viernes, 17 de abril de 2015
Suite Gasolera
miércoles, 5 de marzo de 2014
FANTASMAS
Apareció por fin mi disco de Fantasmas, una serie de canciones compuestas tras el primer desengaño -¿quién no vivió un amor eterno que acabó?- que permanecieron inéditas desde 1999 hasta hoy. Yo tendría que escribir ahora una entrada al respecto, pero con los años uno se vuelve diatónico, pelado y haragán. Ya casi no entiendo estas canciones que me fueron saliendo en noches de insomnio, cuando todavía tenía pelo. Apenas me queda -tal vez- el consuelo de cantarlas. Afortunadamente uno ha tomado la precaución de hacer grandes amigos que en momentos como este le sacan las papas del fuego. Burattini, por ejemplo, que hace unos días, tras volver a oir estas viejas canciones, compuso un texto lindísimo, desproporcionado en su generosidad hacia mí, que reproduzco a continuación y que desde luego ya forma parte del disco, de esta concepción nueva del disco, el que hoy escuchamos sonriendo, con alguna indulgencia y con la ternura de quien se mira en el recuerdo y casi no se reconoce. Gracias.
martes, 8 de octubre de 2013
Canciones en itinerancia / Roaming songs
A mediados de septiembre de 2011 mi amigo Mariano Burattini me convenció para emprender un viaje durante un par de semanas por el centro y el este de Europa. Yo estaba entonces con muy poco trabajo, escaso de proyectos y con la creatividad bajo mínimos, así que acepté la propuesta con la idea de convertir el viaje -la vivencia- en un manojo de canciones que pudieran editarse como un álbum conceptual, una suerte de collage sonoro que comunicara la experiencia de esos días; o por lo menos sacar alguna foto.
martes, 22 de febrero de 2011
martes, 11 de enero de 2011
María Elena Walsh (1930-2011)
María ElenaWalsh
(Ramos Mejía 1930-Buenos Aires 2011)
martes, 23 de marzo de 2010
Regalos
Por lo que a mí respecta, a caballo regalado no se le miran los dientes. Lo que me resulta imperdonable es no implicarse por completo en los preparativos. Porque el hecho de hacer un regalo te deschava. A través de lo regalado cualquiera puede descubrir en el autor cualidades como la generosidad o la holgazanería, la necedad o la nobleza, el buen gusto, la intolerancia y hasta la miopía. Por mucho que nos pese, un regalo saca a la luz los rincones más oscuros de nuestra personalidad.
No deberíamos tomarnos tan a la ligera el hecho de regalar, porque en cierto modo un regalo te define. Define tu relación con el mundo, o por lo menos con el destinatario del regalo. ¿Cuánto estoy dispuesto a invertir? ¿Solamente dinero, o algo más? ¿Tiempo? ¿Energía? A mí los regalos que me gusta hacer y recibir son esas cosas que no se consiguen de otro modo. Pero reconozco que no es lo más habitual. En general uno tiene que contentarse con otra corbata, un perfume o un reloj.
Desde muy chico supe que lo que podamos hacer nosotros paga mucho más que cualquier cosa comprada. Lo descubrí con cinco años, en la emoción de mi viejo al recibir para el día del padre un cenicero que había hecho yo mismo en el jardín con un pan de jabón blanco de lavar la ropa, emoción que no fue menoscabada en absoluto por la circunstancia nimia de que él no fumara. A partir de esta temprana comprobación intenté continuar siempre regalando de mi propia cosecha, salvo en casos complicados en los que la originalidad de otra ocurrencia como posible regalo o el muy frecuente de no contar con el tiempo necesario desestimara por completo la idea de ponerse a componer una copla, esculpir un bloque de granito, elaborar once docenas de empanadas.
Si uno está en situación de invertir únicamente dinero, convengamos en que la única opción razonable es regalar una o varias botellas de vino. Pero hay otros regalos digamos no artesanales, no tan especiales, que no requieren tanto esfuerzo como un soneto o un vals en do menor, pero que están un escalón por arriba de la botella de vino o de cualquier otro regalo en lo que no se invierta más que dinero, porque además del vento ha habido que dedicarle horas de meditación, una dosis grande de intuición y buen grado de riesgo. Son los regalos que a simple vista pueden parecer materiales, pero que en realidad son materia para la realización espiritual. Como ejemplo se me ocurren dos: un bandoneón y sesenta kilos de arcilla, pero si te ponés a buscar debe haber más.
Entre los regalos que no fueron de mi propia factura, sin duda el mejor se lo llevó mi amigo Diego Fútbol cuando se mudó al departamento de la calle Lambaré. No, no le regalé un bandoneón ni sesenta kilos de arcilla sino un potus; por parecerme éste un regalo mucho mejor que una licuadora. Pero no crean por eso que se salvó de mis creaciones, ya que unos años más tarde, para su casamiento, consideré muy oportuno intervenir entre la obligada vajilla de uso diario, los muebles y los electrodomésticos que son de rigor, haciendo acto de presencia -desde el exilio- con mi regalo incorpóreo, su Tema de Diego Fútbol, una vieja canción que a él le había gustado una tarde en un patio de Palermo, y que decidí grabarle como regalo de boda para que no tuviera que preocuparse por darle una ubicación entre las típicas cajas de los recién casados y un potus que acaso arrastrara desde épocas pretéritas.
Fui siempre miembro de familia numerosa y pobre, y por ello especialista en hacer regalos más “espirituales”, en contraposición con los llamados “materiales”. Recuerdo por ejemplo una de mis primeras pinturas, que regalé al gordo Colinas una primaveral mañanita porteña, con el propósito oculto de incomodarlo. Mismo destinatario tuvo mi primera obra impresa, Orquestra, que le obsequié con motivo de su cumpleaños aquella tarde irrepetible del treinta y cinco de agosto. Mi primera obra impresa constó de ese único ejemplar, con lo que regalándosela al gordo la puse a salvo para siempre. Confío plenamente en que la haya perdido, por eso se la regalé. El gordo Colinas era uno de esos tipos a los que uno podía confiarle cualquier cosa que quisiera que desapareciese para siempre. Bastaba con dejarlo en cualquier rincón de su pieza, en Villa Crespo.
Tampoco se me pasa una lámpara de pie que con mis propias manos hice y regalé a mi primera mujer. Llevaba una leyenda en la pata (un tronco de lo más rústico) en la que -citando al flaco Spinetta- le recordaba: “de ti saldrá la luz, tan sólo así serás feliz” (Me pareció divertido que una lámpara, fuente de luz, sentenciara aquellos dos versos del flaco). Tuve que hacer magia negra para transportarla hasta Córdoba en un bondi del estilo Costera Criolla. Tras recibir el regalo, ella me abandonó a los pocos días. No la culpo, era incomodísima la lámpara esa.
Otro resignado destinatario de mis berretines fue el bueno de Pablo Ryan, pobre. En poco menos de un año recibió dos mamotretos de no sé cuántas páginas -y para peor manuscritas- con los relatos de un viaje en bicicleta por Sudamérica que -por si fuera poco- ya había sufrido en vivo y en directo junto a mí. No conforme con eso, varios años después y cuando ya se creía a salvo de mi alcance, le mandé para su casamiento la grabación de un tema que había compuesto en Bolivia, durante aquel viaje, con un charango potosino y mi borrachera y mi mala voz.
No me queda más remedio que hablar ahora de Lorena, pobre santa, mi mujer actual y quiera Dios que por muchos años. Ella sí que ha sufrido a lo largo de estos últimos años mis regalos de todo tipo, menos de aquellos en los que sólo se invierte guita. Lo primero que le regalé, cuando todavía estábamos de novios y vivíamos en una isla en el Mar Mediterráneo fue esta emoción disfrazada de poema, que para mí sigue teniendo su encanto ahora, varios años después de haberla escrito:
Una emoción con ojeras
y verde como un milagro,
liviana como un poema
o la primera luz del día;
una emoción todavía,
permanente o pasajera;
acá tenés mi regalo:
una emoción con ojeras.
Es verde como un milagro
y anda descalza en invierno,
tiene gusto a mate amargo,
huele a pan recién horneado,
es un día libre ganado
tras derrocar un gobierno;
nació conmigo en Palermo
y es verde, como un milagro.
Una emoción bien canyenge,
¡sinfónica, victoriosa!
como un concierto de duendes
reos de risa despierta;
una emoción siempre abierta,
una emoción “parasiempre”,
como quien te da una rosa
te doy mi emoción canyengue.
Mallorca; 28 de enero de 2004.
A partir de aquel primer regalo ya me solté y fui festejándola en cada oportunidad. Le regalé desde una pintura que cuelga en el living de casa hasta un recuerdo de mis días en Granada. El regalo más trivial que le hice fue una cámara réflex, que entraría en la clasificación de “materia para la realización espiritual” de uno de los primeros párrafos. Tan trivial resultó que casi podría decirse que la uso exclusivamente yo. Siempre preferí hacer regalos de los llamados “originales”. Juzgo que este tipo de regalos bastante personales son los que de verdad valen la pena. Así se lo explicaba a ella una Navidad helada de hace algunos años en el pirineo catalán:
Milonga de Nochebuena
(Villancico algo resentido para celebrar la pobreza de espíritu y la otra)
Algo que no se pueda pagar con guita,
hoy la miseria me invita /a escribirte esta canción,
un regalo que abra fuego con pólvora de dos mangos,
rotundo como los tangos /y pelado como yo.
Algo que nadie más pueda regalarte,
para gambetear con arte /la situación
y arrancarte una sonrisa de esas que me gustan tanto
cuando al fin oigas mi canto /aunque ya no tenga voz.
Algo que no se compre, que no se venda;
busco un regalo que ofenda /a los que hoy recibirán
licuadoras y corbatas, perfumes finos y agendas
que me están sobrando tiendas /y faltando Navidad.
Que rabien los andorranos en sus hoteles de lujo:
¡Abran cancha porque empujo /con la fuerza de un avión
implacable y sorpresivo como el once de septiembre!
rabien porque en un pesebre /-con los pobres- nace Dios.
Habrá milonga esta noche, milonga para Lorena,
milonga de Nochebuena /aunque nos corten la luz,
habrá al menos tu milonga hecha con estas dos manos
y un corazón gordo y sano /como el niñito Jesús.
Escaldes Engordany; 24 de diciembre de 2005.
***
sábado, 26 de diciembre de 2009
Chau pucho
Mirá, para serte franco, no noto ninguna mejoría. Los profetas de la vida sana auguraban grandes beneficios. Qué se yo, a lo mejor es un poco pronto, pero ¿cuánto quieren que espere? ¿Seis años?
Hace tres semanas que no fumo y, lejos de haber agudizado el gusto y el olfato como prometen los instigadores, me agarré un catarro padre así que no huelo un pomo y de saborear no hablemos. Y menos mal, porque si casi impedido para la degustación me puse a morfar como un animal, no quiero saber lo que sería si oliera a las mil maravillas y saboreara como corresponde.
Tampoco advierto que rinda más a la hora de hacer ejercicio. Ni un uso más profundo de los fuelles. Ni menor agitación al subir los cuatro pisos por escalera hasta el departamento en el que vivo. Lo que sí he notado es que ya no tengo olor a pucho en los dedos. Un consuelo menor, si se quiere.
De cualquier modo estoy contento. Si bien todas las promesas se desvanecieron el sólo hecho de haber dejado de fumar me alegra. No porque me sienta mejor físicamente, ni porque me ahorre unos cuántos mangos, sino por haberme librado de una dependencia de muchos años. Estoy contento, más que nada, por haberme sacado una cosa de encima. Por necesitar una cosa menos.
Tres años duró el proceso, desde que decidí dejar de fumar hasta que lo logré. Tres años y varios fracasos rotundos. En esta nota explicaré cómo lo conseguí después de todo y trataré dar alguna clave para quien quiera intentarlo, pero para hablar de ello hay que rastrear el origen, hace unos meses, en una ciudad de Castilla y León, o tal vez en un patio de Palermo, en Buenos Aires, hace muchos, muchos años. Digamos tres.
Aquella tarde, en Buenos Aires, en la casa donde había fumado mi primer cigarrillo, tuve un pensamiento melancólico. Me di cuenta de que tarde o temprano mis malas costumbres iban a terminar pasándome factura, y que llegado el momento yo debería pagar esa factura con una moneda que apenas había visto alguna vez: dolor físico. A pesar de haber sido educado en la certeza de que lo terrenal no tiene ninguna trascendencia, a mí, lamentablemente y contra todo lo que yo quisiera, el dolor físico me aterra. Podría toda la gente a la que quiero morir al unísono dejándome solo por completo en este mundo, y yo escribiría un tratado filosófico. Podría mi mujer engañarme con todo el barrio, que ya me compraría yo un bandoneón y me consolaría componiendo cuatro tangos. Podrían mis hijos engancharse a las drogas duras que yo les regalaría una guitarra eléctrica y unos discos de Hendrix y pensaría que no todo está perdido. Si River se fuera al descenso y la selección Argentina quedara fuera del mundial, dos cosas que parecen muy posibles, quizá yo aprendiera las reglas del golf, o del pato, o de la natación sincronizada, y a otra cosa mariposa. Pero un simple dolor de cabeza me aniquila. A mí me duele una muela y no sirvo para nada. Un dolorcito de oído y considero el suicidio. Para el dolor metafísico tengo algunos recursos, pero para el dolor verdadero, el tradicional, el de toda la vida, soy muy maricón.
Había vuelto, entonces, de Montevideo con un dolor extraño, jodido, en el pecho, y poco me costó intuir que el cáncer tenía que ser mucho peor. No estaba dispuesto a padecerlo. Por lo menos no estaba dispuesto a alimentarlo. Supe entonces, por primera vez, que quería dejar de fumar. No me lo había planteado antes, aun conociendo los daños que provocaba en la salud. Hasta entonces yo relacionaba la palabra “cáncer” con la palabra “muerte” , pero jamás se me había ocurrido relacionarla con la palabra “dolor” hasta esa tarde. Y decidí dejarlo. A la sazón yo fumaba apenas menos de veinte cigarrillos al día. Unos diecinueve. Se me ocurrió que lo único que necesitaba para dejar de fumar era una decisión firme, y me propuse el 31 de diciembre de aquel año (2006) como mi último día de fumador. Jamás se ha tenido conocimiento de un fracaso más rotundo.
En esos días, a una hermana mía le habían prestado un librito titulado Es fácil dejar de fumar si sabes como, creo, y -juzgando que yo estaba más decidido que ella- a su vez me lo prestó. Yo estaba tan convencido de que conseguiría dejar de fumar que no me traje el cartón de cigarrillos que solía traerme siempre de Argentina. Pero el libro tampoco me fue de gran utilidad y tuve que volver a comprar puchos acá en España, mucho más feos y mucho más caros que los Parissienes. Qué bronca que me dio. Lo intenté durante un par de semanas, pero no pude aguantar un sólo día sin fumar. Aunque fuera al final del día necesitaba fumar un pucho antes de irme a dormir. Asumí finalmente el fracaso y seguí con mi vida de siempre.
Dos años después y habiendo sufrido en el interín algún otro fracaso parecido, ya con un trabajo más estable y nuevamente motivado imagino que por alguna dolencia, volví a intentarlo. El resultado, un desastre. O lo que a mí me había parecido un desastre; pero mirado con cierta perspectiva histórica, quizá no lo fuera tanto. Porque si bien a las seis de la tarde, cuando salí del laburo corrí desesperado a comprar puchos, también es cierto que había conseguido hacer todo lo que exigía una jornada normal sin fumar. Lo más difícil para mí era no fumar en las pausas de trabajo. Y aunque al salir había buscado alivio en un pucho, por lo menos ahora sabía que con algún esfuerzo era posible evitar fumar probablemente en cualquier circunstancia. Sólo que todavía no estaba en condiciones de hacer el esfuerzo.
Pero hace unos meses, de viaje con mi mujer y mis viejos por el norte de España, paramos un par de días en León. Allí hay una de las poquísimas obras que Gaudí hizo fuera de cataluña, creo. Frente a ella, en la vereda (o vedera, que también se puede y se suele, como bien ha señalado Rosencof) hay una estatua en bronce del maestro (me refiero a Gaudí, no a Rosencof) sentado en un banco público. Y a la derecha del maestro había por lo menos aquel día un puesto de chapa de la Junta de Castilla y León, donde repartían unos folletos. La más entusiasta promotora y auspiciante de mi decisión de dejar de fumar ha sido siempre mi madre. Y como es natural, también ha sido ella quien más hondamente ha sufrido desilusionada mis periódicas derrotas. Y aún teniendo motivos suficientes para abandonar la fe jamás se ha rendido, por eso ahí estaba, en el puesto de chapa de la Junta de Castilla y León que yo todavía no había visto, charlando con una chica que le había dado un folleto verde y cuadradito: una Guía práctica para dejar de fumar. No tenía intención de volver a intentarlo, así que la leí superficialmente y la guardé por si pudiera venirme bien cuando volviera a la carga. Un tipo previsor, sí. Y al final me vino al pelo, fijate.
Hará cosa de un mes leí con desazón una notificación en la que me comunicaban que me reducirían en buena medida la beca de la que gozo desde hace unos meses y que en cualquier momento se agota. En estas circunstancias, me dije solemnemente, lo importante es no perder la calma, y sacando del cajón de mi escritorio lápiz y papel me di a hacer un presupuesto. Concluí en que tenía dos opciones: o dejaba de fumar o me ponía a laburar. Naturalmente, elegí la primera.
Pero dejar de fumar no se improvisa, rezaba la Guía práctica que mi madre había conseguido aquella tarde leonina y que ahora yo repasaba conmovido, dejando escapar alguna lágrima en los párrafos más emotivos. La clave de lo que hasta ahora parece ser un éxito fue haber preparado, esta vez, una estrategia. Porque hubo un trabajo previo importante.
Suele aconsejarse el hacer una lista con los motivos que cada uno tiene para dejar de fumar, pero todo el mundo tiene más o menos las mismas razones (principalmente la salud y la guita) y ya todos sabemos bastante bien que fumar nos hace mierda, así que este paso me resulta un poco al pedo. Lo que si viene bien es planificar una fecha no muy lejana para dejar de fumar y mientras tanto identificar por qué solemos fumar, más allá de la costumbre. La guía dice: “Dejar de fumar es un proceso en el que tendrás que aprender a realizar tus actividades cotidianas sin tabaco. Es importante que sepas cuándo y por qué fumas”.
Lo más piola sería darse un margen de dos semanas, pero yo me di una sola, porque me quedaban cinco atados de puchos (compraba de a cartones, para no tener que ir todos los días). Como sea, una vez elegida la fecha (conviene que no sea muy enquilombada, claro) habrá que evitar fumar automáticamente. Porque es increíble la de puchos al pedo que nos fumamos, solamente por costumbre. Parece que no se pudiera manejar sin fumar, cuando en realidad apenas te das cuenta que estás fumando. O en cuanto salís de tu casa, ya prendés uno para caminar dos cuadras. Al pedo. Cuando tomás café ya tiene más sentido, pero en estos días previos a la gran decisión también conviene evitar esos puchos, los que están relacionados con otra actividad, porque si no cuando llegue el momento de dejar de fumar vas a tener que suspender también esas actividades. Es decir: conviene dejar de fumar un pucho ahora mientras tomamos el café que suspender pucho y café la semana que viene. Por lo menos a mí me resultó mejor.
Para estar bien pendiente de no fumar al pedo, lo que proponen es un registro diario de los cigarrillos que fumes. La primera semana anotando cuántos (uno a las once y cuarto, otro a las doce y media, etc... y al final del día contás), y la otra semana igual pero anotando también la situación y el motivo que te invita a fumar. A mí me vino al pelo porque sin ponerme límites durante esos días previos, sólo intentando no fumar automáticamente, de un atado que fumaba habitualmente pasé a fumar nueve cigarrillos el día de aquella semana que más fumé. Otra cosa que aconsejan es no aceptar invitaciones de tabaco. Es decir, si en los días previos alguien te dice “negro, vamo' afuera a fumar un puchito”, tratar de evitarlo. Fumar sólo cuándo a uno le parezca. Todo esto ayudará después, cuando sea la hora señalada. (Suenan tenebrosos órganos de viento).
Mientras tanto es bueno ir probando algunas estrategias previstas para cuando ya no fumemos, como respirar profundamente, varias veces seguidas, cuando tengamos unas ganas bárbaras de fumar. ¿Vos sabés que funciona bastante bien? Es parte del proceso para aprender a relajarnos sin tabaco, que es el objetivo fundamental.
También dicen que avises a tus amigos y familiares que decidiste dejar de fumar en unos días. Se me ocurre que el hecho de hacer público el compromiso te obliga a insistir un poco más, a encararlo con más fuerza. El día anterior al que fijamos para no volver a fumar no hay que comprar cigarrillos. Además recomiendan apartar de nuestra vista ceniceros, encendedores, fósforos y demás utensilios relacionados con el tabaco, pero fue un paso que tampoco pude respetar ya que si escondo los ceniceros, encendedores y especialmente los puchos de la bruja, podré alcanzar cierto éxito en esta empresa pero llevaría a la debacle anunciada de mi matrimonio.
Cuando haya llegado el momento habrá que hacerse cargo. Para el primer día sin fumar, la guía reserva uno de sus párrafos más emotivos: “Levántate antes de la hora habitual. Te hace falta tiempo para emprender un día importante”. ¡Qué manera de llorar con ese párrafo! ¡Es tremendo!
Dicen que no te preocupes pensando en que no volverás a fumar, que solo te preocupes de hoy. Yo discrepo. Para mí es más eficaz pensar en que si sos capaz de no fumar hoy, mañana te va a costar mucho menos no volver a fumar en la puta vida. Y es cierto. Lo jodido es el primer día. Al menos para mí, que no había pasado un sólo día sin fumar desde hacía más de la mitad de mi vida.
Que empieces el día usando los fuelles: un poco de ejercicio y respiraciones profundas. Yo ya venía haciendo ejercicio desde hace un tiempo. Supongo que ayuda, sí. También dicen que elimines por ahora las bebidas alcohólicas, el café y cualquier otra cosa que suelas acompañar con el tabaco. Pero si me diste bola y en los días previos evitaste fumar mientras tomabas café o birra, no hará falta.
Que comas alimentos ricos en Vitamina B, aconsejan. Pero no te dicen cuáles son esos alimentos. Se pueden buscar en Google o pasar directamente al próximo punto, que es hacer un poco más de ejercicio después de comer. En el punto siguiente es donde uno empieza a preocuparse: hay que empezar la práctica regular de algún deporte al alcance de tus posibilidades (estos están en pedo, quieren que todos nos parezcamos a Rocky).
Una cosa que supongo que a mí me ayudó bastante fue que el día que yo había fijado para dejar de fumar todavía tenía tres puchos en el bolsillo. Ahí los tuve todo el día. Hice un poco de ejercicio, tomé jugos naturales, busqué satisfacción y relax sin fumar, en fin, sentirme bien sin necesidad de puchos. Y lo venía consiguiendo hasta las siete de la tarde, hora en la que nos sentamos con mi mujer en una terracita de la Rambla de Poblenou a tomar un par de cervezas. Y -como un boludo que nunca he negado ser- prendí uno de los tres puchos que me quedaban en el bolsillo. Y no te das una idea de lo mal que me sentó. Me agarré un mareo de la gran flauta, sentí una especie de hormigueo por todo el cuerpo, me di cuenta de que la sangre se estaba espesando, es decir, me hizo bosta ese pucho. Después me fumé los otros dos, para no volver a tener cigarros en el bolsillo al día siguiente. Y hasta ahora no he vuelto a fumar.
Durante los primeros días es cuando más cuesta. Lo bueno es preparar alguna estrategia porque hay momentos en los que puede parecerte que te vas a volver loco. La estrategia dependerá de lo que te guste hacer, pero la cuestión es distraerse, concentrar la atención en algo que no tenga que ver con fumar. Lo peor es quedarse pensando “uh, qué garrón, estas ganas de fumar”. Hay un montón de gente que lo ha dejado y se sabe que cuesta desde un poco a bastante, pero no hay datos de nadie que se haya vuelto loco. A medida que pasan los días va costando menos, sobre todo superada la barrera del primer día.
Noté también al principio una alteración fuerte del sueño: me despertaba mil veces, algunas no conseguía volver a dormirme, por la mañana me pegaba unos madrugones que ni en la colimba, yo, que tan aficionado soy a la catrera. Duró una semana, más o menos. Supongo que era una respuesta física esperable cuando suprimí de golpe una droga que no había faltado jamás en mi organismo durante diecisiete años, si es que sólo fueron diecisiete.
Lo que todavía dura es la ansiedad. Hago deporte, respiro profundamente, tomo té de tilo y hasta whisky, pero es inútil. Y una suerte de hambre atroz e insaciable aún sin haber mejorado en absoluto mis sentidos del olfato y el gusto. Porque esa era una de las cosas sobre las que advertían: el fumador ya de por sí quema más calorías que el que no lo es, fundamentalmente por la nicotina. Cuando dejamos de fumar, además, recuperamos el gusto y el olfato, de manera que el morfi huele y sabe mejor, por lo que le entramos sin asco. Y para peor la comida actúa como sustituto del tabaco, como elemento que calma la ansiedad. Todo esto explica, chicas, esta buzarda enorme de la que me hecho acreedor en tan poco tiempo para estupefacción de todas. Pronto volveré a mi fibrosa figura de siempre, ya lo verán.
Para prevenir esta situación del todo común, los expertos aconsejan reducir la ingesta calórica, moderar el consumo de grasas, sal, azúcares y condimentos, llevar una dieta rica en vegetales y sustituir el alcohol por abundante agua y jugos naturales. Yo, personalmente, no creo que haya que ser tan fanático. Porque si no, más que algo gratificante, dejar de fumar es una tortura.
Yo prefiero cortar un poco de pan, un salamín, unos taquitos de queso, abrir una lata de paté, unas aceitunitas, descorchar una de esas botellas de tinto que estaban ahí esperando una ocasión especial y disfrutar un poco de este logro importantísimo de haberse librado del tabaco, de la necesidad maldita del tabaco.
Tres semanas sin fumar, y a mí me parece que lo vengo llevando bien. Mi mujer dice que estoy insoportable, pero creo que tenía la misma opinión cuando yo fumaba. Dice que últimamente ando irritable y con un humor de perros. Sospecha que se trata del famoso síndrome de abstinencia. En cambio no ve ninguna relación entre mi estado de ánimo y el hecho de que mi suegra esté parando en casa.
Reconozco que hay momentos en los que aun me cuesta un poco no fumar. Sobre todo durante actividades en las que solía hacerlo sin medida, como cuando hago música o mientras escribo. Antes, si me bloqueaba, salía al balcón a fumar un pucho y seguía tras la pausa. Ahora camino por las paredes.
Y un poquito por el techo, también.
viernes, 11 de diciembre de 2009
Bela (in memoriam)
y a su nieta y mi hermana, Magdalena,
en la fecha de las tres.
Supe de su muerte en esta ciudad en la que vivo, pero entonces sólo estaba de paso. Volvía de Andorra, de una temporada en la que había trabajado poco y esquiado mucho, y arrancaba para Menorca al día siguiente. Había venido a Barcelona a tomar el barco. Agus me había alertado unos días antes de que ya estábamos por perderla. Hacía casi treinta años que estábamos por perderla. Esa noche, en una especie de piso franco del barrio de Gràcia, revisé el correo por si había noticias. Le decíamos Bela.
Bela. Desde el único lugar desde donde el sobrenombre tenía completo sentido era siendo nieto. Cuadraba a la perfección: era la mezcla natural de su nombre (Isabel) y su condición (abuela). Yo siempre lo entendí desde ahí. Quien se lo haya puesto seguro que lo hizo pensando en nosotros, pero no nos distraigamos con especulaciones.
Dije que el día en que mi hermana me escribió diciendo que estábamos por perderla no lo consideré un mensaje demasiado revelador ya que hacía como treinta años que la situación era la misma. Lo que todavía no conté es que Bela decía tener mi edad. Mejor dicho, nueve meses más que yo. Y no por hacerse la coqueta, como esas viejas chotas que dejan de contar los años, nada que ver. Ella nunca tuvo vergüenza de envejecer ¿no digo que a los sesenta consideró que ya era una edad apropiada para dejar de teñirse el pelo?. Envejecer la tenía sin cuidado. Lo que sí le preocupaba un poco era morirse. Y más que un poco debía preocuparle bastante, porque durante casi treinta años estuvo eludiendo a la muerte con maestría. La útlima vez que la vi en Las Heras, cuando tanto le costaba mantenerse despierta, más que otra cosa me pareció que ya estaría cansada de hacer gambetas.
Decía tener mi edad porque la noche en que mis viejos se casaron -no sé si habrá habido una relación directa entre los dos hechos- tuvo un derrame cerebral que la dejó knock out. Juzgó que había muerto. Y tomó la fecha de su despertar por otro nacimiento, cosa que -admito- no resulta demasiado habitual, pero que en casa siempre dimos por cierta. Y en rigor lo parecía.
Mi abuela siempre se había caracterizado por su rectitud y su discreción. Le había tocado en suerte convivir con todo tipo de gente, de la que no siempre se podía decir cosas buenas. Ella jamás había hablado mal de nadie. Pero después del derrame se deschavó. Empezó a hablar pestes de quienes se lo merecían e incluso de otros pobres diablos que en el entusiasmo de Bela caían también en la volteada. Algunos familiares, sin ir más lejos. Familiares cercanos. Demasiado cercanos.
Y ya no se calló ni los gestos: resultaba facilísimo darse cuenta de quién no le caía bien. No volvió a hacer el más mínimo esfuerzo para disimularlo. Y sin querer me enseñó que en la gente no hay nada tan valioso cono la autenticidad.
A partir de entonces y cíclicamente, Bela iba recuperándose, alcanzaba un punto de aparente estabilidad y pronto otro derrame cerebral la estaba esperando, agazapado. Así durante casi treinta años.
Esto no fue, en absoluto, un obstáculo en nuestra relación. Muy al contrario, quizá los nietos aprendimos a valorar su compañía a raíz de su situación. Una mujer arrugada y festiva, un poco loca, capaz de recitar de memoria los párrafos más oscuros de Shakesperare ¡y en inglés! después de nosecuántos derrames cerebrales no era algo de lo que uno pudiera desentenderse así nomás.
Una mujer anciana que no se andaba con estupideces y se dejaba seducir por sus nietos menores de edad para disfrutar de una cerveza en buena compañía, por mucho que algunos tíos estúpidos se rasgaran las vestiduras hipócritamente.
Una mujer que -si a alguien se le hubiera ocurrido (como se me ocurrió a mí entonces, pero yo entonces era un crack de las ideas que jamás se aventuraba al campo práctico) ponerle una cámara enfrente- hubiese sido mucho más efectiva (y esto no es mucho decir, pero en realidad era alucinante) que cualquier programación de tv en cualquier horario, por sus genialidades espontáneas y por su gracia lenta que te iba invadiendo de a poco, y por sus remates disparatados.
Cuando yo era chico, mis amigos iban cada tanto a visitar a sus abuelas porque ellas les pasaban guita. Nosotros no. A nosotros nunca, jamás nos tiró un mango. Nunca. Hay épocas de la vida -cuando uno es pendejo, o adolescente, sobre todo- en las que está muy pelotudo, muy egoísta, sólo pensando en sí mismo. Y ni siquiera en esas épocas el hecho de que no nos diera guita fue un impedimento para que nos alegráramos de ir a verla. Ella tenía otra cosa. Uno podía escuchar sus historias durante horas y perderse treinta veces en medio del relato y no saber en ningún momento de qué estaba hablando, es cierto. Pero tenía la difícil virtud de hacerte sentir en paz. Por lo menos a mí su compañía me transmitía esa sensación. Daba la rara impresión de que después de estar con ella uno era un tipo mejor. Sólo era una impresión, claro: yo siempre seguí siendo el mismo cretino, pero reconozco que ella me enseñó a elegir mejor las canciones a interpretar.
Me acuerdo de un verano que pasamos en Moreno. Una noche ella se había ido a dormir y yo me quedé cantando y tocando la viola afuera, casi frente a la ventana del cuarto en el que ella dormía. Por supuesto ella era incapaz, en aquel momento de su vida, de quedarse en el molde cuando oía o veía algo que no le gustaba. Una característica de lo más simpática, para mí, aunque no siempre sus expectativas se correspondieran con la realidad (una vuelta se calentó porque la gente estaba tirando petardos un 31 de diciembre a las 24 hs.) Aquella noche en Moreno yo había cantado una serie de canciones que se ve que no merecieron ninguna objeción por su parte. Hasta que me puse a cantar un viejo tema de Moris, un tema que dura como veinte minutos y del que hoy no me acuerdo más que el ritmo y la secuencia de acordes. Y gracias a Bela también me acuerdo que en un momento dice “...a los amigos puedes llamar, de nada sirve”. Yo estaba cantando como había cantado mil veces esa canción y otras muchas, pero entré a oír la voz de mi abuela que a los gritos y en un tono autoritario me ordenaba que me dejara de cantar boludeces para informarme inmediatamente que los amigos son lo más grande del mundo, que no hay relación más noble que la amistad y que el valor de los amigos jamás debe ponerse en duda. Me cagó a pedos a través de la persiana. Y bien merecido me lo tenía. Por boludo, por cantar temas de Moris.
La que sí nos malcrió siempre fue Ana María, mi otra abuela. En realidad es tía abuela nuestra, pero como Mercedes murió siendo yo muy chico, ella hizo un poco su papel. “La Anciana Dama” se autodenominaba en joda cuando éramos chicos; pero ya hablaré de ella en otra nota. Hoy quería hablar de Bela.