domingo, 13 de septiembre de 2009

De puetas y de locos


Al decir de un equilibrista los puetas son unos vagos de mierda. Según su parecer, se rascan el higo todo el santo día, se la pasan pensando en La Belleza, Lo Eterno y Lo Sublime, y no saben hacer ni un huevo frito. Gustan de las palabras “crepúsculo”, “triste”, “pájaros”, “vino”, “alerce” y “fusil”. Muchas veces juzgan con mal gusto que en poesía hay que reemplazar “cielo” por “firmamento”. Además saben los nombres y las especializaciones de todos los dioses de la antigüedad, y los aplican a lo cotidiano como si siguieran en vigencia.

-Tor ha empezado a rugir, pelado. ¿No tendrás por ahí un paraguas que me puedas habilitar?

(Luego olvidarán devolverlo, porque están mucho más allá de estas pequeñeces terrenales que rigen la vida del hombre ordinario)

De figura enjuta, facciones demacradas, barba raída y desmelenados, es común verlos en las terrazas de los cafés bebiendo un vaso de vino sobre las once de la mañana. Este hábito -aseguran, y no cuesta creerles- no interfiere para nada en su trabajo. Aman a varias mujeres simultáneamente y consideran el suicidio cuando alguna los abandona. Por lo demás no piden nunca que les pagues el café. Lo dan por hecho.

Fundamentalmente se dividen en dos clases: vivos y muertos. De los primeros no se conoce siquiera una línea, porque afirman con la Escritura que la letra mata, sólo el espíritu vivifica. Argumentan que la Poesía debe trascender el mero ejercicio de la métrica y la rima, del verso libre o la prosa poética, del tango triste o la canción doliente, para afrontar la Legítima Obra Poética: Su Propia Vida. El verbo “trascender” lo toman ellos por “evitar”, lo que justifica el duro dictamen de un equilibrista que abrió esta página. No por nada se los llama puetas vivos.

Los otros -los muertos- trabajaron incansablemente e incluso alguna vez han formado sociedad para hacer un película taquillera sobre un tema que siempre ha tenido en vela al Ministerio de Higiene y Medio Ambiente: la suciedad de los puetas muertos. En general tienen un montón de libros a mano, casi todos escritos por ellos mismos, y es habitual que se los represente medio pelados en los afiches de los homenajes y en las solapas de las reediciones. Sus obras abarcan el teatro, la novela, el ensayo, el cuento y a veces hasta algún librito de poemas.

Vemos que para ser pueta no es necesario escribir en verso. Si te lo armás más o menos bien, ni siquiera hace falta escribir. Según muchos de ellos, el ser pueta no tiene que ver con la escritura sino con un modo particular de sentir. Sí señor, aunque parezca mentira, eso es lo que dicen. Y sin ningún pudor. “Una sensibilidad desproporcionada hacia la percepción de lo bello, que muchas veces lastima”. Increíble. No me acuerdo dónde lo leí o a quién se lo escuché, pero si la frase no es textual pega en el palo. No te preocupes, yo tampoco lo podía creer cuando lo percibí tan desproporcionadamente, pero alguien lo dijo, juro que no lo inventé yo. Y al final, te ponés a pensar, y terminan teniendo algo de razón estos desvergonzados. Fijate, si decimos un pueta, ¿en quién pensás? En Darío, en Vallejo, en Neruda, en Lorca ¿no? Yo pienso en Marechal, en Abelardo Castillo, en Raúl González Tuñón, en Celedonio Flores. Hasta en Last Reason pienso antes de pensar en Homero. O en Borges, que con su hábito de urdir endecasílabos o alejandrinos tan bien estructurados, con sus no sé cuántos libros de poemas eruditos, será mejor escritor que Filiberto, pero mucho menos pueta.

Una cualidad innata, algo que no se aprende, una forma de sentir los distingue del resto. “Una sensibilidad desproporcionada hacia la percepción de lo bello, que muchas veces lastima”. No puedo precisar de dónde lo saqué porque no tengo aquel montón de libros a mano. Es que yo -como la guitarra del mesón a la que le cantó Antonio Machado- no he sido nunca ni seré pueta.

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sábado, 5 de septiembre de 2009

Soretes de punta


En el momento preciso, se ha puesto a llover a lo loco sin que nada lo anunciara por la mañana.

Como hace mucho no me pasaba, estos últimos días estuve muy ocupado. Al principio intentando conseguir un lugar piola donde irnos a vivir. Después de varias gestiones infructuosas encontramos este departamento de la calle Pujades, en el corazón del Poblenou, para el que había unos veinte candidatos y que -por razones que están muy por encima de mi entendimiento- nos adjudicaron el lunes pasado. Y ahí sí que empecé a estar ocupado de verdad. Y lo que es peor, trabajando.

Un laburo de locos. Desde que pasamos a firmar el contrato hasta ahora no había parado un segundo. Es que para una pareja pobre y joven (él no trabaja) mudarse no es coser y cantar, aunque incluya las dos cosas. Nos dieron las llaves y arrancamos directamente para acá. Ya habíamos tomado la precaución de meter en la mochila algunas cosas imprescindibles: dos copas altas y una botella de tinto. Por suerte tenemos el Mercadona a una cuadra, así que compramos algo para picar y -ya que estábamos- escobillón y esas cosas para la limpieza, tarea a la que nos dimos inmediatamente para justificar el brindis posterior.

No sé si alguna vez les pasó, pero limpiar una casa deshabitada es un trabajo durísimo. Te encontrás telarañas en los lugares más insospechados. Y mugre por doquier. Yo no soy un hombre muy dado a barrer, limpiar los vidrios y esos menesteres. Y no porque no sepa hacerlo, ¡vaya si lo sé!. El trabajo más estable que tuve nunca fue justamente limpiar la casa de la calle Serrano en la que vivía con mi familia. Vieras lo linda que quedaba. (Y tenía dos pisos). En realidad, el motivo por el que no lo hago ni habitual ni ocasionalmente es de origen psíquico: no se me ocurre. Mirá que se me ocurren montones de cosas para hacer durante el día. Pero jamás pasar una franela, lo que parece generar en mi mujer estados de profunda melancolía. Lamentablemente y hasta donde pude averiguar, se trata de una patología crónica. Posiblemente también sea causal de divorcio, pero no quise investigar hasta ese punto.

Se imaginarán entonces lo que fue el desafío tras unos diez años de inactividad. (El cálculo es aproximado). De cama, quedé. Y eso no fue lo peor, porque al día siguiente se me ocurrió (¿ves que se me ocurren un montón de cosas?) pintar las rejas de los balcones. También tengo cierta experiencia en el asunto: la última se retrae a unos ocho años, cuando trabajé como pintor con Paco De Cajar, en Granada. Entre otras changas, pintamos íntegramente una urbanización que contaba con quince chalets de tres plantas cada uno. La palabra "íntegramente" hace referencia a paredes interiores y exteriores, puertas y ventanas, armarios, rejas y un largo etcétera. Y también un etcétera común, de los de siempre. De ahí que me haya lanzado a la aventura con una lata de esmalte sintético negro, toda fantasía, y un pincelito en ristre, todo corazón. Tampoco en este caso puede decirse que viniera bien entrenado. Las dos rejas me mataron. Y pensando en todo el laburo que falta me invade un sentimiento extraño, no sé, no diré unas ganas tremendas de cortarme un huevo, pero sí unas ganas moderadas.

A las mudanzas de las parejas jóvenes y pobres (él no trabaja) se las conoce también por el nombre "mudanza de hormiga". Primero dos copas altas, después un equipo de audio para oír chamamé mientras se labura en la casa, después cinco o seis libros y tres malvones, y así cada vez que venimos a acondicionar el piso aprovechamos el viaje y cargamos algún bagayo. Esta mañana arrancamos con algo de pilcha, el bombo legüero y una compu portátil. Estuvimos trabajando con entusiasmo hasta la hora del almuerzo: un par de sanguchitos de salame y un vasito de birra. La bruja tuvo que irse al laburo y yo me dije esta es la mía, largué las herramientas y me puse a tocar el bombo. Igual es un instrumento algo limitado, que no permite demasiadas aperturas creativas, así que me aburrí enseguida y me tuve que entretener con unos temas de electricidad bastante urgentes. Como no soy muy experto ni mucho menos correntino, siempre le tuve un cierto cagazo a la corriente, por lo que corté la luz antes de empezar a meter mano. Estaba ahí en las alturas, con la cortaplumas entre los dientes, una ficha de empalme sostenida con la zurda mientras intentaba ajustarla con la diestra mediante un destornillador demasiado grande cuando empezaron a caer, sin que nada lo anunciara por la mañana, soretes de punta. Un nubarrón de la gran flauta hizo una especie de noche anticipada. Bastante anticipada, digamos a las cinco de la tarde. La excusa perfecta.

Como en esa tiniebla ya no podía seguir trabajando di por conculida la jornada, volví a dar luz desde la general y asomado al balcón me puse a ver llover sobre los paraísos que a partir de ahora y cada mañana se sacudirán para nosotros suavemente al compás del viento, como diciéndonos ¡despertad haraganes! ¡la vida es fácil, el pez está saltando!

Y aunque ver llover es una actividad a la que me podría dedicar horas enteras sin quejarme, en esta ciudad la lluvia es una circunstancia fugaz. Entonces al ratito, cuando paró, me acordé que además del bombo legüero habíamos traído una compu y decidí aprovecharla intentando escribir algo para un equilibrista. Me hubiera gustado hacer una nota divertida, pero ya conté más arriba que para mí estos son días de mucho laburo, y ya se sabe, el trabajo y la diversión nunca van de la mano.

De cualquier forma, ya está terminada. Es una excusa, si se quiere, para justificar una posible demora o una imposible baja en la calidad de los textos. Pero también es otra cosa: es el primer texto que escribo en esta casa. Lo hago entre tachos de pintura, rollos de cables y cajas por desembalar, lo hago apurado entre una venida y una ida y termina siendo importante, porque me está diciendo que este departamento que alquilamos en la calle Pujades es, desde ya, mi casa.

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