sábado, 26 de diciembre de 2009

Chau pucho

Mirá, para serte franco, no noto ninguna mejoría. Los profetas de la vida sana auguraban grandes beneficios. Qué se yo, a lo mejor es un poco pronto, pero ¿cuánto quieren que espere? ¿Seis años?

Hace tres semanas que no fumo y, lejos de haber agudizado el gusto y el olfato como prometen los instigadores, me agarré un catarro padre así que no huelo un pomo y de saborear no hablemos. Y menos mal, porque si casi impedido para la degustación me puse a morfar como un animal, no quiero saber lo que sería si oliera a las mil maravillas y saboreara como corresponde.

Tampoco advierto que rinda más a la hora de hacer ejercicio. Ni un uso más profundo de los fuelles. Ni menor agitación al subir los cuatro pisos por escalera hasta el departamento en el que vivo. Lo que sí he notado es que ya no tengo olor a pucho en los dedos. Un consuelo menor, si se quiere.

De cualquier modo estoy contento. Si bien todas las promesas se desvanecieron el sólo hecho de haber dejado de fumar me alegra. No porque me sienta mejor físicamente, ni porque me ahorre unos cuántos mangos, sino por haberme librado de una dependencia de muchos años. Estoy contento, más que nada, por haberme sacado una cosa de encima. Por necesitar una cosa menos.

Tres años duró el proceso, desde que decidí dejar de fumar hasta que lo logré. Tres años y varios fracasos rotundos. En esta nota explicaré cómo lo conseguí después de todo y trataré dar alguna clave para quien quiera intentarlo, pero para hablar de ello hay que rastrear el origen, hace unos meses, en una ciudad de Castilla y León, o tal vez en un patio de Palermo, en Buenos Aires, hace muchos, muchos años. Digamos tres.

Aquella tarde, en Buenos Aires, en la casa donde había fumado mi primer cigarrillo, tuve un pensamiento melancólico. Me di cuenta de que tarde o temprano mis malas costumbres iban a terminar pasándome factura, y que llegado el momento yo debería pagar esa factura con una moneda que apenas había visto alguna vez: dolor físico. A pesar de haber sido educado en la certeza de que lo terrenal no tiene ninguna trascendencia, a mí, lamentablemente y contra todo lo que yo quisiera, el dolor físico me aterra. Podría toda la gente a la que quiero morir al unísono dejándome solo por completo en este mundo, y yo escribiría un tratado filosófico. Podría mi mujer engañarme con todo el barrio, que ya me compraría yo un bandoneón y me consolaría componiendo cuatro tangos. Podrían mis hijos engancharse a las drogas duras que yo les regalaría una guitarra eléctrica y unos discos de Hendrix y pensaría que no todo está perdido. Si River se fuera al descenso y la selección Argentina quedara fuera del mundial, dos cosas que parecen muy posibles, quizá yo aprendiera las reglas del golf, o del pato, o de la natación sincronizada, y a otra cosa mariposa. Pero un simple dolor de cabeza me aniquila. A mí me duele una muela y no sirvo para nada. Un dolorcito de oído y considero el suicidio. Para el dolor metafísico tengo algunos recursos, pero para el dolor verdadero, el tradicional, el de toda la vida, soy muy maricón.

Había vuelto, entonces, de Montevideo con un dolor extraño, jodido, en el pecho, y poco me costó intuir que el cáncer tenía que ser mucho peor. No estaba dispuesto a padecerlo. Por lo menos no estaba dispuesto a alimentarlo. Supe entonces, por primera vez, que quería dejar de fumar. No me lo había planteado antes, aun conociendo los daños que provocaba en la salud. Hasta entonces yo relacionaba la palabra “cáncer” con la palabra “muerte” , pero jamás se me había ocurrido relacionarla con la palabra “dolor” hasta esa tarde. Y decidí dejarlo. A la sazón yo fumaba apenas menos de veinte cigarrillos al día. Unos diecinueve. Se me ocurrió que lo único que necesitaba para dejar de fumar era una decisión firme, y me propuse el 31 de diciembre de aquel año (2006) como mi último día de fumador. Jamás se ha tenido conocimiento de un fracaso más rotundo.

En esos días, a una hermana mía le habían prestado un librito titulado Es fácil dejar de fumar si sabes como, creo, y -juzgando que yo estaba más decidido que ella- a su vez me lo prestó. Yo estaba tan convencido de que conseguiría dejar de fumar que no me traje el cartón de cigarrillos que solía traerme siempre de Argentina. Pero el libro tampoco me fue de gran utilidad y tuve que volver a comprar puchos acá en España, mucho más feos y mucho más caros que los Parissienes. Qué bronca que me dio. Lo intenté durante un par de semanas, pero no pude aguantar un sólo día sin fumar. Aunque fuera al final del día necesitaba fumar un pucho antes de irme a dormir. Asumí finalmente el fracaso y seguí con mi vida de siempre.

Dos años después y habiendo sufrido en el interín algún otro fracaso parecido, ya con un trabajo más estable y nuevamente motivado imagino que por alguna dolencia, volví a intentarlo. El resultado, un desastre. O lo que a mí me había parecido un desastre; pero mirado con cierta perspectiva histórica, quizá no lo fuera tanto. Porque si bien a las seis de la tarde, cuando salí del laburo corrí desesperado a comprar puchos, también es cierto que había conseguido hacer todo lo que exigía una jornada normal sin fumar. Lo más difícil para mí era no fumar en las pausas de trabajo. Y aunque al salir había buscado alivio en un pucho, por lo menos ahora sabía que con algún esfuerzo era posible evitar fumar probablemente en cualquier circunstancia. Sólo que todavía no estaba en condiciones de hacer el esfuerzo.

Pero hace unos meses, de viaje con mi mujer y mis viejos por el norte de España, paramos un par de días en León. Allí hay una de las poquísimas obras que Gaudí hizo fuera de cataluña, creo. Frente a ella, en la vereda (o vedera, que también se puede y se suele, como bien ha señalado Rosencof) hay una estatua en bronce del maestro (me refiero a Gaudí, no a Rosencof) sentado en un banco público. Y a la derecha del maestro había por lo menos aquel día un puesto de chapa de la Junta de Castilla y León, donde repartían unos folletos. La más entusiasta promotora y auspiciante de mi decisión de dejar de fumar ha sido siempre mi madre. Y como es natural, también ha sido ella quien más hondamente ha sufrido desilusionada mis periódicas derrotas. Y aún teniendo motivos suficientes para abandonar la fe jamás se ha rendido, por eso ahí estaba, en el puesto de chapa de la Junta de Castilla y León que yo todavía no había visto, charlando con una chica que le había dado un folleto verde y cuadradito: una Guía práctica para dejar de fumar. No tenía intención de volver a intentarlo, así que la leí superficialmente y la guardé por si pudiera venirme bien cuando volviera a la carga. Un tipo previsor, sí. Y al final me vino al pelo, fijate.

Hará cosa de un mes leí con desazón una notificación en la que me comunicaban que me reducirían en buena medida la beca de la que gozo desde hace unos meses y que en cualquier momento se agota. En estas circunstancias, me dije solemnemente, lo importante es no perder la calma, y sacando del cajón de mi escritorio lápiz y papel me di a hacer un presupuesto. Concluí en que tenía dos opciones: o dejaba de fumar o me ponía a laburar. Naturalmente, elegí la primera.

Pero dejar de fumar no se improvisa, rezaba la Guía práctica que mi madre había conseguido aquella tarde leonina y que ahora yo repasaba conmovido, dejando escapar alguna lágrima en los párrafos más emotivos. La clave de lo que hasta ahora parece ser un éxito fue haber preparado, esta vez, una estrategia. Porque hubo un trabajo previo importante.

Suele aconsejarse el hacer una lista con los motivos que cada uno tiene para dejar de fumar, pero todo el mundo tiene más o menos las mismas razones (principalmente la salud y la guita) y ya todos sabemos bastante bien que fumar nos hace mierda, así que este paso me resulta un poco al pedo. Lo que si viene bien es planificar una fecha no muy lejana para dejar de fumar y mientras tanto identificar por qué solemos fumar, más allá de la costumbre. La guía dice: “Dejar de fumar es un proceso en el que tendrás que aprender a realizar tus actividades cotidianas sin tabaco. Es importante que sepas cuándo y por qué fumas”.

Lo más piola sería darse un margen de dos semanas, pero yo me di una sola, porque me quedaban cinco atados de puchos (compraba de a cartones, para no tener que ir todos los días). Como sea, una vez elegida la fecha (conviene que no sea muy enquilombada, claro) habrá que evitar fumar automáticamente. Porque es increíble la de puchos al pedo que nos fumamos, solamente por costumbre. Parece que no se pudiera manejar sin fumar, cuando en realidad apenas te das cuenta que estás fumando. O en cuanto salís de tu casa, ya prendés uno para caminar dos cuadras. Al pedo. Cuando tomás café ya tiene más sentido, pero en estos días previos a la gran decisión también conviene evitar esos puchos, los que están relacionados con otra actividad, porque si no cuando llegue el momento de dejar de fumar vas a tener que suspender también esas actividades. Es decir: conviene dejar de fumar un pucho ahora mientras tomamos el café que suspender pucho y café la semana que viene. Por lo menos a mí me resultó mejor.

Para estar bien pendiente de no fumar al pedo, lo que proponen es un registro diario de los cigarrillos que fumes. La primera semana anotando cuántos (uno a las once y cuarto, otro a las doce y media, etc... y al final del día contás), y la otra semana igual pero anotando también la situación y el motivo que te invita a fumar. A mí me vino al pelo porque sin ponerme límites durante esos días previos, sólo intentando no fumar automáticamente, de un atado que fumaba habitualmente pasé a fumar nueve cigarrillos el día de aquella semana que más fumé. Otra cosa que aconsejan es no aceptar invitaciones de tabaco. Es decir, si en los días previos alguien te dice “negro, vamo' afuera a fumar un puchito”, tratar de evitarlo. Fumar sólo cuándo a uno le parezca. Todo esto ayudará después, cuando sea la hora señalada. (Suenan tenebrosos órganos de viento).

Mientras tanto es bueno ir probando algunas estrategias previstas para cuando ya no fumemos, como respirar profundamente, varias veces seguidas, cuando tengamos unas ganas bárbaras de fumar. ¿Vos sabés que funciona bastante bien? Es parte del proceso para aprender a relajarnos sin tabaco, que es el objetivo fundamental.

También dicen que avises a tus amigos y familiares que decidiste dejar de fumar en unos días. Se me ocurre que el hecho de hacer público el compromiso te obliga a insistir un poco más, a encararlo con más fuerza. El día anterior al que fijamos para no volver a fumar no hay que comprar cigarrillos. Además recomiendan apartar de nuestra vista ceniceros, encendedores, fósforos y demás utensilios relacionados con el tabaco, pero fue un paso que tampoco pude respetar ya que si escondo los ceniceros, encendedores y especialmente los puchos de la bruja, podré alcanzar cierto éxito en esta empresa pero llevaría a la debacle anunciada de mi matrimonio.

Cuando haya llegado el momento habrá que hacerse cargo. Para el primer día sin fumar, la guía reserva uno de sus párrafos más emotivos: “Levántate antes de la hora habitual. Te hace falta tiempo para emprender un día importante”. ¡Qué manera de llorar con ese párrafo! ¡Es tremendo!

Dicen que no te preocupes pensando en que no volverás a fumar, que solo te preocupes de hoy. Yo discrepo. Para mí es más eficaz pensar en que si sos capaz de no fumar hoy, mañana te va a costar mucho menos no volver a fumar en la puta vida. Y es cierto. Lo jodido es el primer día. Al menos para mí, que no había pasado un sólo día sin fumar desde hacía más de la mitad de mi vida.

Que empieces el día usando los fuelles: un poco de ejercicio y respiraciones profundas. Yo ya venía haciendo ejercicio desde hace un tiempo. Supongo que ayuda, sí. También dicen que elimines por ahora las bebidas alcohólicas, el café y cualquier otra cosa que suelas acompañar con el tabaco. Pero si me diste bola y en los días previos evitaste fumar mientras tomabas café o birra, no hará falta.

Que comas alimentos ricos en Vitamina B, aconsejan. Pero no te dicen cuáles son esos alimentos. Se pueden buscar en Google o pasar directamente al próximo punto, que es hacer un poco más de ejercicio después de comer. En el punto siguiente es donde uno empieza a preocuparse: hay que empezar la práctica regular de algún deporte al alcance de tus posibilidades (estos están en pedo, quieren que todos nos parezcamos a Rocky).

Una cosa que supongo que a mí me ayudó bastante fue que el día que yo había fijado para dejar de fumar todavía tenía tres puchos en el bolsillo. Ahí los tuve todo el día. Hice un poco de ejercicio, tomé jugos naturales, busqué satisfacción y relax sin fumar, en fin, sentirme bien sin necesidad de puchos. Y lo venía consiguiendo hasta las siete de la tarde, hora en la que nos sentamos con mi mujer en una terracita de la Rambla de Poblenou a tomar un par de cervezas. Y -como un boludo que nunca he negado ser- prendí uno de los tres puchos que me quedaban en el bolsillo. Y no te das una idea de lo mal que me sentó. Me agarré un mareo de la gran flauta, sentí una especie de hormigueo por todo el cuerpo, me di cuenta de que la sangre se estaba espesando, es decir, me hizo bosta ese pucho. Después me fumé los otros dos, para no volver a tener cigarros en el bolsillo al día siguiente. Y hasta ahora no he vuelto a fumar.

Durante los primeros días es cuando más cuesta. Lo bueno es preparar alguna estrategia porque hay momentos en los que puede parecerte que te vas a volver loco. La estrategia dependerá de lo que te guste hacer, pero la cuestión es distraerse, concentrar la atención en algo que no tenga que ver con fumar. Lo peor es quedarse pensando “uh, qué garrón, estas ganas de fumar”. Hay un montón de gente que lo ha dejado y se sabe que cuesta desde un poco a bastante, pero no hay datos de nadie que se haya vuelto loco. A medida que pasan los días va costando menos, sobre todo superada la barrera del primer día.

Noté también al principio una alteración fuerte del sueño: me despertaba mil veces, algunas no conseguía volver a dormirme, por la mañana me pegaba unos madrugones que ni en la colimba, yo, que tan aficionado soy a la catrera. Duró una semana, más o menos. Supongo que era una respuesta física esperable cuando suprimí de golpe una droga que no había faltado jamás en mi organismo durante diecisiete años, si es que sólo fueron diecisiete.

Lo que todavía dura es la ansiedad. Hago deporte, respiro profundamente, tomo té de tilo y hasta whisky, pero es inútil. Y una suerte de hambre atroz e insaciable aún sin haber mejorado en absoluto mis sentidos del olfato y el gusto. Porque esa era una de las cosas sobre las que advertían: el fumador ya de por sí quema más calorías que el que no lo es, fundamentalmente por la nicotina. Cuando dejamos de fumar, además, recuperamos el gusto y el olfato, de manera que el morfi huele y sabe mejor, por lo que le entramos sin asco. Y para peor la comida actúa como sustituto del tabaco, como elemento que calma la ansiedad. Todo esto explica, chicas, esta buzarda enorme de la que me hecho acreedor en tan poco tiempo para estupefacción de todas. Pronto volveré a mi fibrosa figura de siempre, ya lo verán.

Para prevenir esta situación del todo común, los expertos aconsejan reducir la ingesta calórica, moderar el consumo de grasas, sal, azúcares y condimentos, llevar una dieta rica en vegetales y sustituir el alcohol por abundante agua y jugos naturales. Yo, personalmente, no creo que haya que ser tan fanático. Porque si no, más que algo gratificante, dejar de fumar es una tortura.

Yo prefiero cortar un poco de pan, un salamín, unos taquitos de queso, abrir una lata de paté, unas aceitunitas, descorchar una de esas botellas de tinto que estaban ahí esperando una ocasión especial y disfrutar un poco de este logro importantísimo de haberse librado del tabaco, de la necesidad maldita del tabaco.

Tres semanas sin fumar, y a mí me parece que lo vengo llevando bien. Mi mujer dice que estoy insoportable, pero creo que tenía la misma opinión cuando yo fumaba. Dice que últimamente ando irritable y con un humor de perros. Sospecha que se trata del famoso síndrome de abstinencia. En cambio no ve ninguna relación entre mi estado de ánimo y el hecho de que mi suegra esté parando en casa.

Reconozco que hay momentos en los que aun me cuesta un poco no fumar. Sobre todo durante actividades en las que solía hacerlo sin medida, como cuando hago música o mientras escribo. Antes, si me bloqueaba, salía al balcón a fumar un pucho y seguía tras la pausa. Ahora camino por las paredes.

Y un poquito por el techo, también.


***

viernes, 11 de diciembre de 2009

Bela (in memoriam)

y a su hija y mi madre, Josefina,
y a su nieta y mi hermana, Magdalena,
en la fecha de las tres.


Había visto a mi abuela hacía unos meses, en su departamento de la calle Las Heras. Sabía que no la encontraría del todo centrada, pero que me confundiera con un hermano suyo muerto varios años antes me dio un parámetro aproximado de su lucidez. Aquella tarde yo tenía veintisiete años. De su hermano no guardo ningún recuerdo, pero debía ser pelado. Siempre dí por sentado que la había confundido mi calvicie prematura. Por lo demás estaba chiquitita y dormida. Pelo blanquísimo (había abandonado el gris cuando cumplió sesenta, me acuerdo, ni un día después), la cara muy flaquita y esas arrugas imposibles que hablaban de su sabiduría ahora durmiente. Probablemente se había levantado porque habíamos ido nosotros, mi mujer y yo. Abría los ojos, decía algunas incoherencias y se dormía, pobre.

Supe de su muerte en esta ciudad en la que vivo, pero entonces sólo estaba de paso. Volvía de Andorra, de una temporada en la que había trabajado poco y esquiado mucho, y arrancaba para Menorca al día siguiente. Había venido a Barcelona a tomar el barco. Agus me había alertado unos días antes de que ya estábamos por perderla. Hacía casi treinta años que estábamos por perderla. Esa noche, en una especie de piso franco del barrio de Gràcia, revisé el correo por si había noticias. Le decíamos Bela.

Bela. Desde el único lugar desde donde el sobrenombre tenía completo sentido era siendo nieto. Cuadraba a la perfección: era la mezcla natural de su nombre (Isabel) y su condición (abuela). Yo siempre lo entendí desde ahí. Quien se lo haya puesto seguro que lo hizo pensando en nosotros, pero no nos distraigamos con especulaciones.

Dije que el día en que mi hermana me escribió diciendo que estábamos por perderla no lo consideré un mensaje demasiado revelador ya que hacía como treinta años que la situación era la misma. Lo que todavía no conté es que Bela decía tener mi edad. Mejor dicho, nueve meses más que yo. Y no por hacerse la coqueta, como esas viejas chotas que dejan de contar los años, nada que ver. Ella nunca tuvo vergüenza de envejecer ¿no digo que a los sesenta consideró que ya era una edad apropiada para dejar de teñirse el pelo?. Envejecer la tenía sin cuidado. Lo que sí le preocupaba un poco era morirse. Y más que un poco debía preocuparle bastante, porque durante casi treinta años estuvo eludiendo a la muerte con maestría. La útlima vez que la vi en Las Heras, cuando tanto le costaba mantenerse despierta, más que otra cosa me pareció que ya estaría cansada de hacer gambetas.

Decía tener mi edad porque la noche en que mis viejos se casaron -no sé si habrá habido una relación directa entre los dos hechos- tuvo un derrame cerebral que la dejó knock out. Juzgó que había muerto. Y tomó la fecha de su despertar por otro nacimiento, cosa que -admito- no resulta demasiado habitual, pero que en casa siempre dimos por cierta. Y en rigor lo parecía.

Mi abuela siempre se había caracterizado por su rectitud y su discreción. Le había tocado en suerte convivir con todo tipo de gente, de la que no siempre se podía decir cosas buenas. Ella jamás había hablado mal de nadie. Pero después del derrame se deschavó. Empezó a hablar pestes de quienes se lo merecían e incluso de otros pobres diablos que en el entusiasmo de Bela caían también en la volteada. Algunos familiares, sin ir más lejos. Familiares cercanos. Demasiado cercanos.

Y ya no se calló ni los gestos: resultaba facilísimo darse cuenta de quién no le caía bien. No volvió a hacer el más mínimo esfuerzo para disimularlo. Y sin querer me enseñó que en la gente no hay nada tan valioso cono la autenticidad.

A partir de entonces y cíclicamente, Bela iba recuperándose, alcanzaba un punto de aparente estabilidad y pronto otro derrame cerebral la estaba esperando, agazapado. Así durante casi treinta años.

Esto no fue, en absoluto, un obstáculo en nuestra relación. Muy al contrario, quizá los nietos aprendimos a valorar su compañía a raíz de su situación. Una mujer arrugada y festiva, un poco loca, capaz de recitar de memoria los párrafos más oscuros de Shakesperare ¡y en inglés! después de nosecuántos derrames cerebrales no era algo de lo que uno pudiera desentenderse así nomás.

Una mujer anciana que no se andaba con estupideces y se dejaba seducir por sus nietos menores de edad para disfrutar de una cerveza en buena compañía, por mucho que algunos tíos estúpidos se rasgaran las vestiduras hipócritamente.

Una mujer que -si a alguien se le hubiera ocurrido (como se me ocurrió a mí entonces, pero yo entonces era un crack de las ideas que jamás se aventuraba al campo práctico) ponerle una cámara enfrente- hubiese sido mucho más efectiva (y esto no es mucho decir, pero en realidad era alucinante) que cualquier programación de tv en cualquier horario, por sus genialidades espontáneas y por su gracia lenta que te iba invadiendo de a poco, y por sus remates disparatados.

Cuando yo era chico, mis amigos iban cada tanto a visitar a sus abuelas porque ellas les pasaban guita. Nosotros no. A nosotros nunca, jamás nos tiró un mango. Nunca. Hay épocas de la vida -cuando uno es pendejo, o adolescente, sobre todo- en las que está muy pelotudo, muy egoísta, sólo pensando en sí mismo. Y ni siquiera en esas épocas el hecho de que no nos diera guita fue un impedimento para que nos alegráramos de ir a verla. Ella tenía otra cosa. Uno podía escuchar sus historias durante horas y perderse treinta veces en medio del relato y no saber en ningún momento de qué estaba hablando, es cierto. Pero tenía la difícil virtud de hacerte sentir en paz. Por lo menos a mí su compañía me transmitía esa sensación. Daba la rara impresión de que después de estar con ella uno era un tipo mejor. Sólo era una impresión, claro: yo siempre seguí siendo el mismo cretino, pero reconozco que ella me enseñó a elegir mejor las canciones a interpretar.

Me acuerdo de un verano que pasamos en Moreno. Una noche ella se había ido a dormir y yo me quedé cantando y tocando la viola afuera, casi frente a la ventana del cuarto en el que ella dormía. Por supuesto ella era incapaz, en aquel momento de su vida, de quedarse en el molde cuando oía o veía algo que no le gustaba. Una característica de lo más simpática, para mí, aunque no siempre sus expectativas se correspondieran con la realidad (una vuelta se calentó porque la gente estaba tirando petardos un 31 de diciembre a las 24 hs.) Aquella noche en Moreno yo había cantado una serie de canciones que se ve que no merecieron ninguna objeción por su parte. Hasta que me puse a cantar un viejo tema de Moris, un tema que dura como veinte minutos y del que hoy no me acuerdo más que el ritmo y la secuencia de acordes. Y gracias a Bela también me acuerdo que en un momento dice “...a los amigos puedes llamar, de nada sirve”. Yo estaba cantando como había cantado mil veces esa canción y otras muchas, pero entré a oír la voz de mi abuela que a los gritos y en un tono autoritario me ordenaba que me dejara de cantar boludeces para informarme inmediatamente que los amigos son lo más grande del mundo, que no hay relación más noble que la amistad y que el valor de los amigos jamás debe ponerse en duda. Me cagó a pedos a través de la persiana. Y bien merecido me lo tenía. Por boludo, por cantar temas de Moris.

La que sí nos malcrió siempre fue Ana María, mi otra abuela. En realidad es tía abuela nuestra, pero como Mercedes murió siendo yo muy chico, ella hizo un poco su papel. “La Anciana Dama” se autodenominaba en joda cuando éramos chicos; pero ya hablaré de ella en otra nota. Hoy quería hablar de Bela.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Copenhague

-¡No, no, no!- se lamentó Samuel Goinberg viendo volver del baño al Negro José con el cenicero vacío en las manos. -¡No, viejo, no!
El Negro interrumpió su marcha y se quedó mirándolo con dos ojos redondos como platos. No entendía nada. En realidad nadie entendía nada. Hasta este punto la reunión había estado de lo más entretenida, como cada viernes en casa del ruso. Unas pocas velas sabiamente distribuidas junto a algunos espejos dando la media luz adecuada, las animadas charlas interrumpidas cada tanto por las notas cadenciosas del piano vertical, las copas llenas de vino, el ambiente agradable que logran los viejos amigos cuando se reúnen ineludiblemente al acabar la semana. Llueva o truene.
-Pero ¿de dónde los sacan a estos negros de mierda?- preguntó herido Samuel Goinberg al resto de la concurrencia que, incómoda, no sabía si estaba bromeando o si se había vuelto loco.
-¿Vos sabés la de agua que contamina un pucho? ¡Como cincuenta litros de agua, contamina, boludo! Un sólo pucho. Ahora contame ¿cuántos acabás de tirar al inodoro? ¿diez? ¿quince?- esperó un par de segundos y ordenó -Sacá la cuenta.
El pobre Negro estaba desconcertado. Era evidente que lo estaba pasando mal. Nunca antes el ruso había increpado a nadie de ese modo. Es cierto que esta noche había bebido un poco más de lo habitual, pero de todas maneras su reacción resultaba -por lo menos- inesperada. Ahora tenía al Negro a un metro y medio de distancia y lo miraba serio, a la espera de una justificación.
-¿Quinientos litros?- arriesgó el Negro, acobardado.
-¡Una punta de litros, animal!- concretó el ruso -¡Eso va al río, al mar, yo qué sé adonde va, pero contamina toda el agua que encuentra!- Desvió la mirada, se pasó una mano por la frente y, más tranquilo, explicó:
-En la basura hay que vaciar los ceniceros, querido.
Por mucho que invitara semanalmente a los suyos de manera desinteresada y disfrutara a todas luces de su papel de anfitrión, Samuel Goinberg tenía fama de tacaño. Y no sólo por su origen judío. Mas bien se la había ganado por una curiosa forma de cuidar los gastos. Y digo curiosa porque el ruso siempre había tenido buenos trabajos. Se sabía que ganaba bastante más que el resto. Y no porque hiciera alarde de ello ni nada por el estilo, pero esas cosas se notan ya desde que te dice en qué está trabajando; y el ruso siempre estaba preparando no sé qué proyecto para las más grandes empresas. Bastante más que el resto ganaba seguro. Pero no vayas a creer que se lo refregaba a los demás, no, para nada. Aprovechaba esa ventaja de diversa maneras, entre ellas agasajándolos cada viernes por la noche, en reuniones austeras pero inolvidables. Por eso resultaba inexplicable aquel celo en el ahorro, en el cuidado de las pequeñas cosas en las que sus amigos no se detenían jamás. Ni aunque estuvieran viviendo al día. El ruso se escandalizaba cuando alguien dejaga un equipo en stanby toda la noche. “Pero si gasta poquísimo, ruso”, le decían. “Pero si lo desenchufás no gasta nada” argumentaba Samuel Goinberg, vecino de Villa Crespo, treinta y cinco años de edad. Un cuidado exagerado, te diría, un celo inexplicable que recién se vino a aclarar esa noche a raíz del medioambiente, o de lo bastante que había chupado el ruso, o a las dos cosas.
La reunión se había enfriado sensiblemente y Samuel Goinberg parecía lamentarlo.
-Disculpá- dijo, dándo al Negro una palmada en la espalda, invitándolo a que se siente. Después llenó las copas con actitud penitente- Disculpá, Negro- repitió- Disculpá.
-No sabía que estabas tan interesado en cuestiones medioambientales- inquirió con saña el petiso Robledo, escondiendo una sonrisa maligna y campaneando de reojo a los demás. Flor de hijo de puta, el petiso. Uno de esos tipos que siempre se están cagando de risa del resto, que así como quien no quiere la cosa dejan caer el comentario afilado en el momento oportuno. De esos que haciéndose los boludos te pinchan, te preguntan las cosas más incómodas fingiendo inocencia. Y Andá a saber qué le pasaba al ruso que había abandonado por completo su timidez habitual adoptando un aire que no se le conocía, un aire un poco insolente, si se quiere, nada propio de su carácter por lo general introvertido.
-¿Por qué serás tan forro, Robledo?- preguntó tranquilamente Samuel Goinberg. El tono de la pregunta se correspondía con su forma de ser. Lo que no encajaba del todo era la ofensa directa. -Si querés que charlemos, antes borrate esa sonrisa pelotuda de la cara, porque si sos capaz de atenderme en lugar de estar relojeando cómo reaccionan los demás a tus comentarios, en una de esas aprendés algo, payaso.
Al petiso se le congeló la sonrisa. Los demás empezaban a preocuparse. El ruso estaba comportándose de forma imprevisible. Quizá había contraído una enfermedad terminal que le hubiera hecho replantearse su actitud ante el mundo. Quizá sacara en cualquier momento una escopeta del ropero y con su sereno tono de siempre anunciara la inevitable masacre de grupo con su posterior suicidio. Quizá solamente fueran unas copas de más. No era fácil saberlo.
-Cualquiera de nosotros, cualquiera que te conozca, puede decir que sos un tipo alegre ¿no, Robledo? Jodón... digamos festivo. Si cada uno de los que está acá tuviera que definir tu carácter en unas pocas palabras, las que más se repetirían, estoy seguro, serían gracia, joda, impertinencia, picardía, chispa... y baja estatura o enanismo. Con E, no onanismo. Bueno, a lo mejor también, pero no viene al caso. En cambio lo de tu temperamento sí: un tipo alegre. Jodón y bajito ¿no?
El petiso lo miraba serio. Desconcertado. Los demás asintieron, a la expectativa.
-Entendemos que a pesar de todo te gusta estar acá, en el mundo.
Hizo una pausa, con la mirada buscó aprobación a su alrededor y continuó:
-A mi también, Robledo. A mí también- El ruso dejó su copa en la mesa, se levantó como cansado y se puso a caminar en vueltas lentas alrededor del grupo, que permanecía en silencio. Parecía un actor de teatro en su intervención crucial, consciente de la atención que suscitaba, exagerando la pausa por puro gusto, eligiendo quizá la forma de su discurso, la menos ceremoniosa, la más efectiva. Caminaba en círculos alrededor del grupo premeditadamente, como juega el gato maula con el mísero ratón, habría dicho el tanguero.
-Y esta sola situación de gusto, de agrado- continuó -nos está exigiendo una responsabilidad. No a otros. A vos y a mí. Y a vos, Margarita, y también a vos, Negro- A Margarita no le gustó mucho ser incluida en la lista- No a los amargados que se pasan la vida hinchándole las pelotas a los demás, ni a los depresivos egoístas que sólo piensan en sí mismos. Pero sí a nosotros, a la gente común que trata de vivir lo mejor que puede y reconoce que después de todo el mundo no es un lugar tan malo.
Algunos respiraron aliviados. Lo de la escopeta en el ropero quedaba descartado. Todavía podía tratarse de la enfermedad terminal y hasta de la bebida, pero -como acababa de reconocerlo- a Samuel Goinberg también le gustaba estar en el mundo, por lo que nadie esperaba ahora que el ruso los amasijase para luego inmolarse. Menos mal.
-Ahora que sabemos que durante los últimos siglos hemos estado haciendo las cosas como el culo, quedan dos opciones: o seguimos por el mismo camino (que ya sabemos a dónde lleva) o empezamos a hacer las cosas de otro modo. Y hacer las cosas de otro modo no quiere decir sacrificar demasiado bienestar. Yo jamás me exigiría a mí mismo una ducha de tres minutos, como dice exigirse Chávez, pero si él es tan poronga ¡adelante!, a mí me parece estupendo. Ya se sabe que yo no soy ni tan dogmático ni tan revolucionario como el líder venezolano. Mi aporte es menos heroico, por supuesto, pero igualmente valioso.
El tono del ruso ya era del todo afable. Los muchachos empezaban a aflojarse, los ánimos se distendían. El petiso intentó meter otro bocado pero el ruso lo paró.
-No me rompas las pelotas, ya sé lo que vas a decir, que con razón, mirá vos, justo el ruso, Robledo. Sos más previsible que un almanaque. Pero te tengo que cortar porque no lo hago de rata, como te divierte insinuar. Ahorro por convicción, porque me parece que hay que vivir con responsabilidad. No por amarrete. Gasto menos que la mayoría de la gente y vivo igual. O mejor. Porque no gasto donde no hace falta. Si tengo que hacerme un té no caliento un litro de agua. Caliento una taza. Y ahorro agua, gas y tiempo. Y reduzco, dentro de mis posibilidades, la emisión de dióxido de carbono, o qué se yo qué gases de efecto invernadero.
Samuel Goinberg había tomado otra vez ese aire nuevo de seguridad. Explicaba con elocuencia apenas interrumpida para apurar un trago largo de vino y seguir pontificando con una determinación que no se le conocía. Tenía un cierto aire de terrorista reivindicando sus ideas. Llenó las copas de nuevo y prosiguió:
-¡Una masa el vino! Y es otro ejemplo de consumo responsable. No por la cantidad, sino por el género en sí. Tomar vino refleja un compromiso firme con el protocolo de Kioto, mi viejo. A ver quién es el hijo de puta que viviendo en la Argentina, donde todavía tenemos buenos vinos a precios razonables, se pone a escabiar whisky. Y no porque el whisky importado sea demasiado caro y el nacional una mierda, no lo digo por eso. Lo digo porque el proceso de destilación chupa energía a lo bobo, muchísima más energía que el de fermentación, que es el proceso que nos brinda esta maravilla- dijo moviendo la copa en círculos, para que el vino baile- ¡Una masa el vino!
-Ah, era por eso que el ruso nunca ofrecía whisky- informó el petiso, pero Samuel Goinberg no lo escuchaba; revoleaba su copa, olía y bebía, y el movimiento de su mano era a veces tan fuerte que en el balanceo de la copa caían buenas cantidades de vino hacia los lados, cosa que apenas le preocupaba. Estaba entusiasmado y con ganas de exponer sus ideas. Y de seguir bebiendo, aparentemente. Bebía a una velocidad insospechada. Y volvía a servirse, tras comprobar que las copas de sus amigos permanecían llenas, y a revolear la copa, y a oler el contenido. Parecía también como si se revoleara a sí mismo. Y exaltaba las bondades del vino, arrastrando algunas palabras que le daban pelea. Es decir, ya estaba en pedo.
-Chupar vino en vez de whisky, viejo, supone un gran ahorro energético. Y en este caso concreto no sólo no hay una pérdida apreciable de bienestar ¡campaneáme la frase! que suele ser mi vara para medir hasta dónde ahorro, sino que significa incluso una notable mejora. Un alza evidente en el nivel de vida. ¿Te das cuenta? No vas a comparar un destilado repugnante con este delicioso elixir, loco. Por eso te digo, hay que aprender a vivir de otra manera. A cuidar lo que tenemos.
-¿Por eso las velas?- preguntó Margarita -¿para no gastar luz?
-Efectivamente. Y dan una iluminación copada. También fijate que están junto a los espejos, para que reflejen la luz; para usar menos velas, en definitiva.
-Qué fenómeno el ruso- dijo el petiso Robledo- ¡lo tiene todo calculado!
-Si hiciera falta luz las prenderíamos, boludo. No me preocuparía. Pero con estas velas se está estupendamente bien. Una iluminación cálida, romántica, agradable. Incluso casi ni nos damos cuenta cuando le manoteás el ganso al Negro, Robledo.
-Ah, mirá qué bien- se ofendió el petiso- el chiste fácil, la ofensa gratuita...
-No lo hago de amarrete: si necesitáramos más gastaríamos más. Pero decime, quién quiere enchufar un equipo de audio teniendo al piano a Margarita. Seguimos ahorrando energía y seguimos subiendo de nivel. ¡Ni los ricos tienen en sus mansiones, cada viernes, un pianista a la altura de Margarita como nosotros, viejo! Y para mí sigue siendo algo extraordinario a pesar de la regularidad. Estoy muy contento de vivir de esta manera y valoro muchísimo todas estas cosas- apuró de un trago largo el último culo de su copa y remató- Así que quiero cuidarlas. Si no terminamos siendo como esos forros que van a la montaña con un aerosol y en un paraje natural te clavan una pintada “Acá estuvo Carlitos”. Me enferman esos pajeros. Y fue más o menos lo que hicimos todos hasta ahora.
Los muchachos se quedaron en silencio. El ruso descorchó otra botella pero ya no se sirvió. La dejó abierta sobre la mesa y dijo:
-Estuve pensando mucho en el tema estos últimos años. Se me ocurrieron varias estrategias para achicar el impacto de todo lo que consumimos. En estas reuniones pusimos en práctica unas cuántas, reduciendo la huella ecológica prácticamente a nada. Si no fuera por los pedos de Margarita, la emisión de Gases de Efecto Invernadero durante la noche de los viernes en esta casa de Villa Crespo sería nula, pero no la culpo porque toca el piano que es una delicia.
-No, a mí me parece bárbaro- interrumpió el Negro José- pero no sabía nada, ruso. Disculpá por lo de los puchos. Estoy de acuerdo en que hay que cuidar mejor todo, sabés. Es una actitud muy noble. Una virtud cristiana, incluso: el espíritu de pobreza.
-¡Y el que viene a recomendarla es el ruso!- se río el petiso.
-Naturalmente, Robledo: somos occidentales y cristianos- explicó Samuel Goinberg mirando su reloj pulsera.
-Bueno, muchachos, el tema da para mucho más, pero yo voy a tener que abandonarlos porque en un rato sale mi vuelo. Si lo necesitan pueden recurrir con absoluta confianza al estante de los vinos, yo voy a ir arrancando para el aeropuerto, no vaya a ser cosa que además de borracho llegue tarde.
-¿A dónde te vas, ruso?
-A Copenhague, a ver qué podemos hacer. Espero dormir un poco en el viaje. No debí haber tomado esta última copa, che. No me siento del todo bien... Chicos, me las tomo. Si quieren quedarse hasta que vuelva no pasa nada. Pero si se van, por favor, hagan la gauchada: que el último apague la luz.

***