Al decir de un equilibrista los puetas son unos vagos de mierda. Según su parecer, se rascan el higo todo el santo día, se la pasan pensando en La Belleza, Lo Eterno y Lo Sublime, y no saben hacer ni un huevo frito. Gustan de las palabras “crepúsculo”, “triste”, “pájaros”, “vino”, “alerce” y “fusil”. Muchas veces juzgan con mal gusto que en poesía hay que reemplazar “cielo” por “firmamento”. Además saben los nombres y las especializaciones de todos los dioses de la antigüedad, y los aplican a lo cotidiano como si siguieran en vigencia.
-Tor ha empezado a rugir, pelado. ¿No tendrás por ahí un paraguas que me puedas habilitar?
(Luego olvidarán devolverlo, porque están mucho más allá de estas pequeñeces terrenales que rigen la vida del hombre ordinario)
De figura enjuta, facciones demacradas, barba raída y desmelenados, es común verlos en las terrazas de los cafés bebiendo un vaso de vino sobre las once de la mañana. Este hábito -aseguran, y no cuesta creerles- no interfiere para nada en su trabajo. Aman a varias mujeres simultáneamente y consideran el suicidio cuando alguna los abandona. Por lo demás no piden nunca que les pagues el café. Lo dan por hecho.
Fundamentalmente se dividen en dos clases: vivos y muertos. De los primeros no se conoce siquiera una línea, porque afirman con la Escritura que la letra mata, sólo el espíritu vivifica. Argumentan que la Poesía debe trascender el mero ejercicio de la métrica y la rima, del verso libre o la prosa poética, del tango triste o la canción doliente, para afrontar la Legítima Obra Poética: Su Propia Vida. El verbo “trascender” lo toman ellos por “evitar”, lo que justifica el duro dictamen de un equilibrista que abrió esta página. No por nada se los llama puetas vivos.
Los otros -los muertos- trabajaron incansablemente e incluso alguna vez han formado sociedad para hacer un película taquillera sobre un tema que siempre ha tenido en vela al Ministerio de Higiene y Medio Ambiente: la suciedad de los puetas muertos. En general tienen un montón de libros a mano, casi todos escritos por ellos mismos, y es habitual que se los represente medio pelados en los afiches de los homenajes y en las solapas de las reediciones. Sus obras abarcan el teatro, la novela, el ensayo, el cuento y a veces hasta algún librito de poemas.
Vemos que para ser pueta no es necesario escribir en verso. Si te lo armás más o menos bien, ni siquiera hace falta escribir. Según muchos de ellos, el ser pueta no tiene que ver con la escritura sino con un modo particular de sentir. Sí señor, aunque parezca mentira, eso es lo que dicen. Y sin ningún pudor. “Una sensibilidad desproporcionada hacia la percepción de lo bello, que muchas veces lastima”. Increíble. No me acuerdo dónde lo leí o a quién se lo escuché, pero si la frase no es textual pega en el palo. No te preocupes, yo tampoco lo podía creer cuando lo percibí tan desproporcionadamente, pero alguien lo dijo, juro que no lo inventé yo. Y al final, te ponés a pensar, y terminan teniendo algo de razón estos desvergonzados. Fijate, si decimos un pueta, ¿en quién pensás? En Darío, en Vallejo, en Neruda, en Lorca ¿no? Yo pienso en Marechal, en Abelardo Castillo, en Raúl González Tuñón, en Celedonio Flores. Hasta en Last Reason pienso antes de pensar en Homero. O en Borges, que con su hábito de urdir endecasílabos o alejandrinos tan bien estructurados, con sus no sé cuántos libros de poemas eruditos, será mejor escritor que Filiberto, pero mucho menos pueta.
Una cualidad innata, algo que no se aprende, una forma de sentir los distingue del resto. “Una sensibilidad desproporcionada hacia la percepción de lo bello, que muchas veces lastima”. No puedo precisar de dónde lo saqué porque no tengo aquel montón de libros a mano. Es que yo -como la guitarra del mesón a la que le cantó Antonio Machado- no he sido nunca ni seré pueta.
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