumpida para apurar un trago largo de vino y seguir pontificando con una determinación que no se le conocía. Tenía un cierto aire de terrorista reivindicando sus ideas. Llenó las copas de nuevo y prosiguió:
-¡Una masa el vino! Y es otro ejemplo de consumo responsable. No por la cantidad, sino por el género en sí. Tomar vino refleja un compromiso firme con el protocolo de Kioto, mi viejo. A ver quién es el hijo de puta que viviendo en la Argentina, donde todavía tenemos buenos vinos a precios razonables, se pone a escabiar whisky. Y no porque el whisky importado sea demasiado caro y el nacional una mierda, no lo digo por eso. Lo digo porque el proceso de destilación chupa energía a lo bobo, muchísima más energía que el de fermentación, que es el proceso que nos brinda esta maravilla- dijo moviendo la copa en círculos, para que el vino baile- ¡Una masa el vino!
-Ah, era por eso que el ruso nunca ofrecía whisky- informó el petiso, pero Samuel Goinberg no lo escuchaba; revoleaba su copa, olía y bebía, y el movimiento de su mano era a veces tan fuerte que en el balanceo de la copa caían buenas cantidades de vino hacia los lados, cosa que apenas le preocupaba. Estaba entusiasmado y con ganas de exponer sus ideas. Y de seguir bebiendo, aparentemente. Bebía a una velocidad insospechada. Y volvía a servirse, tras comprobar que las copas de sus amigos permanecían llenas, y a revolear la copa, y a oler el contenido. Parecía también como si se revoleara a sí mismo. Y exaltaba las bondades del vino, arrastrando algunas palabras que le daban pelea. Es decir, ya estaba en pedo.
-Chupar vino en vez de whisky, viejo, supone un gran ahorro energético. Y en este caso concreto no sólo no hay una pérdida apreciable de bienestar ¡campaneáme la frase! que suele ser mi vara para medir hasta dónde ahorro, sino que significa incluso una notable mejora. Un alza evidente en el nivel de vida. ¿Te das cuenta? No vas a comparar un destilado repugnante con este delicioso elixir, loco. Por eso te digo, hay que aprender a vivir de otra manera. A cuidar lo que tenemos.
-¿Por eso las velas?- preguntó Margarita -¿para no gastar luz?
-Efectivamente. Y dan una iluminación copada. También fijate que están junto a los espejos, para que reflejen la luz; para usar menos velas, en definitiva.
-Qué fenómeno el ruso- dijo el petiso Robledo- ¡lo tiene todo calculado!
-Si hiciera falta luz las prenderíamos, boludo. No me preocuparía. Pero con estas velas se está estupendamente bien. Una iluminación cálida, romántica, agradable. Incluso casi ni nos damos cuenta cuando le manoteás el ganso al Negro, Robledo.
-Ah, mirá qué bien- se ofendió el petiso- el chiste fácil, la ofensa gratuita...
-No lo hago de amarrete: si necesitáramos más gastaríamos más. Pero decime, quién quiere enchufar un equipo de audio teniendo al piano a Margarita. Seguimos ahorrando energía y seguimos subiendo de nivel. ¡Ni los ricos tienen en sus mansiones, cada viernes, un pianista a la altura de Margarita como nosotros, viejo! Y para mí sigue siendo algo extraordinario a pesar de la regularidad. Estoy muy contento de vivir de esta manera y valoro muchísimo todas estas cosas- apuró de un trago largo el último culo de su copa y remató- Así que quiero cuidarlas. Si no terminamos siendo como esos forros que van a la montaña con un aerosol y en un paraje natural te clavan una pintada “Acá estuvo Carlitos”. Me enferman esos pajeros. Y fue más o menos lo que hicimos todos hasta ahora.
Los muchachos se quedaron en silencio. El ruso descorchó otra botella pero ya no se sirvió. La dejó abierta sobre la mesa y dijo:
-Estuve pensando mucho en el tema estos últimos años. Se me ocurrieron varias estrategias para achicar el impacto de todo lo que consumimos. En estas reuniones pusimos en práctica unas cuántas, reduciendo la huella ecológica prácticamente a nada. Si no fuera por los pedos de Margarita, la emisión de Gases de Efecto Invernadero durante la noche de los viernes en esta casa de Villa Crespo sería nula, pero no la culpo porque toca el piano que es una delicia.
-No, a mí me parece bárbaro- interrumpió el Negro José- pero no sabía nada, ruso. Disculpá por lo de los puchos. Estoy de acuerdo en que hay que cuidar mejor todo, sabés. Es una actitud muy noble. Una virtud cristiana, incluso: el espíritu de pobreza.
-¡Y el que viene a recomendarla es el ruso!- se río el petiso.
-Naturalmente, Robledo: somos occidentales y cristianos- explicó Samuel Goinberg mirando su reloj pulsera.
-Bueno, muchachos, el tema da para mucho más, pero yo voy a tener que abandonarlos porque en un rato sale mi vuelo. Si lo necesitan pueden recurrir con absoluta confianza al estante de los vinos, yo voy a ir arrancando para el aeropuerto, no vaya a ser cosa que además de borracho llegue tarde.
-¿A dónde te vas, ruso?
-A Copenhague, a ver qué podemos hacer. Espero dormir un poco en el viaje. No debí haber tomado esta última copa, che. No me siento del todo bien... Chicos, me las tomo. Si quieren quedarse hasta que vuelva no pasa nada. Pero si se van, por favor, hagan la gauchada: que el último apague la luz.

***

3 comentarios:

Juan Carlos Pulastrón dijo...

"Y exaltaba las bondades del vino, arrastrando algunas palabras que le daban pelea. Es decir, ya estaba en pedo"
Yo creo que ahí está la clave de todo. Y cierra bastante bien, por cierto.

jaime dijo...

Muy bueno el Ruso! bueno, los deno y me voy a comprar unas velas... y un buen vino, claro.

Anónimo dijo...

yo al petiso lo conosco