Estaba a punto de pasar de nivel cuando se acordó de los zapatos. Fue como un flash, una iluminación repentina que lo volvió al mundo de todos. Rápidamente miró el reloj y se asustó al comprobar lo tarde que era. Nervioso, apagó la play station, recogió precipitadamente la bolsa de papas fritas, sopló sobre la mesita para hacer volar las migas, abrió las ventanas y empezó a revolver en la caja de herramientas. A medida que avanzaba en su búsqueda iban quedando en el suelo, a sus alrededor, destornilladores, frascos con clavos y tuercas, una cinta métrica, la tenaza, un paquete de tacos fisher, rollos de cable, cinta aisladora, el martillo, los alicates y la maza. Un estúpido gesto de alegría o de acierto interrumpió la seriedad del momento al salir su mano de la caja sosteniendo un pomo de pegamento. Diligente cruzó la sala con el tubo en una mano y un par de zapatos en la otra. Cumple dieciséis en mayo, una edad difícil.
Actuando a toda velocidad, ha separado un poco la suela y ha desparramado el adhesivo de contacto por las dos superficies. Tenía la lengua afuera en gesto de concentración cuando sintió la puerta de calle.
-Hola, ma.
-Qué tal, Aníbal ¿cómo estás?
-Todo bien.
Julia entraba empapada -secándose la cara se echó hacia atrás el pelo como pudo, ya que unas bolsas colgando del codo entorpecían sus movimientos- desensillaba descargando un bolso grande sobre la mesa, un par de bolsas de supermercado, el abrigo.
-Se me hizo tardísimo, amor- dijo enderezando para el baño. Aníbal oía desde la sala que su madre debía volver a salir. Corriendo.
–Ahora tengo que salir corriendo de nuevo… -gritaba- …no podía caer en peor día la cena dichosa…
Anibal no decía nada. Se afanaba meticulosamente en su tarea. Preocupada por no llegar demasiado tarde a la importante reunión de trabajo, ella no había reparado aún en la actividad de su hijo. Ya en la cocina, mientras se servía un vaso de agua, tuvo la idea lamentable de asomarse al lavadero.
-Aníbal ¿no viste cómo llueve?– preguntó algo molesta- ¿no se te ocurrió descolgar la ropa del tendedero?- Una voz estúpida le contestaría desde la sala con otra pregunta:
-¿Está lloviendo?
-¡No, qué va a llover! ¡es que me encanta meterme en la fuente antes de volver a casa!
-Bueno, ma, no me di cuenta.
-No, si yo no sé por qué me sorprendo- dijo encerrándose de un portazo en su habitación.
Se creía única en su desdicha, condenada a criar un pelotudo. No sospechaba que eran cosas de la edad, que todas las madres pasan por esta desgraciada situación. Se cree que con el tiempo, a veces, llegan a ser hombres normales, hombres como el resto de su especie, hombres que ríen, lloran, gesticulan. Pero ella aún no lo sabe. Intenta por lo tanto –resignada- calmarse un poco. Se ha vestido de prisa. Al salir de la habitación, terminando de secarse el pelo con una toalla de manos, intenta un acercamiento.
-Ay, amor, no sabés el día que llevo. Me encantaría quedarme con vos a ver una peli, aunque sea echarme un ratito en el sofá, pero mirá la hora que se hizo.- Mientras habla da vueltas por la casa, saca algunas cosas del bolso grande y las pasa a una cartera más pequeña que combina con la ropa que ahora lleva, se mira en el espejo, se quita los anteojos, se arregla el pelo con ambas manos. –Dos minutos para cambiarme y al ruedo otra vez- se lamenta. Y enseguida ríe: –No termino de llegar y ya tengo que empezar a irme… ¿Qué tal te fue con los zapatos?
-Estoy en eso, ma.
-¿Estás en eso?- se acerca preocupada- ¿A las diez de la noche?- lo mira seriamente- ¡todo el día al santo pedo y lo dejás para última hora! una cosa, ¡una sola cosa que te pido! Me voy a las ocho de la mañana, vuelvo a las diez de la noche… ¡y no la hiciste!
-Pero la estoy haciendo, ma… -Ella lo mira seria. Él trabaja nervioso.
-La estás haciendo. ¡La estás haciendo!- repitió quitándole de un tirón uno de los zapatos, estudiándolo con detenida decepción -¿Y yo me voy a la cena en alpargatas, pajarón?
-Lo había hecho antes, pero como hay que dejar secar, recién me di cuenta que no habían pegado- mintió Aníbal. No sólo no sabía pegar zapatos, tampoco sabía mentir. No sabía nada de nada, y para peor empezaba a enojarse -¡Este pegamento es una mierda!- dice, volviendo a separar la suela, fingiendo indignación. –¡Y qué querés con este pegamento de mierda, mamá!
-Lo que quiero, ¡lo que quería era que me arreglaras los zapatos!. Pero no, se ve que hacen falta mucho más de diez horas para pegar un zapato… Dame, dame acá. ¡No se te puede pedir nada! Ya lo hago yo que no hice un carajo en todo el día- dice, sacándole el pomo de las manos con cierta violencia maternal. Permanece en silencio durante tres segundos, mientras lee en el tubo el modo de empleo. Sólo tres segundos. Y al cabo, con irónica dulzura, pregunta:
-A ver, decime, amor, ¿vos leíste las instrucciones?
-Sí, ma, claro.
-Ah, ¡claro! las leíste…
-Sí.
-lo de esparcir el adhesivo por ambas caras a pegar formando una capa uniforme ¿no?
-Si, mamá, ya lo leí…
-Ah, ya lo leíste…
-Pero sí, sí… - Aníbal se impacienta un poco y estira bastante la última i.
-¿Y a vos te parece que eso es una capa uniforme, pelotudo? Contestame ¿Te parece una capa uniforme?
Anibal –acorralado- se encierra en su habitación y Julia –un poco triste- se pregunta si no está siendo demasiado dura con él.
-Pensar que de chico quería ser centrojás- se lamenta Julia, creyendo que el centrojasismo es una rama de la ingeniería electrónica. Después llama al anfitrión para avisarle que surgió un problema de última hora, que no creía que pudiera llegar, que empezaran, nomás.
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