viernes, 17 de abril de 2015

Suite Gasolera





Y mientras preparaba un próximo disco, por algunas grietas que tengo en la voluntad se fueron filtrando estas piezas mínimas que ahora componen mi Suite Gasolera. Se hizo prácticamente sola, como debe ser. Mi trabajo consistió en equivocarme lo menos posible.

Festejo que haya salido enseguida, con la fluidez que uno espera siempre y que casi nunca se da. Recurrí a la inestimable ayuda de Gonzalo Arribúa y grabamos a mediados del mes pasado, en un par de sesiones. El resultado puede oirse en el enlace que puse arriba. 

La temática de la suite gira en torno a colectivos y trenes de Buenos Aires que por motivos diferentes me tocan la fibra sensible. Desde luego no es un canto a la eficiencia del transporte público porteño, a mí las cuestiones prácticas me traen sin cuidado. Es apenas un ejercicio de la melancolía, un guiño a pequeñas experiencias muy personales y no siempre positivas. Hay muchos bondis que quedaron imperdonablemente excluidos, pero valga la suite completa como homenaje al conjunto de aquel medio de transporte en el que incluso durante un tiempo me gané unos pesos cantando para los pasajeros.

Espero que la disfruten por lo menos tanto como disfruté yo haciéndola. Para usuarios de spotify, itunes, rdio, deezer, googleplay y demás plataformas por el estilo, también está disponible en la mayoría de ellas.

Salud.



miércoles, 5 de marzo de 2014

FANTASMAS







Apareció por fin mi disco de Fantasmas, una serie de canciones compuestas tras el primer desengaño -¿quién no vivió un amor eterno que acabó?- que permanecieron inéditas desde 1999 hasta hoy. Yo tendría que escribir ahora una entrada al respecto, pero con los años uno se vuelve diatónico, pelado y haragán. Ya casi no entiendo estas canciones que me fueron saliendo en noches de insomnio, cuando todavía tenía pelo. Apenas me queda -tal vez- el consuelo de cantarlas. Afortunadamente uno ha tomado la precaución de hacer grandes amigos que en momentos como este le sacan las papas del fuego. Burattini, por ejemplo, que hace unos días, tras volver a oir estas viejas canciones, compuso un texto lindísimo, desproporcionado en su generosidad hacia mí, que reproduzco a continuación y que desde luego ya forma parte del disco, de esta concepción nueva del disco, el que hoy escuchamos sonriendo, con alguna indulgencia y con la ternura de quien se mira en el recuerdo y casi no se reconoce. Gracias.

Hace años había una plaza en Palermo y estábamos nosotros. Cantábamos canciones, bebíamos y aprendíamos a vivir. Escribí había y es solo un ejercicio de nostalgia porque la plaza todavía está. Enrejada, rodeada de modernidad y diseñadores de alguna cosa, pero está. Lo que no está es aquel tiempo, ni tan memorable ni tan lejano, ni aquellos que éramos, un pedazo homeopático de estos que somos, hoy desparramados alrededor del orbe; Ese tiempo dejó lo que dejan los años que pasan: recuerdos de juegos, de dudas, de fotos imaginarias, de canciones, de versos torpes, de días y de amores (de los necesarios y de los contingentes), y amigos, sobre todo, dejó amigos. 


No sabíamos nada de quereres ni de nada, mas o menos como ahora, pero todo era sorprendente y hasta el amor parecía una aventura digna y no una negociación adulta de complicidad y silencios. Éramos hermosamente adolescentes. Fumábamos, leíamos, aprendíamos a coger y a mentir, hacíamos largos viajes en autobuses destartalados y carreteras deshechas, dormíamos a la intemperie, desayunábamos mate cocido y hablábamos de Rimbaud, Artaud, el simbolismo, el surrealismo, Discepolín, Bochini, el Beto Alonso, Rojitas y Spinetta como si supiéramos. La laguna de Chascomús era el mar de los sargazos donde imaginábamos figuras impronunciables en las nubes. Eran también horas de reclutar filias y fobias para el día que fuéramos adultos, creyendo en ese momento que moriríamos de pie y luchando sin oír a los mayores que nos advertían que venderíamos al más rápido y, casi siempre, peor postor lo que jurábamos nunca iríamos a comprar. Y que ese país no iba a cambiar jamás, decían también.


Entre aquellos prototipos de tiempos y de farsantes había alguno con los pies en la tierra y el verbo mucho más allá de nuestro alcance. Uno que hablaba de Cortázar, Spinetta y Arlt, incluso del Burrito Ortega, sabiendo de lo que hablaba. Uno que tenía un don y miraba al mundo de reojo silbando un tango y bajando botellas de Legui con la misma velocidad que levantaba faldas. 


Hace unos días, atravesando años, océanos y madureces inmaduras, aterrizó en este invierno boreal, en la petit soledad de mis mañanas de mate y radio, el disco de “Fantasmas”. Fue una sensación de abrazo cálido de antaño como cuando apareciste vos, delicada entre la multitud, después de tiempo sin vernos. Pero esa es otra historia. 


Quien lea esto no sabe de qué hablo. Es lógico porque, a pesar de que tarareo cada una de sus melodías desde que era más arrogante y valiente que ahora, hace ya mucho tiempo, “Fantasmas” nunca fue editado. Devino en un secreto más por pereza que por elitismo. Pocos lo conocimos y se convirtió en una comunión, un guiño cómplice, una contraseña en el “9 reinas” de nuestras vidas. Fue, azarosamente, un asado en “la casa de los viejos” en Palermo cuando los años ausentes nos devolvieron una noche hermosa de verano, un vino a deshoras en Barcelona; una tarde mil años después en la pieza de Aráoz, una soledad a grito pelado a la luna de Lima, un beso y una conversación en una lengua inventada con una pebeta que hablaba un idioma incomprensible en Granada y una despedida en Barajas. Fue, también, una exageración de hormonas y amores. Una exageración, a secas. Un abismo construido con herramientas que ya no tenemos y que no vamos a tener. Fue, fundamentalmente, un lugar donde volver porque todas las melodías que envenenan son castillos donde vivimos por siempre. Y en este disco sobran los castillos, las melodías, los venenos y las soledades, pero de las tiernas e inocentes del desamor juvenil.


Todo esto para darte la bienvenida a una de mis casas, la del barrio de las primeras torpezas atolondradas y despeinadas, al prontuario de los años adolescentes, a la plaza que hubo cuando éramos entonces nosotros. Podés quedarte y compartirla. Invitá a quien quieras. Llevala con vos y silbala en la calle. Resucitá ese tiempo en una canción y despertame de madrugada y dame el sabor de aquellos mundos. Escuchemos juntos esos versos a los que no hay que ponerles nada porque están escritos con sangre, aquella sangre. 

Mariano Burattini, 2014.

*

martes, 8 de octubre de 2013

Canciones en itinerancia / Roaming songs


A mi amigo Francisco Ferro, 
en su cumpleaños.
  

 

Al final acá estamos otra vez. Creíamos que el bloc estaba cerrado, que el equilibrista había muerto de muerte natural, pero volvió a aparecer. Me costó -eso sí- convencerlo de que publicara, pero esta vez yo tenía un as en la manga. Un as redondo, con un agujero en el medio y trece canciones adentro. Así es, queridísimos amigos: me complace enormemente anunciar el lanzamiento de mi disco de Canciones en itinerancia /Roaming songs. Ahora está concluído, y uno podría pensar que siempre fue redondo, con un agujero en el medio y trece canciones adentro, pero no. Al principio era distinto: no tenía una forma concreta, estaba hecho de la misma materia que los sueños y, por supuesto, sonaba mucho mejor. En esta página contaré su evolución.



A mediados de septiembre de 2011 mi amigo Mariano Burattini me convenció para emprender un viaje durante un par de semanas por el centro y el este de Europa. Yo estaba entonces con muy poco trabajo, escaso de proyectos y con la creatividad bajo mínimos, así que acepté la propuesta con la idea de convertir el viaje -la vivencia- en un manojo de canciones que pudieran editarse como un álbum conceptual, una suerte de collage sonoro que comunicara la experiencia de esos días; o por lo menos sacar alguna foto.

Durante la semana siguiente fijamos un itinerario (creo que más bien lo fijó Burattini, yo lo acepté mansamente cebando mate, tal es mi costumbre) y concretamos fechas. Arrancamos en los primeros días de octubre y durante dos semanas malvivimos con alegría en cafés, trenes, plazas, terminales, y en los alojamientos más baratos que encontramos, tomando apuntes textuales, sonoros o visuales sobre la experiencia, sobre nuestra circunstancia de viajeros en tránsito y sobre la vida moderna en general.

Desde el primer momento supe que mi disco no pretendería enfocar las cúpulas de los palacios imperiales sino que mantendría la mirada a ras del suelo, indagando en las calles y avenidas donde nativos, chinos, paquistaníes y africanos desempeñan como pueden sus tareas y sus amores, envejecen, cultivan sus afectos y ven marchitarse sus sueños mientras pagan impuestos.
   
Iba a hablar de Jurai, aquel viejo fantástico que tenía algunos conejos y bastante olor a pis y que nos alojó en un arrabal de Bratislava. Iba a hablar de aquellos monoblocks en los que una banda de garage ensaya sin convicción su descreimiento. O del turco enamorado que sin saber otro idioma se larga irresponsablemente a cruzar fronteras para recuperar a su chica, como haría cualquier hijo de vecino. Y de la sensación de no tener una botella de vino para pasar la noche cuando se la necesita. Y de aquellos primeros cinco mil florines, de lo que le cuesta conseguirlos a uno y a otro. Y de quienes todavía somos capaces de correr alguna vez para intentar alcanzar un tren que partió hace años. Es decir, hablaría de toda esa gente olvidada que como vos y como yo -en cualquier idioma, en cualquier lugar- hace lo que puede para defenderse del mundo, para conservar la alegría.
 
Sobre el final de 2011 empecé a revisar los apuntes y a componer los primeros temas. Después conseguí trabajo y me compré una guitarra eléctrica. Podría haber grabado con los instrumentos que tenía, pero creí que el trabajo duraría, así que me compré una guitarra eléctrica. Sí, lo reconozco, también un bajo. Creí que el trabajo duraría, ya lo dije. Duró unos meses, hasta fin de 2012. A partir de entonces, ya con más tiempo, me dediqué a grabar.

Revisé lo que había estado componiendo y me encontré con muchísimo material. Fui organizando, puliendo, descartando (a veces con lástima) y reuní un puñado de temas que conformarían el disco. Se trata de un álbum instrumental casi en su totalidad (“musiquitas aburridas” se quejaría una chica fenomenal que tuve la enorme suerte de que me haya querido, hace mil años). Los pocos pasajes en los que me toca cantar lo hago en un inglés lamentable. Decidí escribir en inglés porque fue el idioma en el que nos manejamos durante el viaje y porque el hecho de no dominarlo muy bien me resultaba estimulante. Por supuesto me tomé alguna licencia poética y varias licencias humorísticas. La idea original era aprovechar ese inglés medio en joda del que nos valimos para ponerle un toque de humor al disco, pero al final, volviendo sobre el resultado, no estoy seguro de que haya salido como esperaba. Ya lo dejó dicho Discepolín: somos la mueca de lo que soñamos ser. (Y una mueca muy absurda.)

Hasta aquí la historia del proyecto. El resultado son unas cuantas canciones sinceras, orgánicas, en las que técnicamente no quise intervenir demasiado. La mayor parte del disco está compuesto de primeras tomas. Sólo repetí las justas, las que habían salido impresentables. Y ni siquiera todas ellas. Hay algunos errores de ejecución que no quise corregir en pos de conseguir una frescura y una espontaneidad que en general no se encuentra en los discos de estudio (salvo en los de Jimmie Vaughan). No hay un trabajo forzado de post-producción. Me ceñí prácticamente a rajatabla a lo que mi hermano y yo llamamos el Concepto Sans Façon. Y estoy muy contento con el resultado. No hay parafernalia ni edulcorante. Hay suficiente aspereza, como exigía la zona y el momento histórico. Hay la sensación de no saber bien lo que pasa, dónde se está. Hay mucho espacio que fue dejado abierto a la improvisación. Hay la ejecución equívoca, la melodía que a veces no termina de resolverse. Y hay -por supuesto- los semáforos, las plazas, las estaciones de tren, los cafés. Es decir, la calle.

Bueno, no quiero entretenerlos más, que después de leer lo anterior ya estarán al borde de un ataque de ansiedad preguntándose ¿pero dónde se puede oír ese discazo extraordinario? ¿no?



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martes, 22 de febrero de 2011

No te lo pierdas



martes, 11 de enero de 2011

María Elena Walsh (1930-2011)




Cuando llegue a puerto
me parecerá temprano,
pero daré gracias
por no haber vivido en vano”









María ElenaWalsh
(Ramos Mejía 1930-Buenos Aires 2011)




-Che- desde la habitación del medio mi mujer, a los gritos, requería mi atención- ¿murió Maria Elena Walsh?
-¿Por?
-No sé, todo el mundo está colgando videítos.
Mal asunto, pensé clínicamente. Cuando los síntomas son reacciones unívocas en las redes sociales la enfermedad suele ser la muerte.
Un correo electrónico de mi hermano confirmó nuestros temores. Te tengo que dar una mala noticia, decía el Pibe. A lo mejor ya te enteraste. Y después de la noticia una anécdota, porque la última vez que estuve en Buenos Aires habíamos estado charlando de sus discos. Y después de la anécdota una ocurrencia: “También se me ocurrió que por ahí un equilibrista tenga ganas de homenajearla en sus apuntes, no sé.”
La palabra Homenaje resulta un tanto desmesurada, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que hace que no escribo, un detalle puntual que debemos sumar a mi dejadez de toda la vida. Pero voy a asumir el desafío e intentaré garabatear unos párrafos, siempre que se me permita ser completamente franco.
Para empezar, confieso que yo no tenía la menor idea si estaba viva o muerta. De verdad. Si alguien me decía que se había muerto en 2002 no me hubiera producido un efecto distinto al de esta mañana, cuando supe su muerte. Para mí ella era una de esas cuatro o cinco personas míticas, como el Canario Luna (de quien me acabo de enterar que murió el año pasado), a las que la muerte no cambia en absoluto. Gente que vive con mucha más fuerza en el imaginario colectivo que en la cocina de su casa. Como Pugliese, como Arribúa. Gente cuya presencia se reconoce en las calles de Buenos Aires aunque no se los vea. De ese modo existía María Elena Walsh en nuestra cotidianeidad, aunque no supiéramos si vivía o había muerto.
Ya ven que de su vida no estábamos muy al tanto. Pero de lo que estoy seguro es que en estos últimos meses no hubo un solo lugar en el que sus discos se hayan oído más que en esta casa. Hace unos días, sin ir más lejos, mi hermana Dolores vino de París a pasar las Fiestas con nosotros, y entre los programas que desarrollamos a lo largo de esa semana no faltó la audición de no sé si cinco o seis discos de María Elena Walsh al hilo. (¡Somos unos jodones bárbaros!).
En casa de mis viejos, en Buenos Aires, había unos cuántos discos de María Elena Walsh. No sólo discos infantiles. Allí nos criamos escuchando las canciones de En el país de Nomeacuerdo, por ejemplo. Pero también las de El sol no tiene bolsillos. Es cierto que durante la infancia se da el primer encuentro con la obra de Maria Elena Walsh, pero como todos sabemos, es esa una época en la que nadie entiende nada, y -por lo tanto- una época feliz. No sé por qué todo el mundo quiere acorralar a María Elena Walsh en esa época. (porque el idioma de infancia es un secreto entre los dos). Uno consigue reconocer el trabajo extraordinario de esta mujer recién cuando tiene uso de razón. Y hasta diría que un uso de razón más bien avanzado. Hacia los cuarenta años, si me apuran. Yo, por ejemplo, me acordaba toda la letra de La vaca estudiosa, pero no me di cuenta hasta mucho después -casi ahora- que la música es una copla Coya, como corresponde a la zona de donde la vaca era oriunda. O que en los textos de los alumnos (“los chicos tirábamos tizas y nos moríamos de risa”) el intérprete es un purrete. Si te ponés a repasar sus discos te vas a encontrar con cualquier cantidad de guiños de este tipo, y de ritmos folclóricos. De chico uno puede cantar la Marcha de Osías, pero hasta más tarde no reparará en la gracia de algunos versos (“quiero cuentos, historietas y novelas/ pero no las que andan a botón/ Yo las quiero de la mano de una abuela/ que me las lea en camisón”, entre otros). Cuando oigo a la gente decir que María Elena Walsh es una parte fundamental de su infancia, me da pena que se hayan perdido todo lo demás.
En la adolescencia es cuando los pibes sensibles le encontramos todo el sentido a su obra. Yo había arreglado Oración a la justicia para violín, clavicordio y banda de rock duro, pero mis compañeros de banda (de rock duro) no quisieron saber nada. Creo que la culpa la tuvo Spinetta, a quien admirábamos, que había dicho que aquel Charly García de Sui Generis no le gustaba porque sus canciones parecían de María Elena Walsh. A nosotros nos gustaba el Spinetta de Invisible, el flaco Spinetta de Pescado y hasta de Almendra. Pero si entonces hubiéramos viajado hasta estos últimos meses y hubiésemos podido ver en qué se convirtió el flaco, en esa vieja chota que invita a los periodistas que lo entrevistan a tomar un tecito, sacando una caja con diferentes infusiones y ofreciéndola con ademanes hiperdramatizados, entonces seguro que no le habríamos hecho caso. ¿Qué es eso de ofrecer té? Si es sabido que las buenas gentes beben vino. Y si no hay vino agua fresca. No te sorprendas si cualquier día de estos te enterás de que “Almuerza hoy con Mirtha Legrand la distinguida señora Luis Alberto Spinetta”. Pobre flaco, al final no iba a saber envejecer con la naturalidad de María Elena Walsh. Pero no nos desviemos.
Cuando con catorce o quince años volví a buscar entre los discos de vinilo que había en casa los dos volúmenes de Juguemos en el Mundo, El sol no tiene bolsillos, y uno del cuarteto Zupay cantando sus temas, fue un deslumbramiento. Esa mujer que nos había entretenido tanto de chicos no había perdido el interés para nosotros sino todo lo contrario, ahora nos hablaba del mismo modo que antes -con ternura, humor, ironía- pero nos decía otras cosas, porque habíamos crecido. Nos hablaba con ternura en temas lindísimos como Vals Municipal, Sábana y mantel, Serenata para la tierra de uno, Canción de caminantes, Barco quieto. Con ironía en The kana o Canción Neurótica (“Me paso las noches en vela/ rumiando a Cortázar y el jazz/ después me desayuno en el Di Tella/ que -créame- es la única verdad”). Y siempre con un sentido del humor maravilloso.
Empecé admirando pequeños detalles. Me encantaba que llamara Papá Noel a Fidel Castro (en Gilito de barrio Norte), por ejemplo. O sus recuerdos de Ramos Mejía, donde había un cielo entero/ por el que navegaban las hamacas/ y leche que el lechero/ traía no en botella sino en vaca”. Me maravillaban sus canciones de protesta (Oración a la justicia, Canción de cuna para Gobernante, no tanto Diablo estás). Y el abuso de la fantasía en El Señor Otoño, o El mono moto loco. Y el ingenio de la milonga Sapo Fierro.
Como todos ustedes comprenderán, no tardé en enamorarme de ella. La diferencia de edad y la incompatibilidad de nuestras tendencias sexuales frustraron de raíz el idilio. (Según los especialistas, nunca me recuperé del desengaño.)
Y como uno siempre vuelve a lo que ama, hará unos seis meses me bajé todos aquellos discos de María Elena Walsh que había en casa de mis viejos, y desde entonces volví a disfrutar con ellos igual que antes, cuando era un adolescente deslumbrado que con cada verso se iba cerciorando de que el mundo era un lugar fenomenal y complicado.
Como ya dije más arriba, en estos últimos meses escuché muchísimas veces esos discos geniales grabados hace como cuarenta años. Y nunca estuve más seguro de que hay alguna gente a la que la muerte no cambia en absoluto. Gente que vive para siempre en un lugar que construyeron ellos mismos y que consiguieron que cohabite con éste, en el mismo espacio y tiempo, pero quedándose mucho más cerca de nosotros.
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martes, 23 de marzo de 2010

Regalos

Por lo que a mí respecta, a caballo regalado no se le miran los dientes. Lo que me resulta imperdonable es no implicarse por completo en los preparativos. Porque el hecho de hacer un regalo te deschava. A través de lo regalado cualquiera puede descubrir en el autor cualidades como la generosidad o la holgazanería, la necedad o la nobleza, el buen gusto, la intolerancia y hasta la miopía. Por mucho que nos pese, un regalo saca a la luz los rincones más oscuros de nuestra personalidad.

No deberíamos tomarnos tan a la ligera el hecho de regalar, porque en cierto modo un regalo te define. Define tu relación con el mundo, o por lo menos con el destinatario del regalo. ¿Cuánto estoy dispuesto a invertir? ¿Solamente dinero, o algo más? ¿Tiempo? ¿Energía? A mí los regalos que me gusta hacer y recibir son esas cosas que no se consiguen de otro modo. Pero reconozco que no es lo más habitual. En general uno tiene que contentarse con otra corbata, un perfume o un reloj.

Desde muy chico supe que lo que podamos hacer nosotros paga mucho más que cualquier cosa comprada. Lo descubrí con cinco años, en la emoción de mi viejo al recibir para el día del padre un cenicero que había hecho yo mismo en el jardín con un pan de jabón blanco de lavar la ropa, emoción que no fue menoscabada en absoluto por la circunstancia nimia de que él no fumara. A partir de esta temprana comprobación intenté continuar siempre regalando de mi propia cosecha, salvo en casos complicados en los que la originalidad de otra ocurrencia como posible regalo o el muy frecuente de no contar con el tiempo necesario desestimara por completo la idea de ponerse a componer una copla, esculpir un bloque de granito, elaborar once docenas de empanadas.

Si uno está en situación de invertir únicamente dinero, convengamos en que la única opción razonable es regalar una o varias botellas de vino. Pero hay otros regalos digamos no artesanales, no tan especiales, que no requieren tanto esfuerzo como un soneto o un vals en do menor, pero que están un escalón por arriba de la botella de vino o de cualquier otro regalo en lo que no se invierta más que dinero, porque además del vento ha habido que dedicarle horas de meditación, una dosis grande de intuición y buen grado de riesgo. Son los regalos que a simple vista pueden parecer materiales, pero que en realidad son materia para la realización espiritual. Como ejemplo se me ocurren dos: un bandoneón y sesenta kilos de arcilla, pero si te ponés a buscar debe haber más.

Entre los regalos que no fueron de mi propia factura, sin duda el mejor se lo llevó mi amigo Diego Fútbol cuando se mudó al departamento de la calle Lambaré. No, no le regalé un bandoneón ni sesenta kilos de arcilla sino un potus; por parecerme éste un regalo mucho mejor que una licuadora. Pero no crean por eso que se salvó de mis creaciones, ya que unos años más tarde, para su casamiento, consideré muy oportuno intervenir entre la obligada vajilla de uso diario, los muebles y los electrodomésticos que son de rigor, haciendo acto de presencia -desde el exilio- con mi regalo incorpóreo, su Tema de Diego Fútbol, una vieja canción que a él le había gustado una tarde en un patio de Palermo, y que decidí grabarle como regalo de boda para que no tuviera que preocuparse por darle una ubicación entre las típicas cajas de los recién casados y un potus que acaso arrastrara desde épocas pretéritas.

Fui siempre miembro de familia numerosa y pobre, y por ello especialista en hacer regalos más “espirituales”, en contraposición con los llamados “materiales”. Recuerdo por ejemplo una de mis primeras pinturas, que regalé al gordo Colinas una primaveral mañanita porteña, con el propósito oculto de incomodarlo. Mismo destinatario tuvo mi primera obra impresa, Orquestra, que le obsequié con motivo de su cumpleaños aquella tarde irrepetible del treinta y cinco de agosto. Mi primera obra impresa constó de ese único ejemplar, con lo que regalándosela al gordo la puse a salvo para siempre. Confío plenamente en que la haya perdido, por eso se la regalé. El gordo Colinas era uno de esos tipos a los que uno podía confiarle cualquier cosa que quisiera que desapareciese para siempre. Bastaba con dejarlo en cualquier rincón de su pieza, en Villa Crespo.

Tampoco se me pasa una lámpara de pie que con mis propias manos hice y regalé a mi primera mujer. Llevaba una leyenda en la pata (un tronco de lo más rústico) en la que -citando al flaco Spinetta- le recordaba: “de ti saldrá la luz, tan sólo así serás feliz” (Me pareció divertido que una lámpara, fuente de luz, sentenciara aquellos dos versos del flaco). Tuve que hacer magia negra para transportarla hasta Córdoba en un bondi del estilo Costera Criolla. Tras recibir el regalo, ella me abandonó a los pocos días. No la culpo, era incomodísima la lámpara esa.

Otro resignado destinatario de mis berretines fue el bueno de Pablo Ryan, pobre. En poco menos de un año recibió dos mamotretos de no sé cuántas páginas -y para peor manuscritas- con los relatos de un viaje en bicicleta por Sudamérica que -por si fuera poco- ya había sufrido en vivo y en directo junto a mí. No conforme con eso, varios años después y cuando ya se creía a salvo de mi alcance, le mandé para su casamiento la grabación de un tema que había compuesto en Bolivia, durante aquel viaje, con un charango potosino y mi borrachera y mi mala voz.

No me queda más remedio que hablar ahora de Lorena, pobre santa, mi mujer actual y quiera Dios que por muchos años. Ella sí que ha sufrido a lo largo de estos últimos años mis regalos de todo tipo, menos de aquellos en los que sólo se invierte guita. Lo primero que le regalé, cuando todavía estábamos de novios y vivíamos en una isla en el Mar Mediterráneo fue esta emoción disfrazada de poema, que para mí sigue teniendo su encanto ahora, varios años después de haberla escrito:


Una emoción con ojeras

y verde como un milagro,

liviana como un poema

o la primera luz del día;

una emoción todavía,

permanente o pasajera;

acá tenés mi regalo:

una emoción con ojeras.


Es verde como un milagro

y anda descalza en invierno,

tiene gusto a mate amargo,

huele a pan recién horneado,

es un día libre ganado

tras derrocar un gobierno;

nació conmigo en Palermo

y es verde, como un milagro.


Una emoción bien canyenge,

¡sinfónica, victoriosa!

como un concierto de duendes

reos de risa despierta;

una emoción siempre abierta,

una emoción “parasiempre”,

como quien te da una rosa

te doy mi emoción canyengue.


Mallorca; 28 de enero de 2004.


A partir de aquel primer regalo ya me solté y fui festejándola en cada oportunidad. Le regalé desde una pintura que cuelga en el living de casa hasta un recuerdo de mis días en Granada. El regalo más trivial que le hice fue una cámara réflex, que entraría en la clasificación de “materia para la realización espiritual” de uno de los primeros párrafos. Tan trivial resultó que casi podría decirse que la uso exclusivamente yo. Siempre preferí hacer regalos de los llamados “originales”. Juzgo que este tipo de regalos bastante personales son los que de verdad valen la pena. Así se lo explicaba a ella una Navidad helada de hace algunos años en el pirineo catalán:



Milonga de Nochebuena

(Villancico algo resentido para celebrar la pobreza de espíritu y la otra)


Algo que no se pueda pagar con guita,

hoy la miseria me invita /a escribirte esta canción,

un regalo que abra fuego con pólvora de dos mangos,

rotundo como los tangos /y pelado como yo.


Algo que nadie más pueda regalarte,

para gambetear con arte /la situación

y arrancarte una sonrisa de esas que me gustan tanto

cuando al fin oigas mi canto /aunque ya no tenga voz.


Algo que no se compre, que no se venda;

busco un regalo que ofenda /a los que hoy recibirán

licuadoras y corbatas, perfumes finos y agendas

que me están sobrando tiendas /y faltando Navidad.


Que rabien los andorranos en sus hoteles de lujo:

¡Abran cancha porque empujo /con la fuerza de un avión

implacable y sorpresivo como el once de septiembre!

rabien porque en un pesebre /-con los pobres- nace Dios.


Habrá milonga esta noche, milonga para Lorena,

milonga de Nochebuena /aunque nos corten la luz,

habrá al menos tu milonga hecha con estas dos manos

y un corazón gordo y sano /como el niñito Jesús.


Escaldes Engordany; 24 de diciembre de 2005.


***

sábado, 26 de diciembre de 2009

Chau pucho

Mirá, para serte franco, no noto ninguna mejoría. Los profetas de la vida sana auguraban grandes beneficios. Qué se yo, a lo mejor es un poco pronto, pero ¿cuánto quieren que espere? ¿Seis años?

Hace tres semanas que no fumo y, lejos de haber agudizado el gusto y el olfato como prometen los instigadores, me agarré un catarro padre así que no huelo un pomo y de saborear no hablemos. Y menos mal, porque si casi impedido para la degustación me puse a morfar como un animal, no quiero saber lo que sería si oliera a las mil maravillas y saboreara como corresponde.

Tampoco advierto que rinda más a la hora de hacer ejercicio. Ni un uso más profundo de los fuelles. Ni menor agitación al subir los cuatro pisos por escalera hasta el departamento en el que vivo. Lo que sí he notado es que ya no tengo olor a pucho en los dedos. Un consuelo menor, si se quiere.

De cualquier modo estoy contento. Si bien todas las promesas se desvanecieron el sólo hecho de haber dejado de fumar me alegra. No porque me sienta mejor físicamente, ni porque me ahorre unos cuántos mangos, sino por haberme librado de una dependencia de muchos años. Estoy contento, más que nada, por haberme sacado una cosa de encima. Por necesitar una cosa menos.

Tres años duró el proceso, desde que decidí dejar de fumar hasta que lo logré. Tres años y varios fracasos rotundos. En esta nota explicaré cómo lo conseguí después de todo y trataré dar alguna clave para quien quiera intentarlo, pero para hablar de ello hay que rastrear el origen, hace unos meses, en una ciudad de Castilla y León, o tal vez en un patio de Palermo, en Buenos Aires, hace muchos, muchos años. Digamos tres.

Aquella tarde, en Buenos Aires, en la casa donde había fumado mi primer cigarrillo, tuve un pensamiento melancólico. Me di cuenta de que tarde o temprano mis malas costumbres iban a terminar pasándome factura, y que llegado el momento yo debería pagar esa factura con una moneda que apenas había visto alguna vez: dolor físico. A pesar de haber sido educado en la certeza de que lo terrenal no tiene ninguna trascendencia, a mí, lamentablemente y contra todo lo que yo quisiera, el dolor físico me aterra. Podría toda la gente a la que quiero morir al unísono dejándome solo por completo en este mundo, y yo escribiría un tratado filosófico. Podría mi mujer engañarme con todo el barrio, que ya me compraría yo un bandoneón y me consolaría componiendo cuatro tangos. Podrían mis hijos engancharse a las drogas duras que yo les regalaría una guitarra eléctrica y unos discos de Hendrix y pensaría que no todo está perdido. Si River se fuera al descenso y la selección Argentina quedara fuera del mundial, dos cosas que parecen muy posibles, quizá yo aprendiera las reglas del golf, o del pato, o de la natación sincronizada, y a otra cosa mariposa. Pero un simple dolor de cabeza me aniquila. A mí me duele una muela y no sirvo para nada. Un dolorcito de oído y considero el suicidio. Para el dolor metafísico tengo algunos recursos, pero para el dolor verdadero, el tradicional, el de toda la vida, soy muy maricón.

Había vuelto, entonces, de Montevideo con un dolor extraño, jodido, en el pecho, y poco me costó intuir que el cáncer tenía que ser mucho peor. No estaba dispuesto a padecerlo. Por lo menos no estaba dispuesto a alimentarlo. Supe entonces, por primera vez, que quería dejar de fumar. No me lo había planteado antes, aun conociendo los daños que provocaba en la salud. Hasta entonces yo relacionaba la palabra “cáncer” con la palabra “muerte” , pero jamás se me había ocurrido relacionarla con la palabra “dolor” hasta esa tarde. Y decidí dejarlo. A la sazón yo fumaba apenas menos de veinte cigarrillos al día. Unos diecinueve. Se me ocurrió que lo único que necesitaba para dejar de fumar era una decisión firme, y me propuse el 31 de diciembre de aquel año (2006) como mi último día de fumador. Jamás se ha tenido conocimiento de un fracaso más rotundo.

En esos días, a una hermana mía le habían prestado un librito titulado Es fácil dejar de fumar si sabes como, creo, y -juzgando que yo estaba más decidido que ella- a su vez me lo prestó. Yo estaba tan convencido de que conseguiría dejar de fumar que no me traje el cartón de cigarrillos que solía traerme siempre de Argentina. Pero el libro tampoco me fue de gran utilidad y tuve que volver a comprar puchos acá en España, mucho más feos y mucho más caros que los Parissienes. Qué bronca que me dio. Lo intenté durante un par de semanas, pero no pude aguantar un sólo día sin fumar. Aunque fuera al final del día necesitaba fumar un pucho antes de irme a dormir. Asumí finalmente el fracaso y seguí con mi vida de siempre.

Dos años después y habiendo sufrido en el interín algún otro fracaso parecido, ya con un trabajo más estable y nuevamente motivado imagino que por alguna dolencia, volví a intentarlo. El resultado, un desastre. O lo que a mí me había parecido un desastre; pero mirado con cierta perspectiva histórica, quizá no lo fuera tanto. Porque si bien a las seis de la tarde, cuando salí del laburo corrí desesperado a comprar puchos, también es cierto que había conseguido hacer todo lo que exigía una jornada normal sin fumar. Lo más difícil para mí era no fumar en las pausas de trabajo. Y aunque al salir había buscado alivio en un pucho, por lo menos ahora sabía que con algún esfuerzo era posible evitar fumar probablemente en cualquier circunstancia. Sólo que todavía no estaba en condiciones de hacer el esfuerzo.

Pero hace unos meses, de viaje con mi mujer y mis viejos por el norte de España, paramos un par de días en León. Allí hay una de las poquísimas obras que Gaudí hizo fuera de cataluña, creo. Frente a ella, en la vereda (o vedera, que también se puede y se suele, como bien ha señalado Rosencof) hay una estatua en bronce del maestro (me refiero a Gaudí, no a Rosencof) sentado en un banco público. Y a la derecha del maestro había por lo menos aquel día un puesto de chapa de la Junta de Castilla y León, donde repartían unos folletos. La más entusiasta promotora y auspiciante de mi decisión de dejar de fumar ha sido siempre mi madre. Y como es natural, también ha sido ella quien más hondamente ha sufrido desilusionada mis periódicas derrotas. Y aún teniendo motivos suficientes para abandonar la fe jamás se ha rendido, por eso ahí estaba, en el puesto de chapa de la Junta de Castilla y León que yo todavía no había visto, charlando con una chica que le había dado un folleto verde y cuadradito: una Guía práctica para dejar de fumar. No tenía intención de volver a intentarlo, así que la leí superficialmente y la guardé por si pudiera venirme bien cuando volviera a la carga. Un tipo previsor, sí. Y al final me vino al pelo, fijate.

Hará cosa de un mes leí con desazón una notificación en la que me comunicaban que me reducirían en buena medida la beca de la que gozo desde hace unos meses y que en cualquier momento se agota. En estas circunstancias, me dije solemnemente, lo importante es no perder la calma, y sacando del cajón de mi escritorio lápiz y papel me di a hacer un presupuesto. Concluí en que tenía dos opciones: o dejaba de fumar o me ponía a laburar. Naturalmente, elegí la primera.

Pero dejar de fumar no se improvisa, rezaba la Guía práctica que mi madre había conseguido aquella tarde leonina y que ahora yo repasaba conmovido, dejando escapar alguna lágrima en los párrafos más emotivos. La clave de lo que hasta ahora parece ser un éxito fue haber preparado, esta vez, una estrategia. Porque hubo un trabajo previo importante.

Suele aconsejarse el hacer una lista con los motivos que cada uno tiene para dejar de fumar, pero todo el mundo tiene más o menos las mismas razones (principalmente la salud y la guita) y ya todos sabemos bastante bien que fumar nos hace mierda, así que este paso me resulta un poco al pedo. Lo que si viene bien es planificar una fecha no muy lejana para dejar de fumar y mientras tanto identificar por qué solemos fumar, más allá de la costumbre. La guía dice: “Dejar de fumar es un proceso en el que tendrás que aprender a realizar tus actividades cotidianas sin tabaco. Es importante que sepas cuándo y por qué fumas”.

Lo más piola sería darse un margen de dos semanas, pero yo me di una sola, porque me quedaban cinco atados de puchos (compraba de a cartones, para no tener que ir todos los días). Como sea, una vez elegida la fecha (conviene que no sea muy enquilombada, claro) habrá que evitar fumar automáticamente. Porque es increíble la de puchos al pedo que nos fumamos, solamente por costumbre. Parece que no se pudiera manejar sin fumar, cuando en realidad apenas te das cuenta que estás fumando. O en cuanto salís de tu casa, ya prendés uno para caminar dos cuadras. Al pedo. Cuando tomás café ya tiene más sentido, pero en estos días previos a la gran decisión también conviene evitar esos puchos, los que están relacionados con otra actividad, porque si no cuando llegue el momento de dejar de fumar vas a tener que suspender también esas actividades. Es decir: conviene dejar de fumar un pucho ahora mientras tomamos el café que suspender pucho y café la semana que viene. Por lo menos a mí me resultó mejor.

Para estar bien pendiente de no fumar al pedo, lo que proponen es un registro diario de los cigarrillos que fumes. La primera semana anotando cuántos (uno a las once y cuarto, otro a las doce y media, etc... y al final del día contás), y la otra semana igual pero anotando también la situación y el motivo que te invita a fumar. A mí me vino al pelo porque sin ponerme límites durante esos días previos, sólo intentando no fumar automáticamente, de un atado que fumaba habitualmente pasé a fumar nueve cigarrillos el día de aquella semana que más fumé. Otra cosa que aconsejan es no aceptar invitaciones de tabaco. Es decir, si en los días previos alguien te dice “negro, vamo' afuera a fumar un puchito”, tratar de evitarlo. Fumar sólo cuándo a uno le parezca. Todo esto ayudará después, cuando sea la hora señalada. (Suenan tenebrosos órganos de viento).

Mientras tanto es bueno ir probando algunas estrategias previstas para cuando ya no fumemos, como respirar profundamente, varias veces seguidas, cuando tengamos unas ganas bárbaras de fumar. ¿Vos sabés que funciona bastante bien? Es parte del proceso para aprender a relajarnos sin tabaco, que es el objetivo fundamental.

También dicen que avises a tus amigos y familiares que decidiste dejar de fumar en unos días. Se me ocurre que el hecho de hacer público el compromiso te obliga a insistir un poco más, a encararlo con más fuerza. El día anterior al que fijamos para no volver a fumar no hay que comprar cigarrillos. Además recomiendan apartar de nuestra vista ceniceros, encendedores, fósforos y demás utensilios relacionados con el tabaco, pero fue un paso que tampoco pude respetar ya que si escondo los ceniceros, encendedores y especialmente los puchos de la bruja, podré alcanzar cierto éxito en esta empresa pero llevaría a la debacle anunciada de mi matrimonio.

Cuando haya llegado el momento habrá que hacerse cargo. Para el primer día sin fumar, la guía reserva uno de sus párrafos más emotivos: “Levántate antes de la hora habitual. Te hace falta tiempo para emprender un día importante”. ¡Qué manera de llorar con ese párrafo! ¡Es tremendo!

Dicen que no te preocupes pensando en que no volverás a fumar, que solo te preocupes de hoy. Yo discrepo. Para mí es más eficaz pensar en que si sos capaz de no fumar hoy, mañana te va a costar mucho menos no volver a fumar en la puta vida. Y es cierto. Lo jodido es el primer día. Al menos para mí, que no había pasado un sólo día sin fumar desde hacía más de la mitad de mi vida.

Que empieces el día usando los fuelles: un poco de ejercicio y respiraciones profundas. Yo ya venía haciendo ejercicio desde hace un tiempo. Supongo que ayuda, sí. También dicen que elimines por ahora las bebidas alcohólicas, el café y cualquier otra cosa que suelas acompañar con el tabaco. Pero si me diste bola y en los días previos evitaste fumar mientras tomabas café o birra, no hará falta.

Que comas alimentos ricos en Vitamina B, aconsejan. Pero no te dicen cuáles son esos alimentos. Se pueden buscar en Google o pasar directamente al próximo punto, que es hacer un poco más de ejercicio después de comer. En el punto siguiente es donde uno empieza a preocuparse: hay que empezar la práctica regular de algún deporte al alcance de tus posibilidades (estos están en pedo, quieren que todos nos parezcamos a Rocky).

Una cosa que supongo que a mí me ayudó bastante fue que el día que yo había fijado para dejar de fumar todavía tenía tres puchos en el bolsillo. Ahí los tuve todo el día. Hice un poco de ejercicio, tomé jugos naturales, busqué satisfacción y relax sin fumar, en fin, sentirme bien sin necesidad de puchos. Y lo venía consiguiendo hasta las siete de la tarde, hora en la que nos sentamos con mi mujer en una terracita de la Rambla de Poblenou a tomar un par de cervezas. Y -como un boludo que nunca he negado ser- prendí uno de los tres puchos que me quedaban en el bolsillo. Y no te das una idea de lo mal que me sentó. Me agarré un mareo de la gran flauta, sentí una especie de hormigueo por todo el cuerpo, me di cuenta de que la sangre se estaba espesando, es decir, me hizo bosta ese pucho. Después me fumé los otros dos, para no volver a tener cigarros en el bolsillo al día siguiente. Y hasta ahora no he vuelto a fumar.

Durante los primeros días es cuando más cuesta. Lo bueno es preparar alguna estrategia porque hay momentos en los que puede parecerte que te vas a volver loco. La estrategia dependerá de lo que te guste hacer, pero la cuestión es distraerse, concentrar la atención en algo que no tenga que ver con fumar. Lo peor es quedarse pensando “uh, qué garrón, estas ganas de fumar”. Hay un montón de gente que lo ha dejado y se sabe que cuesta desde un poco a bastante, pero no hay datos de nadie que se haya vuelto loco. A medida que pasan los días va costando menos, sobre todo superada la barrera del primer día.

Noté también al principio una alteración fuerte del sueño: me despertaba mil veces, algunas no conseguía volver a dormirme, por la mañana me pegaba unos madrugones que ni en la colimba, yo, que tan aficionado soy a la catrera. Duró una semana, más o menos. Supongo que era una respuesta física esperable cuando suprimí de golpe una droga que no había faltado jamás en mi organismo durante diecisiete años, si es que sólo fueron diecisiete.

Lo que todavía dura es la ansiedad. Hago deporte, respiro profundamente, tomo té de tilo y hasta whisky, pero es inútil. Y una suerte de hambre atroz e insaciable aún sin haber mejorado en absoluto mis sentidos del olfato y el gusto. Porque esa era una de las cosas sobre las que advertían: el fumador ya de por sí quema más calorías que el que no lo es, fundamentalmente por la nicotina. Cuando dejamos de fumar, además, recuperamos el gusto y el olfato, de manera que el morfi huele y sabe mejor, por lo que le entramos sin asco. Y para peor la comida actúa como sustituto del tabaco, como elemento que calma la ansiedad. Todo esto explica, chicas, esta buzarda enorme de la que me hecho acreedor en tan poco tiempo para estupefacción de todas. Pronto volveré a mi fibrosa figura de siempre, ya lo verán.

Para prevenir esta situación del todo común, los expertos aconsejan reducir la ingesta calórica, moderar el consumo de grasas, sal, azúcares y condimentos, llevar una dieta rica en vegetales y sustituir el alcohol por abundante agua y jugos naturales. Yo, personalmente, no creo que haya que ser tan fanático. Porque si no, más que algo gratificante, dejar de fumar es una tortura.

Yo prefiero cortar un poco de pan, un salamín, unos taquitos de queso, abrir una lata de paté, unas aceitunitas, descorchar una de esas botellas de tinto que estaban ahí esperando una ocasión especial y disfrutar un poco de este logro importantísimo de haberse librado del tabaco, de la necesidad maldita del tabaco.

Tres semanas sin fumar, y a mí me parece que lo vengo llevando bien. Mi mujer dice que estoy insoportable, pero creo que tenía la misma opinión cuando yo fumaba. Dice que últimamente ando irritable y con un humor de perros. Sospecha que se trata del famoso síndrome de abstinencia. En cambio no ve ninguna relación entre mi estado de ánimo y el hecho de que mi suegra esté parando en casa.

Reconozco que hay momentos en los que aun me cuesta un poco no fumar. Sobre todo durante actividades en las que solía hacerlo sin medida, como cuando hago música o mientras escribo. Antes, si me bloqueaba, salía al balcón a fumar un pucho y seguía tras la pausa. Ahora camino por las paredes.

Y un poquito por el techo, también.


***

viernes, 11 de diciembre de 2009

Bela (in memoriam)

y a su hija y mi madre, Josefina,
y a su nieta y mi hermana, Magdalena,
en la fecha de las tres.


Había visto a mi abuela hacía unos meses, en su departamento de la calle Las Heras. Sabía que no la encontraría del todo centrada, pero que me confundiera con un hermano suyo muerto varios años antes me dio un parámetro aproximado de su lucidez. Aquella tarde yo tenía veintisiete años. De su hermano no guardo ningún recuerdo, pero debía ser pelado. Siempre dí por sentado que la había confundido mi calvicie prematura. Por lo demás estaba chiquitita y dormida. Pelo blanquísimo (había abandonado el gris cuando cumplió sesenta, me acuerdo, ni un día después), la cara muy flaquita y esas arrugas imposibles que hablaban de su sabiduría ahora durmiente. Probablemente se había levantado porque habíamos ido nosotros, mi mujer y yo. Abría los ojos, decía algunas incoherencias y se dormía, pobre.

Supe de su muerte en esta ciudad en la que vivo, pero entonces sólo estaba de paso. Volvía de Andorra, de una temporada en la que había trabajado poco y esquiado mucho, y arrancaba para Menorca al día siguiente. Había venido a Barcelona a tomar el barco. Agus me había alertado unos días antes de que ya estábamos por perderla. Hacía casi treinta años que estábamos por perderla. Esa noche, en una especie de piso franco del barrio de Gràcia, revisé el correo por si había noticias. Le decíamos Bela.

Bela. Desde el único lugar desde donde el sobrenombre tenía completo sentido era siendo nieto. Cuadraba a la perfección: era la mezcla natural de su nombre (Isabel) y su condición (abuela). Yo siempre lo entendí desde ahí. Quien se lo haya puesto seguro que lo hizo pensando en nosotros, pero no nos distraigamos con especulaciones.

Dije que el día en que mi hermana me escribió diciendo que estábamos por perderla no lo consideré un mensaje demasiado revelador ya que hacía como treinta años que la situación era la misma. Lo que todavía no conté es que Bela decía tener mi edad. Mejor dicho, nueve meses más que yo. Y no por hacerse la coqueta, como esas viejas chotas que dejan de contar los años, nada que ver. Ella nunca tuvo vergüenza de envejecer ¿no digo que a los sesenta consideró que ya era una edad apropiada para dejar de teñirse el pelo?. Envejecer la tenía sin cuidado. Lo que sí le preocupaba un poco era morirse. Y más que un poco debía preocuparle bastante, porque durante casi treinta años estuvo eludiendo a la muerte con maestría. La útlima vez que la vi en Las Heras, cuando tanto le costaba mantenerse despierta, más que otra cosa me pareció que ya estaría cansada de hacer gambetas.

Decía tener mi edad porque la noche en que mis viejos se casaron -no sé si habrá habido una relación directa entre los dos hechos- tuvo un derrame cerebral que la dejó knock out. Juzgó que había muerto. Y tomó la fecha de su despertar por otro nacimiento, cosa que -admito- no resulta demasiado habitual, pero que en casa siempre dimos por cierta. Y en rigor lo parecía.

Mi abuela siempre se había caracterizado por su rectitud y su discreción. Le había tocado en suerte convivir con todo tipo de gente, de la que no siempre se podía decir cosas buenas. Ella jamás había hablado mal de nadie. Pero después del derrame se deschavó. Empezó a hablar pestes de quienes se lo merecían e incluso de otros pobres diablos que en el entusiasmo de Bela caían también en la volteada. Algunos familiares, sin ir más lejos. Familiares cercanos. Demasiado cercanos.

Y ya no se calló ni los gestos: resultaba facilísimo darse cuenta de quién no le caía bien. No volvió a hacer el más mínimo esfuerzo para disimularlo. Y sin querer me enseñó que en la gente no hay nada tan valioso cono la autenticidad.

A partir de entonces y cíclicamente, Bela iba recuperándose, alcanzaba un punto de aparente estabilidad y pronto otro derrame cerebral la estaba esperando, agazapado. Así durante casi treinta años.

Esto no fue, en absoluto, un obstáculo en nuestra relación. Muy al contrario, quizá los nietos aprendimos a valorar su compañía a raíz de su situación. Una mujer arrugada y festiva, un poco loca, capaz de recitar de memoria los párrafos más oscuros de Shakesperare ¡y en inglés! después de nosecuántos derrames cerebrales no era algo de lo que uno pudiera desentenderse así nomás.

Una mujer anciana que no se andaba con estupideces y se dejaba seducir por sus nietos menores de edad para disfrutar de una cerveza en buena compañía, por mucho que algunos tíos estúpidos se rasgaran las vestiduras hipócritamente.

Una mujer que -si a alguien se le hubiera ocurrido (como se me ocurrió a mí entonces, pero yo entonces era un crack de las ideas que jamás se aventuraba al campo práctico) ponerle una cámara enfrente- hubiese sido mucho más efectiva (y esto no es mucho decir, pero en realidad era alucinante) que cualquier programación de tv en cualquier horario, por sus genialidades espontáneas y por su gracia lenta que te iba invadiendo de a poco, y por sus remates disparatados.

Cuando yo era chico, mis amigos iban cada tanto a visitar a sus abuelas porque ellas les pasaban guita. Nosotros no. A nosotros nunca, jamás nos tiró un mango. Nunca. Hay épocas de la vida -cuando uno es pendejo, o adolescente, sobre todo- en las que está muy pelotudo, muy egoísta, sólo pensando en sí mismo. Y ni siquiera en esas épocas el hecho de que no nos diera guita fue un impedimento para que nos alegráramos de ir a verla. Ella tenía otra cosa. Uno podía escuchar sus historias durante horas y perderse treinta veces en medio del relato y no saber en ningún momento de qué estaba hablando, es cierto. Pero tenía la difícil virtud de hacerte sentir en paz. Por lo menos a mí su compañía me transmitía esa sensación. Daba la rara impresión de que después de estar con ella uno era un tipo mejor. Sólo era una impresión, claro: yo siempre seguí siendo el mismo cretino, pero reconozco que ella me enseñó a elegir mejor las canciones a interpretar.

Me acuerdo de un verano que pasamos en Moreno. Una noche ella se había ido a dormir y yo me quedé cantando y tocando la viola afuera, casi frente a la ventana del cuarto en el que ella dormía. Por supuesto ella era incapaz, en aquel momento de su vida, de quedarse en el molde cuando oía o veía algo que no le gustaba. Una característica de lo más simpática, para mí, aunque no siempre sus expectativas se correspondieran con la realidad (una vuelta se calentó porque la gente estaba tirando petardos un 31 de diciembre a las 24 hs.) Aquella noche en Moreno yo había cantado una serie de canciones que se ve que no merecieron ninguna objeción por su parte. Hasta que me puse a cantar un viejo tema de Moris, un tema que dura como veinte minutos y del que hoy no me acuerdo más que el ritmo y la secuencia de acordes. Y gracias a Bela también me acuerdo que en un momento dice “...a los amigos puedes llamar, de nada sirve”. Yo estaba cantando como había cantado mil veces esa canción y otras muchas, pero entré a oír la voz de mi abuela que a los gritos y en un tono autoritario me ordenaba que me dejara de cantar boludeces para informarme inmediatamente que los amigos son lo más grande del mundo, que no hay relación más noble que la amistad y que el valor de los amigos jamás debe ponerse en duda. Me cagó a pedos a través de la persiana. Y bien merecido me lo tenía. Por boludo, por cantar temas de Moris.

La que sí nos malcrió siempre fue Ana María, mi otra abuela. En realidad es tía abuela nuestra, pero como Mercedes murió siendo yo muy chico, ella hizo un poco su papel. “La Anciana Dama” se autodenominaba en joda cuando éramos chicos; pero ya hablaré de ella en otra nota. Hoy quería hablar de Bela.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Copenhague

-¡No, no, no!- se lamentó Samuel Goinberg viendo volver del baño al Negro José con el cenicero vacío en las manos. -¡No, viejo, no!
El Negro interrumpió su marcha y se quedó mirándolo con dos ojos redondos como platos. No entendía nada. En realidad nadie entendía nada. Hasta este punto la reunión había estado de lo más entretenida, como cada viernes en casa del ruso. Unas pocas velas sabiamente distribuidas junto a algunos espejos dando la media luz adecuada, las animadas charlas interrumpidas cada tanto por las notas cadenciosas del piano vertical, las copas llenas de vino, el ambiente agradable que logran los viejos amigos cuando se reúnen ineludiblemente al acabar la semana. Llueva o truene.
-Pero ¿de dónde los sacan a estos negros de mierda?- preguntó herido Samuel Goinberg al resto de la concurrencia que, incómoda, no sabía si estaba bromeando o si se había vuelto loco.
-¿Vos sabés la de agua que contamina un pucho? ¡Como cincuenta litros de agua, contamina, boludo! Un sólo pucho. Ahora contame ¿cuántos acabás de tirar al inodoro? ¿diez? ¿quince?- esperó un par de segundos y ordenó -Sacá la cuenta.
El pobre Negro estaba desconcertado. Era evidente que lo estaba pasando mal. Nunca antes el ruso había increpado a nadie de ese modo. Es cierto que esta noche había bebido un poco más de lo habitual, pero de todas maneras su reacción resultaba -por lo menos- inesperada. Ahora tenía al Negro a un metro y medio de distancia y lo miraba serio, a la espera de una justificación.
-¿Quinientos litros?- arriesgó el Negro, acobardado.
-¡Una punta de litros, animal!- concretó el ruso -¡Eso va al río, al mar, yo qué sé adonde va, pero contamina toda el agua que encuentra!- Desvió la mirada, se pasó una mano por la frente y, más tranquilo, explicó:
-En la basura hay que vaciar los ceniceros, querido.
Por mucho que invitara semanalmente a los suyos de manera desinteresada y disfrutara a todas luces de su papel de anfitrión, Samuel Goinberg tenía fama de tacaño. Y no sólo por su origen judío. Mas bien se la había ganado por una curiosa forma de cuidar los gastos. Y digo curiosa porque el ruso siempre había tenido buenos trabajos. Se sabía que ganaba bastante más que el resto. Y no porque hiciera alarde de ello ni nada por el estilo, pero esas cosas se notan ya desde que te dice en qué está trabajando; y el ruso siempre estaba preparando no sé qué proyecto para las más grandes empresas. Bastante más que el resto ganaba seguro. Pero no vayas a creer que se lo refregaba a los demás, no, para nada. Aprovechaba esa ventaja de diversa maneras, entre ellas agasajándolos cada viernes por la noche, en reuniones austeras pero inolvidables. Por eso resultaba inexplicable aquel celo en el ahorro, en el cuidado de las pequeñas cosas en las que sus amigos no se detenían jamás. Ni aunque estuvieran viviendo al día. El ruso se escandalizaba cuando alguien dejaga un equipo en stanby toda la noche. “Pero si gasta poquísimo, ruso”, le decían. “Pero si lo desenchufás no gasta nada” argumentaba Samuel Goinberg, vecino de Villa Crespo, treinta y cinco años de edad. Un cuidado exagerado, te diría, un celo inexplicable que recién se vino a aclarar esa noche a raíz del medioambiente, o de lo bastante que había chupado el ruso, o a las dos cosas.
La reunión se había enfriado sensiblemente y Samuel Goinberg parecía lamentarlo.
-Disculpá- dijo, dándo al Negro una palmada en la espalda, invitándolo a que se siente. Después llenó las copas con actitud penitente- Disculpá, Negro- repitió- Disculpá.
-No sabía que estabas tan interesado en cuestiones medioambientales- inquirió con saña el petiso Robledo, escondiendo una sonrisa maligna y campaneando de reojo a los demás. Flor de hijo de puta, el petiso. Uno de esos tipos que siempre se están cagando de risa del resto, que así como quien no quiere la cosa dejan caer el comentario afilado en el momento oportuno. De esos que haciéndose los boludos te pinchan, te preguntan las cosas más incómodas fingiendo inocencia. Y Andá a saber qué le pasaba al ruso que había abandonado por completo su timidez habitual adoptando un aire que no se le conocía, un aire un poco insolente, si se quiere, nada propio de su carácter por lo general introvertido.
-¿Por qué serás tan forro, Robledo?- preguntó tranquilamente Samuel Goinberg. El tono de la pregunta se correspondía con su forma de ser. Lo que no encajaba del todo era la ofensa directa. -Si querés que charlemos, antes borrate esa sonrisa pelotuda de la cara, porque si sos capaz de atenderme en lugar de estar relojeando cómo reaccionan los demás a tus comentarios, en una de esas aprendés algo, payaso.
Al petiso se le congeló la sonrisa. Los demás empezaban a preocuparse. El ruso estaba comportándose de forma imprevisible. Quizá había contraído una enfermedad terminal que le hubiera hecho replantearse su actitud ante el mundo. Quizá sacara en cualquier momento una escopeta del ropero y con su sereno tono de siempre anunciara la inevitable masacre de grupo con su posterior suicidio. Quizá solamente fueran unas copas de más. No era fácil saberlo.
-Cualquiera de nosotros, cualquiera que te conozca, puede decir que sos un tipo alegre ¿no, Robledo? Jodón... digamos festivo. Si cada uno de los que está acá tuviera que definir tu carácter en unas pocas palabras, las que más se repetirían, estoy seguro, serían gracia, joda, impertinencia, picardía, chispa... y baja estatura o enanismo. Con E, no onanismo. Bueno, a lo mejor también, pero no viene al caso. En cambio lo de tu temperamento sí: un tipo alegre. Jodón y bajito ¿no?
El petiso lo miraba serio. Desconcertado. Los demás asintieron, a la expectativa.
-Entendemos que a pesar de todo te gusta estar acá, en el mundo.
Hizo una pausa, con la mirada buscó aprobación a su alrededor y continuó:
-A mi también, Robledo. A mí también- El ruso dejó su copa en la mesa, se levantó como cansado y se puso a caminar en vueltas lentas alrededor del grupo, que permanecía en silencio. Parecía un actor de teatro en su intervención crucial, consciente de la atención que suscitaba, exagerando la pausa por puro gusto, eligiendo quizá la forma de su discurso, la menos ceremoniosa, la más efectiva. Caminaba en círculos alrededor del grupo premeditadamente, como juega el gato maula con el mísero ratón, habría dicho el tanguero.
-Y esta sola situación de gusto, de agrado- continuó -nos está exigiendo una responsabilidad. No a otros. A vos y a mí. Y a vos, Margarita, y también a vos, Negro- A Margarita no le gustó mucho ser incluida en la lista- No a los amargados que se pasan la vida hinchándole las pelotas a los demás, ni a los depresivos egoístas que sólo piensan en sí mismos. Pero sí a nosotros, a la gente común que trata de vivir lo mejor que puede y reconoce que después de todo el mundo no es un lugar tan malo.
Algunos respiraron aliviados. Lo de la escopeta en el ropero quedaba descartado. Todavía podía tratarse de la enfermedad terminal y hasta de la bebida, pero -como acababa de reconocerlo- a Samuel Goinberg también le gustaba estar en el mundo, por lo que nadie esperaba ahora que el ruso los amasijase para luego inmolarse. Menos mal.
-Ahora que sabemos que durante los últimos siglos hemos estado haciendo las cosas como el culo, quedan dos opciones: o seguimos por el mismo camino (que ya sabemos a dónde lleva) o empezamos a hacer las cosas de otro modo. Y hacer las cosas de otro modo no quiere decir sacrificar demasiado bienestar. Yo jamás me exigiría a mí mismo una ducha de tres minutos, como dice exigirse Chávez, pero si él es tan poronga ¡adelante!, a mí me parece estupendo. Ya se sabe que yo no soy ni tan dogmático ni tan revolucionario como el líder venezolano. Mi aporte es menos heroico, por supuesto, pero igualmente valioso.
El tono del ruso ya era del todo afable. Los muchachos empezaban a aflojarse, los ánimos se distendían. El petiso intentó meter otro bocado pero el ruso lo paró.
-No me rompas las pelotas, ya sé lo que vas a decir, que con razón, mirá vos, justo el ruso, Robledo. Sos más previsible que un almanaque. Pero te tengo que cortar porque no lo hago de rata, como te divierte insinuar. Ahorro por convicción, porque me parece que hay que vivir con responsabilidad. No por amarrete. Gasto menos que la mayoría de la gente y vivo igual. O mejor. Porque no gasto donde no hace falta. Si tengo que hacerme un té no caliento un litro de agua. Caliento una taza. Y ahorro agua, gas y tiempo. Y reduzco, dentro de mis posibilidades, la emisión de dióxido de carbono, o qué se yo qué gases de efecto invernadero.
Samuel Goinberg había tomado otra vez ese aire nuevo de seguridad. Explicaba con elocuencia apenas interrumpida para apurar un trago largo de vino y seguir pontificando con una determinación que no se le conocía. Tenía un cierto aire de terrorista reivindicando sus ideas. Llenó las copas de nuevo y prosiguió:
-¡Una masa el vino! Y es otro ejemplo de consumo responsable. No por la cantidad, sino por el género en sí. Tomar vino refleja un compromiso firme con el protocolo de Kioto, mi viejo. A ver quién es el hijo de puta que viviendo en la Argentina, donde todavía tenemos buenos vinos a precios razonables, se pone a escabiar whisky. Y no porque el whisky importado sea demasiado caro y el nacional una mierda, no lo digo por eso. Lo digo porque el proceso de destilación chupa energía a lo bobo, muchísima más energía que el de fermentación, que es el proceso que nos brinda esta maravilla- dijo moviendo la copa en círculos, para que el vino baile- ¡Una masa el vino!
-Ah, era por eso que el ruso nunca ofrecía whisky- informó el petiso, pero Samuel Goinberg no lo escuchaba; revoleaba su copa, olía y bebía, y el movimiento de su mano era a veces tan fuerte que en el balanceo de la copa caían buenas cantidades de vino hacia los lados, cosa que apenas le preocupaba. Estaba entusiasmado y con ganas de exponer sus ideas. Y de seguir bebiendo, aparentemente. Bebía a una velocidad insospechada. Y volvía a servirse, tras comprobar que las copas de sus amigos permanecían llenas, y a revolear la copa, y a oler el contenido. Parecía también como si se revoleara a sí mismo. Y exaltaba las bondades del vino, arrastrando algunas palabras que le daban pelea. Es decir, ya estaba en pedo.
-Chupar vino en vez de whisky, viejo, supone un gran ahorro energético. Y en este caso concreto no sólo no hay una pérdida apreciable de bienestar ¡campaneáme la frase! que suele ser mi vara para medir hasta dónde ahorro, sino que significa incluso una notable mejora. Un alza evidente en el nivel de vida. ¿Te das cuenta? No vas a comparar un destilado repugnante con este delicioso elixir, loco. Por eso te digo, hay que aprender a vivir de otra manera. A cuidar lo que tenemos.
-¿Por eso las velas?- preguntó Margarita -¿para no gastar luz?
-Efectivamente. Y dan una iluminación copada. También fijate que están junto a los espejos, para que reflejen la luz; para usar menos velas, en definitiva.
-Qué fenómeno el ruso- dijo el petiso Robledo- ¡lo tiene todo calculado!
-Si hiciera falta luz las prenderíamos, boludo. No me preocuparía. Pero con estas velas se está estupendamente bien. Una iluminación cálida, romántica, agradable. Incluso casi ni nos damos cuenta cuando le manoteás el ganso al Negro, Robledo.
-Ah, mirá qué bien- se ofendió el petiso- el chiste fácil, la ofensa gratuita...
-No lo hago de amarrete: si necesitáramos más gastaríamos más. Pero decime, quién quiere enchufar un equipo de audio teniendo al piano a Margarita. Seguimos ahorrando energía y seguimos subiendo de nivel. ¡Ni los ricos tienen en sus mansiones, cada viernes, un pianista a la altura de Margarita como nosotros, viejo! Y para mí sigue siendo algo extraordinario a pesar de la regularidad. Estoy muy contento de vivir de esta manera y valoro muchísimo todas estas cosas- apuró de un trago largo el último culo de su copa y remató- Así que quiero cuidarlas. Si no terminamos siendo como esos forros que van a la montaña con un aerosol y en un paraje natural te clavan una pintada “Acá estuvo Carlitos”. Me enferman esos pajeros. Y fue más o menos lo que hicimos todos hasta ahora.
Los muchachos se quedaron en silencio. El ruso descorchó otra botella pero ya no se sirvió. La dejó abierta sobre la mesa y dijo:
-Estuve pensando mucho en el tema estos últimos años. Se me ocurrieron varias estrategias para achicar el impacto de todo lo que consumimos. En estas reuniones pusimos en práctica unas cuántas, reduciendo la huella ecológica prácticamente a nada. Si no fuera por los pedos de Margarita, la emisión de Gases de Efecto Invernadero durante la noche de los viernes en esta casa de Villa Crespo sería nula, pero no la culpo porque toca el piano que es una delicia.
-No, a mí me parece bárbaro- interrumpió el Negro José- pero no sabía nada, ruso. Disculpá por lo de los puchos. Estoy de acuerdo en que hay que cuidar mejor todo, sabés. Es una actitud muy noble. Una virtud cristiana, incluso: el espíritu de pobreza.
-¡Y el que viene a recomendarla es el ruso!- se río el petiso.
-Naturalmente, Robledo: somos occidentales y cristianos- explicó Samuel Goinberg mirando su reloj pulsera.
-Bueno, muchachos, el tema da para mucho más, pero yo voy a tener que abandonarlos porque en un rato sale mi vuelo. Si lo necesitan pueden recurrir con absoluta confianza al estante de los vinos, yo voy a ir arrancando para el aeropuerto, no vaya a ser cosa que además de borracho llegue tarde.
-¿A dónde te vas, ruso?
-A Copenhague, a ver qué podemos hacer. Espero dormir un poco en el viaje. No debí haber tomado esta última copa, che. No me siento del todo bien... Chicos, me las tomo. Si quieren quedarse hasta que vuelva no pasa nada. Pero si se van, por favor, hagan la gauchada: que el último apague la luz.

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