domingo, 24 de agosto de 2008

LA ESTANTERÍA SUPERIOR


Hoy no, hijo mío, no jodas. Acaso debí habértelo advertido antes, pero intenta comprender que no todos los días son apropiados para saltar en la colchoneta, hundir la cuchara en el tarro de dulce de leche y escuchar los mejores discos de D’Arienzzo. Pronto sabrás que el alma, a veces, necesita de inmediato una anestesia. No jodas, hijo mío, te lo he dicho ya mil veces: hoy no. Entiende que no ha sido un gran día para papá. En casos como éste poco consuelo brinda la colchoneta. De nada servirá el compás canyengue. Ni siquiera el dulce de leche. Papá recurre entonces a la Estantería Superior. ¿En qué idioma hablo, hijo? Suéltame ya la mano y haz el favor de prestar atención. De izquierda a derecha, in cresccendo, he ordenado rigurosamente las botellas según la gravedad, digamos, de las necesidades a cubrir. Quizá hoy no le des gran importancia, pero el día de mañana, querido hijo, nunca se sabe. Deja ya de tirar de mi mano hacia la colchoneta, hoy no he tenido un gran día: Acabo de enterarme de que tu madre –Dios la perdone- se entiende con un japonés. Cosa difícil si las hay. Yo me pregunto entonces ¿con quién no se entenderá? Voy a darte una información importante, no insistas con aquello y escúchame bien. Entre tantas botellas, la intuición, la corazonada, valen casi tanto como la experiencia. Lo más importante del asunto es acertar en la elección, es escabiar del brebaje adecuado. Allí al final, a la derecha, tras la última botella, está el nudo con el que se ahorcó tu abuelo Hipólito. Quiera Dios que no lo precisemos nunca.

lunes, 4 de agosto de 2008

ANOTACIONES DE JULIO

Martes.

La riqueza del idioma- Es hermoso comprobar cómo van surgiendo las palabras a medida que uno las necesita. En el hablar cotidiano, habitualmente uno maneja un número más bien limitado de palabras, pero cuando un pensamiento nuevo necesita ser expresado, surge -de manera maravillosa y espontánea- el término adecuado, preciso, para expresarlo. Yo, por ejemplo, hasta que mi suegra no vino a vivir con nosotros, jamás había pensado en la palabra “defenestración”.

Miércoles

Soy de los más entusiastas defensores del reciclaje de basura. Es cierto que me costó aceptarlo, pues me negaba a trabajar gratis para que otros hagan el negocio. Para mejor, quienes se enriquecían con nuestro trabajo eran los que más estropeaban el mundo con otros de sus negocios. Pero supongo ahora que aún así, de algún modo ganamos todos.

Uno se pregunta, cada diez días, por qué debe bañarse en cinco minutos con el fin de ahorrar diez litros de agua cuando en la fábrica en la que trabaja se desperdician hectolitros diarios, por negligencia de los dueños. ¿Por qué motivo debería uno acortar la ducha hasta convertirla en una especie de tortura, si en el complejo en el que se desempeña riegan todos los días las canchas de golf durante cuatro o cinco horas? ¿Con qué cara me piden que ahorre yo energía cuando en el hotel en el que trabajo los equipos de aire acondicionado funcionan incesantemente las 24 horas, aunque los ambientes estén vacíos? (No mencionaré los regadores de la Gran Vía, especialmente a la altura del distrito de Sant Martí, que desde el pasto apuntan a la calle, ya que se trata –sin lugar a dudas- de la obra de un melancólico).

La respuesta es simple. Los dueños de la batuta no van a cambiar ni sus métodos ni sus costumbres. Sus métodos les dan los medios para vivir de acuerdo a sus costumbres, de otra manera –para ellos- el mundo no tendría sentido. Y como no van a hacer nada, nos toca hacerlo a nosotros. Por eso lanzan campañas para concienciarnos. Aunque ellos sigan despilfarrando millones de litros de agua por día, nosotros al menos habremos ahorrado dos. Aunque ellos continúen derrochando energía, nosotros –en la medida en la que nos toca, y no sin sacrificio- habremos hecho algo por cuidarla. Es injusto, claro. Pero de otra manera estarían gastando ellos y nosotros; que tal vez sería más justo pero más devastador.

En cuanto al reciclaje, qué le vamos a hacer, otra vez nos toca laburar a nosotros. Son tan pajeros que hasta te dicen que no tires botellas con tapa. -¡Qué lo separen ellos, que son los que la convierten en guita!- se queja la monada. Pero ellos no lo separan. Si no viene todo como corresponde, no se hace. Por eso nos vuelve a tocar a nosotros. Tendremos que separar: por acá vidrio, allá latas, tetras y demás plásticos, acá papel… Se supone que reciclando papel se salvará algún que otro árbol, que reciclando plástico se necesitará menos petróleo… Se supone. En casa ya lo tenemos sabido: la bolsa del Alcampo es para el plástico, latas y tetra-bricks; la del Condis para vidrio; para papel y cartón la del Mercadona. La del Lidl la sacamos de circulación porque te la cobran, teníamos que gastar tres guitas cada vez que tirábamos la basura; y nos resultó indignante: ¡a ver si además de tiempo y laburo me van a hacer gastar vento! Hasta aquí yo colaboro. Pero no estoy dispuesto –como el señor Buenafuente- a reciclar todo tipo de basura.

Yo había oído hablar de una banda que hizo furor acá en España en los ochenta, había oído algo así como que eran los más rockeros, yo qué se. Hablaban de ellos como si fueran los Rolling Stones. A esta altura del partido no ignoro que el rock español deja bastante que desear, claro, imaginen que uno de los máximos exponentes es Miguel Ríos. Pero como esta banda estaba integrada (y creo que dirigida) por un par de argentinos, entré como un caballo. (Los argentinos, permítanme el paréntesis, de rock algo sabemos) Creí que a lo mejor eran buenos, aunque nunca me ocupé de buscar nada de ellos. Simplemente sabía que existían: RON. Uno de ellos era una especie de mezcla entre un hermano de Javier Calamaro (que también había tenido éxito acá en España) y el de los ratones paranoicos, el que canta, pero antes del accidente que le dejó la jeta así. Del otro sabía que había producido un disco de Sabina muy bueno. Hasta que los agarró Buenafuente en su programa –un programa al que uno llega haciendo zapping y lo deja porque faltan cinco minutos para que empiece Larry David, por ejemplo- (sé ve que Buenafuente pensó que podía entrar en el negocio y hacerse unos mangos reciclando basura: hace unos meses no le fue tan mal con una guitarrita de juguete que habrá encontrado en un contenedor), los agarró Buenafuente, decía, y me sacó de dudas. Ahí salieron: no sé si el pelado es puto pero parece. El otro, más que puto parece un preadolescente de cuarenta y cinco años sin sexualidad definida. Hasta aquí, por supuesto, nada anunciaba el escándalo. Pero cantaron. Transcribo un par de estribillos, en prosa, porque no sé bien como separar los versos: “No, no, que el tiempo no te cambie. No, no, que el tiempo no te cambie. No, no, que el tiempo no te cambie, ¡no!” (los signos de puntuación son míos. La exclamación final la deduje por los gestos del pelado). El otro estribillo, acaso más interesante por cuanto expresa deseos inconfesables dice: “Quiero, quiero, quiero besarte. Quiero, quiero, quiero besarte. Quiero, quiero, quiero besarte. ¡Ah!”(idem)

Viernes.

¿Qué locos berretines me llevaron a alejarme de un país en el momento quizá no único pero sí justo en que se daban allí todas las condiciones para la felicidad?

Se ve que lo dije en voz alta.

-¿Por qué lo decís, papá?- preguntó mi hijo Berutti, tomado de mi mano pero con la vista perdida en el infinito. No era fácil explicárselo a un purrete de seis años.

-La familia, los gomías…

-¿Había garufa?- preguntó.

-Ya lo creo que la había.

-¿y dulce de leche?

- siempre, hasta en las medialunas; y florecían los malvones.

-¿como en casa, florecían?

-De otro modo. Malvones blancos y rojos… el patio parecía el monumental en tarde de domingo.

-¿y sonaban viejos tangos de De Caro?

Demoré un par de segundos, pero terminé asintiendo tristemente.

-Tomábamos el sol reo de Palermo o San Isidro…

-los burros...- me interrumpió grave, aunque parecía un poco ausente.

-Y además, hijo- arriesgué tímidamente (¿comprendería él, con sus seis años, todo el drama que encerraba mi confesión?)- además no había laburo.

-Un país hermoso la Argentina- dijo un ratito después, cuando llegábamos a casa.

Sábado.

Mirá que hay maneras lindas de jugar con el idioma. El vesre dio palabras hermosas, el lunfardo… y la mezcla, por supuesto, la más linda de todas las formas. A mí la que me gustaba era la de los apellidos: “¿Qué me Contursi?”, “¿qué Disarli?” “Escasany a la Rubiales que se la va a llevar de Arribúa…” . Acá todo lo que hacen es cortar la palabra en cuestión y agregarle un ata. Al bocadillo (un sánguche) le baten bocata. Al Cuba Libre (nombre de trago que no debería abreviarse ni cambiarse) le baten cubata. Al ordenador (la compu), ordenata. A los faloperos les dicen drogatas. ¿Y a qué no sabés cómo le baten a las papas?

Miércoles.

“LUGARES COMUNES”

“Calor en la ciudad. No me importa nada: tengo sevená”

Polonia, un día largo. Cuántas vueltas. Con tanto ir y venir, que pasara Xavi fue como un respiro. Me vino a ver al laburo, me trajo un libro a modo de excusa –como si necesitara excusas- y charlamos un rato. Después otro montón de cosas que hacer, anduve a lo loco hasta ahora. Hasta hace cinco minutos, que llegué a casa. Tengo que desconectar. Llamo a Marco, un tano amigo, a ver si anda con ganas de ir a tomar una o dos, esta noche. Un poco insólita esta necesidad de salir. Soy un tipo de casa, pero últimamente –desde que somos tantas almas viviendo bajo el mismo techo- parece que en cualquier lado se estará mejor que acá. No atiende.

Lo de tomar una o dos es una manera de decir, ya que con Marco nunca son menos de quince. Nunca son menos de quince con nadie, el problema debo ser yo. Resulta mucho más económico hacerla casera, por eso siempre guardo género suficiente encanutado en lugares un poco estratégicos; lo que me falta ahora es lugar: tengo –por ejemplo- un negro durmiendo en mi escritorio. Y mi escritorio no es un ambiente, como en las casas de los ricos; me refiero al mueble, mi mesa. Se duermen en cualquier lado estos morochos. Mientras espero que se despierte para poner algún disco e ir preparando la salida de esta noche me hago un gin-tonic, y recibo un mensaje de Laura. Laura tiene veintiún años de edad y me sonreía cada vez que nos cruzábamos. A los tres días de conocernos supuso en voz alta que mi mujer debía estar muy contenta conmigo. No queda ninguna duda de que –pelado y todo- sigo arrasando entre las jovencitas. Tom Waits al Forum.-decía el mensaje- S N vas amb la teva noia trkm y kdms. (“Si no vas con tu chica, llámame y quedamos” ya me había escrito en jeroglíficos antes, y me había enseñado a descifrarlos, allá cuando mis respuestas a sus primeros mensajes fueran signos de interrogación). Como no iría con mi mujer, la llamé para quedar. No habrá sexo, me prometí, sólo drogas y rock n’ roll. De todos modos no iba a haber sexo ni drogas ni rock n’ roll porque cuando hablé con ella me informó que las entradas costaban nada menos que cien mangos. Ya me iré a verlo a Memphis o adonde viva, allá debe tocar gratis para los amiguetes en el bar de toda la vida. Ya iré a verlo allá a su barrio, dentro de mil años- me dije.

El segundo gin-tonic me dio hambre, pero al abrir la heladera no encontré nada reconocible: mamaderas y potitos que sin lugar a dudas pertenecían a una compañera de piso que -increíblemente- en poco menos de dos años parió –de a uno- siete cholitos, bebidas insólitas (zumos de frutas, coca-colas, cajas de vino blanco y hasta ¡leche!), y un plato con pelotitas pequeñísimas que parecían fideos, pero yo estaba seguro que no lo eran. Pregunté a uno de mis compañeros que responde al hermoso nombre de Mohamed Hussein de qué se trataba. Su respuesta fue algo así como cuscús, que acaso sea el nombre del plato o quizá “no entiendo un pomo” en árabe, ya que el Cotur, como lo llamamos, no habla nuestro idioma. Resignado, me hago otro gin-tonic.

Como Ruth me había dejado su teléfono por cualquier cosa la llamo a ver si tenía ganas de salir. En verano los días serán insoportables, pero las noches son espectaculares, dan ganas de vivirlas enteras sentado en cualquier terracita. A Ruth, lo sé, le gustan los ravioles carbonara. Dos veces me invitó a comer, y las dos veces comimos ravioles carbonara. Yo la invité una vez a tomar café. Eran las nueve de la mañana (no es que haya madrugado: venía girado), me pedí un café con leche y un croissant. Ella un plato de ravioles. Pero esta noche la hicieron para mandarse unos tragos largos al aire libre (esta terracita tan linda que abrieron acá abajo, sin ir más lejos). Ahora que corre vientito, ahora que se está tan bien. Antes de poner a hervir la pasta, corta cebolla bien chiquita y la fríe en mantequilla, me contó. Si la llamo a ella es porque no vive lejos, y fundamentalmente porque el día fue uno de esos que parece que nunca acabarán. Por suerte era sólo una impresión: acabó, y no me vendría nada mal desenchufar un poco, charlar de boludeces, tomar el aire fresco de la noche. Cuando se pone amarilla y medio transparente, le echa el beicon.

El número de Ruth estaba en la cartelera, pinchado con una chinche, “por cualquier cosa” decía en la servilleta con letra de niña aplicada, y después, en mayúsculas, su nombre. Entonces le mete crema de leche, nata, como la llama, y la deja reducir un poco, no mucho. Ruth es judía, pero come jamón y no me discrimina. Más bien creo que intenta incriminarme, aunque todavía no sé en qué. Sospecho, eso sí, que en algo turbio; pero como la noche bien vale el riesgo y la cuerda floja es el hábitat natural de un equilibrista; y ya que -en definitiva- me había dejado su número por cualquier cosa, la llamo.

-Estaba pensando que podíamos bajar a tomar algo, no sé si notaste lo linda que está la noche- le digo.

Yema de huevo. Es muy importante la yema de huevo. Si quieres obtener una carbonara auténtica, es primordial echarle yema de huevo. Hablaba como si me estuviera dando instrucciones para desactivar una bomba atómica. Un plomazo esta mina, pero últimamente ¿lo dije? parece que en cualquier lado se estará mejor que en casa.

-¿Qué te parodi?- pregunto, pero ella tenía otros planes, así que decido llamar a Octavio, pobre, que vive más lejos pero seguro que tiene ganas de salir un rato.

Con vino tinto le gusta bajar los ravioles. Cuando no tiene vino tinto hace una mezcla de balsámico y alcohol fino de farmacia. Después vierte un poquito de cáscara de naranja rayada y revuelve, pero prefiere el vino.

Ocupado, salta el contestador y grabo mi mensaje. Sin embargo no me quedo tranquilo. Octavio ignora que tiene un contestador. Varias veces le comenté que le había dejado mensajes e invariablemente se asombraba, luego reía asumiendo que yo estaba bromeando y contestaba “casi cuela, pero no tengo contestador”. Se puede hablar de diversas cosas con Octavio, porque no se entera de nada. Apenas le queda un dejo de su acento dominicano. Lo que sí se le nota bastante es que es puto. De cualquier modo, aún no lo ha asumido públicamente, y esto lo atormenta. Recuerdo una de nuestras primeras conversaciones:

- Se te ve tan bien, tan feliz, tan liberado… Me encantaría dar el paso, vivir como tú… pero no me atrevo- dijo, a mi me pareció que coqueteando.

En vano le expliqué que soy heterosexual, que estoy casado y hasta felizmente casado. Él estaba convencido de que yo también me la lastraba. Lo comprendió bien varios días después, cuando –en legítima defensa- le tuve que romper el comedor. A partir de entonces hemos conseguido una relación bastante buena, basada principalmente en el terror.

Con tal de salir de casa soy capaz de ir a buscarlo. Logro eludir con criterio a los gitanos, reunidos en la sala, que intentaron un trapicheo de oro o de falopa o de una bicicleta (no se les entiende gran cosa a los gitanos). En cuanto llego al pasillo se me vienen encima los rumanitos. Mido la distancia y evalúo las posibilidades. Acaso consiga atravesar el pasillo sano y salvo, pero ¿me quedará entereza de ánimo para enfrentarme a los gallegos, allá en el hall? Son los dueños de la torta, los que cobran el peaje. De algún modo estoy frente a ellos, tras haber gambeteado dos intentos de robo con armas pesadas y un secuestro. En cuanto el viejo me juna, me escabullo bien debute por un wing y de pedo llego a manotear el picaporte de la puerta que da a la piecita. Antes de que el gallego reaccione, cierro tras de mí la puerta y estoy en el ambiente más pequeño de la casa: metro y medio. Allí moran Octavio y nueve más. Se van turnando. Octavio no, porque se niega a abandonar su sitio, pero los demás se turnan. Un día siete, otro dos. Hoy –por suerte- sólo hay cuatro. Duermen como angelitos. Ya las ganas de salir de casa se convirtieron en una necesidad, más bien en una cuestión de vida o muerte. ¡Con lo bien que se está afuera, ahora en verano! Intentando molestar lo menos posible a los durmientes dejo tras de mí la cama y llego hasta el ropero. Golpeo. No contestan, de modo que lo abro. Busco entre la ropa y las perchas, abro un par de cajones, pero es inútil. Allí no hay nadie. Entonces una alegría incontenible me colma de golpe. Sé que no voy a salir, ya he agotado vanamente todos mis recursos, pero la noche, después de todo, no tiene por qué ser tan mala si ahí tengo para empezar una novela de Vargas Llosa que me dejó Xavi esta tarde y si acabo de saber que Octavio -por fin- salió del armario.

Domingo.

-Qué angustiante el paso del tiempo- dijo Julio a la salida del concierto. Fue el primero que habló, después de tres o cuatro cuadras de silencio. ¿En qué momento esa mujer que tanto nos había emocionado con sus discos, con sus tangos, se había convertido en esta vieja sensiblera que tuvimos que aguantar casi con vergüenza durante una hora y media, hablando en lugar de cantar, quejándose más que hablando, en un tono que pretendía ser poético?

-No tanto el paso del tiempo. La cagada es volverse viejo y pelotudo- se lamentó el poeta.

Lunes.

Me levanté temprano. Muy temprano. Desconfiarán ustedes, naturalmente, cuando quien acusa es un equilibrista un tanto bipolar aunque suficientemente calvo, pero deberán reconocer que las seis y cuarenta es tempranísimo. Y me fui a laburar un rato. Me hizo muy bien el madrugón, así que tendré que confesar que estoy bastante agradecido con el trabajo. Si no me hubieran dado esas horitas extra jamás me hubiera dado cuenta de lo bueno que resulta ponerse en actividad temprano: sobre el mediodía –hora en que suelo levantarme- no sólo había hecho algo de ejercicio (ciclismo hasta el laburo), guita (cuatro horas extra), y me quedaba aún el día entero por vivir, sino que además había generado las primeras experiencias de mi corta vida anteriores al mediodía. Puede que dormir menos de lo necesario sea una buena opción para quien –como yo- se ha convertido en un imbécil incapaz de hacer –no ya las Grandes Cosas que intentaba en la adolescencia- sino siquiera algunas boludeces, más acordes a mi eterna juventud. Tomo hoy esta idea y emprendo a partir de ahora la hermosa aventura de las mañanas, de la actividad febril y apasionada, de las vitaminas c, la homeopatía y la acupuntura.

Por la noche:

Qué siestita más linda: ¡seis horas!

Miércoles.

Estado vegetativo:

La monedita acusa síntomas graves de disfunción eréctil. La azalea se secó por completo, pero adoptando un tono marrón-anaranjado que la dota de una belleza que no había conocido en plena juventud. El cardo Ricardo evoluciona parecería que hacia otra especie. Y la marihuana, está re loca, esa.