martes, 17 de marzo de 2009

Adolescencia


Estaba a punto de pasar de nivel cuando se acordó de los zapatos. Fue como un flash, una iluminación repentina que lo volvió al mundo de todos. Rápidamente miró el reloj y se asustó al comprobar lo tarde que era. Nervioso, apagó la play station, recogió precipitadamente la bolsa de papas fritas, sopló sobre la mesita para hacer volar las migas, abrió las ventanas y empezó a revolver en la caja de herramientas. A medida que avanzaba en su búsqueda iban quedando en el suelo, a sus alrededor, destornilladores, frascos con clavos y tuercas, una cinta métrica, la tenaza, un paquete de tacos fisher, rollos de cable, cinta aisladora, el martillo, los alicates y la maza. Un estúpido gesto de alegría o de acierto interrumpió la seriedad del momento al salir su mano de la caja sosteniendo un pomo de pegamento. Diligente cruzó la sala con el tubo en una mano y un par de zapatos en la otra. Cumple dieciséis en mayo, una edad difícil.

Actuando a toda velocidad, ha separado un poco la suela y ha desparramado el adhesivo de contacto por las dos superficies. Tenía la lengua afuera en gesto de concentración cuando sintió la puerta de calle.

-Hola, ma.

-Qué tal, Aníbal ¿cómo estás?

-Todo bien.

Julia entraba empapada -secándose la cara se echó hacia atrás el pelo como pudo, ya que unas bolsas colgando del codo entorpecían sus movimientos- desensillaba descargando un bolso grande sobre la mesa, un par de bolsas de supermercado, el abrigo.

-Se me hizo tardísimo, amor- dijo enderezando para el baño. Aníbal oía desde la sala que su madre debía volver a salir. Corriendo.

–Ahora tengo que salir corriendo de nuevo… -gritaba- …no podía caer en peor día la cena dichosa…

Anibal no decía nada. Se afanaba meticulosamente en su tarea. Preocupada por no llegar demasiado tarde a la importante reunión de trabajo, ella no había reparado aún en la actividad de su hijo. Ya en la cocina, mientras se servía un vaso de agua, tuvo la idea lamentable de asomarse al lavadero.

-Aníbal ¿no viste cómo llueve?– preguntó algo molesta- ¿no se te ocurrió descolgar la ropa del tendedero?- Una voz estúpida le contestaría desde la sala con otra pregunta:

-¿Está lloviendo?

-¡No, qué va a llover! ¡es que me encanta meterme en la fuente antes de volver a casa!

-Bueno, ma, no me di cuenta.

-No, si yo no sé por qué me sorprendo- dijo encerrándose de un portazo en su habitación.
Se creía única en su desdicha, condenada a criar un pelotudo. No sospechaba que eran cosas de la edad, que todas las madres pasan por esta desgraciada situación. Se cree que con el tiempo, a veces, llegan a ser hombres normales, hombres como el resto de su especie, hombres que ríen, lloran, gesticulan. Pero ella aún no lo sabe. Intenta por lo tanto –resignada- calmarse un poco. Se ha vestido de prisa. Al salir de la habitación, terminando de secarse el pelo con una toalla de manos, intenta un acercamiento.

-Ay, amor, no sabés el día que llevo. Me encantaría quedarme con vos a ver una peli, aunque sea echarme un ratito en el sofá, pero mirá la hora que se hizo.- Mientras habla da vueltas por la casa, saca algunas cosas del bolso grande y las pasa a una cartera más pequeña que combina con la ropa que ahora lleva, se mira en el espejo, se quita los anteojos, se arregla el pelo con ambas manos. –Dos minutos para cambiarme y al ruedo otra vez- se lamenta. Y enseguida ríe: –No termino de llegar y ya tengo que empezar a irme… ¿Qué tal te fue con los zapatos?

-Estoy en eso, ma.

-¿Estás en eso?- se acerca preocupada- ¿A las diez de la noche?- lo mira seriamente- ¡todo el día al santo pedo y lo dejás para última hora! una cosa, ¡una sola cosa que te pido! Me voy a las ocho de la mañana, vuelvo a las diez de la noche… ¡y no la hiciste!

-Pero la estoy haciendo, ma… -Ella lo mira seria. Él trabaja nervioso.

-La estás haciendo. ¡La estás haciendo!- repitió quitándole de un tirón uno de los zapatos, estudiándolo con detenida decepción -¿Y yo me voy a la cena en alpargatas, pajarón?

-Lo había hecho antes, pero como hay que dejar secar, recién me di cuenta que no habían pegado- mintió Aníbal. No sólo no sabía pegar zapatos, tampoco sabía mentir. No sabía nada de nada, y para peor empezaba a enojarse -¡Este pegamento es una mierda!- dice, volviendo a separar la suela, fingiendo indignación. –¡Y qué querés con este pegamento de mierda, mamá!

-Lo que quiero, ¡lo que quería era que me arreglaras los zapatos!. Pero no, se ve que hacen falta mucho más de diez horas para pegar un zapato… Dame, dame acá. ¡No se te puede pedir nada! Ya lo hago yo que no hice un carajo en todo el día- dice, sacándole el pomo de las manos con cierta violencia maternal. Permanece en silencio durante tres segundos, mientras lee en el tubo el modo de empleo. Sólo tres segundos. Y al cabo, con irónica dulzura, pregunta:

-A ver, decime, amor, ¿vos leíste las instrucciones?

-Sí, ma, claro.

-Ah, ¡claro! las leíste…

-Sí.

-lo de esparcir el adhesivo por ambas caras a pegar formando una capa uniforme ¿no?

-Si, mamá, ya lo leí…

-Ah, ya lo leíste…

-Pero sí, sí… - Aníbal se impacienta un poco y estira bastante la última i.

-¿Y a vos te parece que eso es una capa uniforme, pelotudo? Contestame ¿Te parece una capa uniforme?

Anibal –acorralado- se encierra en su habitación y Julia –un poco triste- se pregunta si no está siendo demasiado dura con él.

-Pensar que de chico quería ser centrojás- se lamenta Julia, creyendo que el centrojasismo es una rama de la ingeniería electrónica. Después llama al anfitrión para avisarle que surgió un problema de última hora, que no creía que pudiera llegar, que empezaran, nomás.

*

viernes, 6 de marzo de 2009

Excusas baratas


Era Septiembre. (Si viviera en Buenos Aires podría haber arrancado como el poeta, diciendo que era del año la estación florida etcétera). Burattini me convenció de que escribiera un blog y entonces empecé a publicar estos apuntes. Lo hacía mensualmente porque –ya lo he dicho y lo sostengo pese al abucheo general de mis amigos- soy el último hombre sin Internet. Durante el mes tomaba algunas notas, las revisaba y, llegada la fecha, hacía un resumen y las colgaba. Como herramienta de acceso a Internet sigo usando la buena voluntad de mis vecinos, que dejan sus redes abiertas permitiéndome de este modo que las aproveche sin que ello pueda considerarse delito alguno. Para conseguir tal propósito debo acercar un banquito a la ventana abierta, poner sobre él el canasto de la ropa sucia y apilar tres tomos de una enciclopedia hasta lograr la altura adecuada. Tomo la precaución de cerrar la cortina para que los abonados no sospechen la maniobra. Entonces -si hay suerte- cacheteo red. Si no salgo al living, y si tampoco agarro en el living, siempre nos queda el balcón, la opción más segura. Es un poco incómodo, debo reconocerlo, pero no tanto como cogerse una gorda en un fitito.


Me acuerdo que a partir de mi primer “post” excursioné por otros blogs, a ver de qué se trataba el asunto, y supe que había un montón de gente que había elegido, desde hacía años, esta forma de publicación. Otra vez había llegado tarde a la revolución. Pegué onda con Unverto, el loro, quien –aunque esto sea más digno del blog de Pomell, me siento en la obligación de alcahuetearlo- ahora pide el documento para dejarnos pasar si queremos visitarlo. También supe que el éxito de los blogs se mide en cantidad de comentarios, de donde se deduce que éste –por mucho que lo llamemos bloc- es un fracaso quizá no absoluto pero sí bastante rotundo. Sin embargo, hay otra forma de éxito a la que este tipo de estadísticas son ciegas, y es el contenido de los comentarios. Desde hace algún tiempo y cada vez que me retraso un poco en actualizar, algunos comentaristas empiezan a exigir un texto nuevo. “¿Para cuándo un nuevo relato?” pregunta imperturbable, seis veces al día, el hincha pelotas de Hollywoodencasa. “¿No te estás demorando mucho en postear?” indaga con saña el culiado de Unverto. Y a mí me gustaría contestarles “Por qué no se van a la puta que los parió, dejen vivir en paz”, pero no, hago una parada estratégica en una plaza antes de entrar a laburar y pienso: “¿Sobre qué escribo?”. Porque esos comentarios inquisidores revelan que hay alguien por ahí que cada tanto abre el bloc y se desilusiona si no encuentra un apunte nuevo. Hay alguien por ahí que está esperando al equilibrista, posiblemente para ver si se rompe de una vez el alma cayendo desde las alturas, pero de cualquier modo interesado en ver cómo, por qué.

-Ya sé- me digo en la plaza- voy a poner una foto de Francisco Correa y un epígrafe: “El Juez Garzón lo investiga. Lo que sorprende es que no lo hayan investigado antes, con la pinta de garca que tiene”.

Pero enseguida me doy cuenta que eso entraría más en el estilo de Pomell. ¿Me estaré convirtiendo en un alcahuete? Ya es la segunda vez en un ratito. Así que desecho la idea y me pongo a pensar algo más acorde a lo que hace el equilibrista. Indago por lo tanto en su alma y reconozco que tan sólo piensa en tres cosas: en primer lugar sexo, en segundo algún dato para la cuarta de mañana en el hipódromo de Palermo, y en tercero –bastante lejos- la música, “esa misteriosa forma del tiempo”. Dicho lo dicho, pasemos ahora a la materia que solemos abordar aquí y merced a la cual han llegado todos ustedes a este sitio: la metafísica pura. El tema que hoy nos ocupa es el Tiempo.

Es por todos sabido que en la actualidad la Esperanza de Vida del Hombre es de 103 años, aunque en los fumadores se reduce a 101. Y sin embargo todavía nos parece poco. “La vida es muy corta”, le cuenta un jovino en la propaganda de Coca Cola a un recién nacido. El jovino tiene 102 pirulos. Y para peor es mallorquín. “Araca que el tiempo pasa”- alertan los tangos desde las radios porteñas. “Puta que lo parió, ya son las cinco y media” se alarma el equilibrista e interrumpe esta nota para hacerse un sanguchito. El tiempo, queridos amigos, pasa volando. Pero si lo miramos con cierta perspectiva histórica comprenderemos que se trata de un mal relativamente nuevo.

Remontémonos algunos siglos atrás: en estas tierras que habito, los visigodos más ancianos rasguñaban los cincuenta años de edad. Nunca los cumplían. Y la vida entonces no les parecía corta en absoluto. Estaban hasta los huevos ya, se volvían locos. Imagínense que pasaron más de dos terceras partes de su historia sin lo que sería el hallazgo más importante de este pueblo, logrado recién a finales del siglo once: el cuchillo jamonero. Hay noticias de que a mediados de siglo se habían conseguido resultados más o menos satisfactorios, pero de todas maneras muy lejos aún de lo que sería el prototipo definitivo. El pueblo ibérico debe el invento a un humilde ciudadano cuyas señas se perdieron pero a quien la historia recordará siempre por su apodo, “Manolo”. Dada la energía empleada que ahorraba la novedosa herramienta en el consumo del jamón, la Esperanza de Vida logró estirarse bastante, llegando a clavarse en los 50 años. Y ahora sí, algunos empezaban a cuestionarse si la vida no era demasiado corta. De cualquier forma eran casos aislados, se trataba de los inconformistas de siempre.

No hace falta irse tan lejos. Hace menos de veinte años yo esperaba pacientemente las cartas de mi familia que tardaban unos tres o cuatro meses. Mientras tanto iba viviendo. Sabía, al contestarlas, que la próxima carta tardaría al menos medio año en llegar. No me sentaba a esperarla, aprovechaba para ir haciendo cosas.

Con las comunicaciones instantáneas la vida se fue acortando. No tenemos tiempo de vivir entre una pregunta y otra. Me cuelgo a la ventana, abro el Messenger y pregunto: -¿cómo estás? E inmediatamente me contestan: -bien. De acuerdo al viejo sistema, yo mandaba mi pegunta –cómo estás- y tenía seis meses para ir haciendo cosas hasta que llegara la respuesta –bien. Y si se les ocurría preguntar -¿y vos?- Me estaban dando seis meses más. Era un sistema que para cosas urgentes resultaba insuficiente, lo admito, pero para las boludeces para las que se usa el Messenger era mucho mejor, te dejaba mucho tiempo libre. Ahora, en cambio, necesitamos respuestas inmediatas. Lo tenemos todo ahí, al alcance de un clic. Y nos desesperamos cuando las respuestas no llegan inmediatamente.

Yo por lo general me conecto una vez cada quince días. A veces más, a veces menos. Intento chequear el correo, busco dos o tres cosas en las que pensé en la semana, si la conexión es buena trato de bajar algo de música y leo los comentarios del blog.

-¡Qué bueno, ya van ocho!- me alegro.

A veces también publico.

Y por cosas como ésta es que me resisto todavía a contratar mi línea de Internet. Si lo chequeara todos los días iría viendo aparecer los comentarios de a uno, con alegría pero también con impaciencia; me desesperaría si algún blog que leo llevara más de dos días sin actualizarse; me calentaría porque fulano no me contesta ese correo electrónico. Sin contar que perdería mucho el tiempo con boludeces, qué se yo, encontrando la etimología de la palabra “canuto”, buscando aquel concierto tan bueno de Michael Jackson en Isidro Casanova o descargando porno coreano en versión original subtitulada. Mediante el sistema actual de garroneo, en cambio, me conecto una vez cada tanto, hago las cuatro cosas que quiero hacer y después me voy a ver si vivo un poco, que la vida es muy corta.

Ya ven que no es que no tenga ganas, ni que ande corto de tiempo. El tiempo, acabamos de verlo, es subjetivo. En lo que fallo es en la organización. Debería organizarme, me repito cada mediodía, mientras preparo el desayuno. Ese es mi punto flaco: soy muy desorganizado. Aún así voy haciendo algunas cositas. Cambié los foquitos de la cocina, por ejemplo. Conseguí craquear el acceso al blog de Unverto, también, pero no actualizó (ya les avisaré cuando lo haga). Incluso estoy terminando una nota para el equilibrista, fijate. Pero más que nada –lo confieso- ando muy entretenido con mis chiches nuevos.

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