miércoles, 14 de octubre de 2009

Déjà Vu (Summertime)

Al Pibe,
en sus treinta primaveras.


La situación es clara: estamos viendo la escena desde la vereda de enfrente, la de los números impares. Sentados en una cómoda butaca de teatro, en el umbral de una casa o en una de las mesas que del bar han sacado a la calle, porque empieza a hacer buen tiempo, nos descubrimos con un papel en la mano, un papel que el aburrimiento o la distracción ha enrrollado en un cono irregular. Pero sobre todo nos descubrimos aceptando sin discutir lo que vemos o intuimos con una certeza irrefutable. Con la convicción de un mártir.

La cuadra está dominada por un edificio alto, un poco a la izquierda del escenario (derecha e izquierda, las nuestras, las del espectador) y completada por varias casas de no más de tres pisos. Algunas tienen un local en la planta baja: una verdulería, una tienda especializada en video y fotografía, un supermercado de chinos, un taller mecánico. Parece un barrio tranquilo. Un observador casual juraría que allí la gente es feliz, pero nosotros tenemos la dudosa suerte de conocer cualquier rincón del alma humana y todos los discos del cuarteto de Roberto Grela. Sabemos, por ende, que Marcelo, el verdulero, no está pasando por su mejor momento: acaba de separarse y está desesperado, ha descuidado el trabajo y es evidente que el negocio se está viniendo a pique. Sabemos que en cuanto abra la verdulería, Cacho, el portero, interrumpirá momentáneamente sus quehaceres, apagará la manguera, apoyará la escoba contra el canterito del edificio y saludará al verdulero:

-¡Qué cara está la cebolla!

Un observador casual reirá ante la ocurrencia del portero, porque apenas conocerá alguna de las terribles pasiones que sufre la raza humana, pero nosotros las conocemos todas, nos las revelaron las tiras de Inodoro Pereyra y largos años dedicados a la vida contemplativa; por eso no reímos, porque comprendimos que el dolor de un solo hombre es nuestro dolor. Sabemos, además, que en cualquier momento, desde la terraza del alto edificio de ladrillos, caerá un cuerpo de mujer y se reventará contra las baldosas que Cacho, el portero, habrá dejado de baldear hace un instante. Sabemos también que -ignorantes del trágico episodio- la pareja del quinto “A” ensayará de un momento a otro su rutinaria discusión a los gritos, hecho que despertará al vecino de la planta alta de la casa de al lado a la derecha, un vecino que se aburre en su habitación que acaso no es muy pequeña pero que no tiene puerta. Sólo una ventanita alargada que da a la calle y por la que con esfuerzo consigue sacar el torso y desde allí, agitando los brazos y con fingida bronca, grita a los vecinos para distraerse.

Le escena aún no comienza y ya se torna confusa. Hay un humo que -como en esos bodrios de Pino Solanas- todo lo confunde; pero no se trata del recurso cinematográfico, sino de un humo metafísico. Las cosas suceden al mismo tiempo pero en distintos planos. De pronto nos sentimos incapaces de distinguir lo que ocurre de lo que estamos intuyendo. Como si la imaginación y la realidad nos atacaran desde diversos flancos, desde muchos flancos cada una y al mismo tiempo. Pero no estamos intranquilos, nos sentimos cómodos en nuestro rincón del mundo (aunque ahora mismo algo empieza levemente a perturbarnos. Quizá el cadáver, pero ¿dónde está?) La mañana es linda como una pebeta que fuera -en la calle maleva- una flor. Todo parece estar en orden. Hay un portero baldeando la vereda, pero no hay un cuerpo reventado ni hay sangre. Hay, sí, una mujer que sale del edificio muy enojada, dando un portazo. Y hay un hombre que desde el balcón del quinto “A” grita de mal modo:

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

De pronto un torso imposible ha asomado desde una ventanita rectangular, de unos treinta centímetros de altura por un metro de largo, como una ventilación que hubiera en el segundo piso de la casa contigua. Acabamos de ver cómo un torso imposible ha asomado desde una ventanita y ahora el dueño de ese torso está estudiando la discusión, como esperando el momento de intervenir.

-¡Me voy!- grita Mariela -¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

La pareja no lo advierte (como tampoco advierte que por la esquina viene doblando un chico de seis o siete años, comiendo una galletita camino de la escuela), pero nosotros conocemos el número exacto de veces que Atahualpa Yupanqui registró la palabra "vaquitas" y -por otra parte- estamos bajo un hechizo extraño que se llama teatro o sueño o droga o muerte, o a lo mejor solamente vereda de enfrente, y podemos ver todo el panorama: la cortina metálica de la verdulería empieza a levantarse, Cacho lo ha notado y está apoyando ahora la escoba contra un canterito y se agacha a apagar la canilla, un pibe de guardapolvo está doblando la esquina y la vecina del quinto “A” le contesta a su marido. Al hombre de la ventanita acaba de iluminársele la cara y agitando los brazos grita con mentida furia:

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

El vecino del quinto “A”, indignado, está mirando desde el balcón a su mujer, que sin girarse arrancó para la casa de su cuñada y se cruza con el escolar antes de salir por foro derecha. Por lo demás vivir es fácil, the fish are jumpin'.

-¡Qué cara está la cebolla, Marcelo!- saluda compadecido el portero, apenas unos metros a la derecha, pero Marcelo está en otro planeta, acomodando unos cajones o pensando en el suicidio. Ninguno ha advertido la mitad del hombre que ha asomado -violando todas las leyes físicas- por la pequeña ventilación del segundo piso de la casa de la derecha. El único que parece ver toda la escena, tal y como la estamos viendo nosotros, es ese chico de seis o siete años que acaba de enderezar para este lado y que antes de cruzarse con la vecina del quinto “A”, señalando hacia el hombre de la ventanita pero sin mirarlo, más bien buscando la atención del resto del elenco, como si estuviera brindando una información útil para la burla, ha reído sin ganas y ha gritado al mundo el secreto de aquel hombre.

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

Todo está ocurriendo ahora, y no dura más de diez o quince segundos.

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

-¡Me voy! ¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

-¡Qué cara está la cebolla!

Lo curioso es que lo habíamos visto todo, que conocíamos de antemano las palabras, los personajes, los gestos. Quizá el rollito que nos descubrimos en la mano es el libreto que no recordamos haber leído. Nos está faltando el fiambre. En algún lado tiene que haber un cuerpo de mujer destruido por la violencia del impacto contra las baldosas que el portero trabaja con tanto celo. Pero -por supuesto- no queremos averiguar nada, faltaba más. Mejor vamos a ir yendo, tranquilos, despacito, no vaya a ser cosa que nos comamos el garrón. Mientras nos levantamos echamos una última ojeada: el hombre en el balcón buscando con la vista a la mujer que ya no está en escena, el verdulero abstraído en su tragedia y el portero que tímidamente le busca conversación, el hombre de la ventanita, cumplida su labor, se ha guardado hasta próxima intervención y el pibe de guardapolvo cruza la calle diríase que directamente hacia nosotros. Entonces, con un ruido de calabazas rotas, pesado y a una velocidad increíble, cae frente a nosotros un cuerpo de mujer.

No podemos perder tiempo, vamos nomás. Está por sonar el timbre y tenemos los bolsillos llenos de brillantina y papel glacé, en la mochila hay pomos de plasticola, lápices de colores y un paquete casi entero de galletitas Manón para la hora de la merienda. Vamos de una vez, que nos espera un patio lleno de pibes de nuestra edad. Habrá que explicarle a la maestra lo de las salpicaduras, acaso, pero después habrá tiempo para jugar.

Y arrancamos con entusiasmo para el cole, pasándonos con insistencia la mano ensalivada por la cara, limpiándonos las manchas de sangre. Summertime.


*


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Los del 5to son los mismos que arrojaban objetos contundentes (huevos, hielos y menudos de pollo) a una gloriosa banda de rocarol llamada La Parca?

Sedishai

Jaime dijo...

Bien Equilibrista! Un gran relato. Yo lo recuerdo así, o mas o menos parecido, pero siempre tan hermosamente mágico.
Adelante!.
PD: ¡Dejen dormir, hijos de puta!

El pibe dijo...

Gracias por la dedicancia

Anónimo dijo...

dedicadencia?.. existe?..jaja otro dia dono, para que?

Unverto dijo...

Recién cumplió 30? Yo creí que tenía esa edad desde los 15. Felicidades, entonces, pibe!!!

Pd: Palabra clave gluplain. Misterioso.