miércoles, 5 de marzo de 2014

FANTASMAS







Apareció por fin mi disco de Fantasmas, una serie de canciones compuestas tras el primer desengaño -¿quién no vivió un amor eterno que acabó?- que permanecieron inéditas desde 1999 hasta hoy. Yo tendría que escribir ahora una entrada al respecto, pero con los años uno se vuelve diatónico, pelado y haragán. Ya casi no entiendo estas canciones que me fueron saliendo en noches de insomnio, cuando todavía tenía pelo. Apenas me queda -tal vez- el consuelo de cantarlas. Afortunadamente uno ha tomado la precaución de hacer grandes amigos que en momentos como este le sacan las papas del fuego. Burattini, por ejemplo, que hace unos días, tras volver a oir estas viejas canciones, compuso un texto lindísimo, desproporcionado en su generosidad hacia mí, que reproduzco a continuación y que desde luego ya forma parte del disco, de esta concepción nueva del disco, el que hoy escuchamos sonriendo, con alguna indulgencia y con la ternura de quien se mira en el recuerdo y casi no se reconoce. Gracias.

Hace años había una plaza en Palermo y estábamos nosotros. Cantábamos canciones, bebíamos y aprendíamos a vivir. Escribí había y es solo un ejercicio de nostalgia porque la plaza todavía está. Enrejada, rodeada de modernidad y diseñadores de alguna cosa, pero está. Lo que no está es aquel tiempo, ni tan memorable ni tan lejano, ni aquellos que éramos, un pedazo homeopático de estos que somos, hoy desparramados alrededor del orbe; Ese tiempo dejó lo que dejan los años que pasan: recuerdos de juegos, de dudas, de fotos imaginarias, de canciones, de versos torpes, de días y de amores (de los necesarios y de los contingentes), y amigos, sobre todo, dejó amigos. 


No sabíamos nada de quereres ni de nada, mas o menos como ahora, pero todo era sorprendente y hasta el amor parecía una aventura digna y no una negociación adulta de complicidad y silencios. Éramos hermosamente adolescentes. Fumábamos, leíamos, aprendíamos a coger y a mentir, hacíamos largos viajes en autobuses destartalados y carreteras deshechas, dormíamos a la intemperie, desayunábamos mate cocido y hablábamos de Rimbaud, Artaud, el simbolismo, el surrealismo, Discepolín, Bochini, el Beto Alonso, Rojitas y Spinetta como si supiéramos. La laguna de Chascomús era el mar de los sargazos donde imaginábamos figuras impronunciables en las nubes. Eran también horas de reclutar filias y fobias para el día que fuéramos adultos, creyendo en ese momento que moriríamos de pie y luchando sin oír a los mayores que nos advertían que venderíamos al más rápido y, casi siempre, peor postor lo que jurábamos nunca iríamos a comprar. Y que ese país no iba a cambiar jamás, decían también.


Entre aquellos prototipos de tiempos y de farsantes había alguno con los pies en la tierra y el verbo mucho más allá de nuestro alcance. Uno que hablaba de Cortázar, Spinetta y Arlt, incluso del Burrito Ortega, sabiendo de lo que hablaba. Uno que tenía un don y miraba al mundo de reojo silbando un tango y bajando botellas de Legui con la misma velocidad que levantaba faldas. 


Hace unos días, atravesando años, océanos y madureces inmaduras, aterrizó en este invierno boreal, en la petit soledad de mis mañanas de mate y radio, el disco de “Fantasmas”. Fue una sensación de abrazo cálido de antaño como cuando apareciste vos, delicada entre la multitud, después de tiempo sin vernos. Pero esa es otra historia. 


Quien lea esto no sabe de qué hablo. Es lógico porque, a pesar de que tarareo cada una de sus melodías desde que era más arrogante y valiente que ahora, hace ya mucho tiempo, “Fantasmas” nunca fue editado. Devino en un secreto más por pereza que por elitismo. Pocos lo conocimos y se convirtió en una comunión, un guiño cómplice, una contraseña en el “9 reinas” de nuestras vidas. Fue, azarosamente, un asado en “la casa de los viejos” en Palermo cuando los años ausentes nos devolvieron una noche hermosa de verano, un vino a deshoras en Barcelona; una tarde mil años después en la pieza de Aráoz, una soledad a grito pelado a la luna de Lima, un beso y una conversación en una lengua inventada con una pebeta que hablaba un idioma incomprensible en Granada y una despedida en Barajas. Fue, también, una exageración de hormonas y amores. Una exageración, a secas. Un abismo construido con herramientas que ya no tenemos y que no vamos a tener. Fue, fundamentalmente, un lugar donde volver porque todas las melodías que envenenan son castillos donde vivimos por siempre. Y en este disco sobran los castillos, las melodías, los venenos y las soledades, pero de las tiernas e inocentes del desamor juvenil.


Todo esto para darte la bienvenida a una de mis casas, la del barrio de las primeras torpezas atolondradas y despeinadas, al prontuario de los años adolescentes, a la plaza que hubo cuando éramos entonces nosotros. Podés quedarte y compartirla. Invitá a quien quieras. Llevala con vos y silbala en la calle. Resucitá ese tiempo en una canción y despertame de madrugada y dame el sabor de aquellos mundos. Escuchemos juntos esos versos a los que no hay que ponerles nada porque están escritos con sangre, aquella sangre. 

Mariano Burattini, 2014.

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