sábado, 21 de febrero de 2009

La Yunquera

A la memoria de Olga y Serrano.
Y también a Luli, que me recordó la fecha.


En realidad no estaba en Moreno sino en Villa Malaver, un cruce a mitad de camino entre San Miguel y la Ciudad del Encuentro (me contaba Pancho que allí encuentran a todas las víctimas de secuestro). Pero nosotros la llamábamos “Moreno”. De chico creía que la zona se llamaba así porque quienes la habitaban tenían la piel más oscurita. Por supuesto no tenía ni idea de quién había sido Mariano Moreno, así que mi confusión tenía su lógica. (Ahora tampoco se muy bien quién fue Mariano Moreno, me suena que un prócer).

-¡Vamos! ¡A levantarse que nos vamos a Moreno!- decía la vieja sacudiéndonos para que reaccionáramos. Y nosotros –todavía medio dormidos- ya preveíamos entusiasmados lo que vendría: alocados partidos de volley o de polo en bicicleta, el juego de la mancha en la pileta, divertidísimas charlas con Serrano regadas con mate dulce que cebábamos en una de esas latitas tan típicas, insospechadas “Cataratas” que nos descubrió Carina una tarde -ahí nomás- apenas pasando un poco la cancha de Los Matreros, mujeres exóticas bailando desnudas en las copas de los árboles, increíbles aventuras en un nuevo viaje en bici hacia el confín del mundo: Las Tierras del Morenito. Es que todo resultaba sorprendente cuando uno era chico.

La casa estaba estratégicamente construida para que se mantuviese fresca en verano y para que el sol del invierno le diera la mayor cantidad de tiempo posible. Por otra parte, se caía bastante a pedazos. Tenía cualquier cantidad de goteras en todas las habitaciones, pero eso no era un obstáculo para que fuéramos felices. Porque lo más lindo pasaba afuera. Había asados multitudinarios a veces coronados con el dulce de leche duro que solía llevar Félix, de postre. Después fútbol para todas las edades (en la misma categoría) mientras los menos deportistas prolongaban la sobremesa tomando café y fumando puchos a la sombra de los pinos hasta la hora del té. La hora del té nos encantaba a los chicos, siempre había facturas y gaseosa. A veces, incluso, tortas. Cuando el sol empezaba a caer y tras un buen baño en la pileta, se armaba la cancha de croquet. A partir del palo de colores que indicaba la ronda de juego se clavaban, a un paso largo de distancia, tres arcos. Nosotros lo aprendimos temprano. Después, alineados a zurda y diestra otros dos, regulando las distancias según la amplitud del terreno. Al centro la “campana”, dos arcos cruzados que eran la prueba decisiva del juego. Después se continuaba el resto de la cancha en forma de espejo. Para mí, el mejor jugador de todos era mi viejo. Siempre. Era el mejor jugador del mundo. A la noche, cuando comíamos empanadas en la media oscuridad del jardín, solíamos ver a lo lejos el camisón blanco de Mariu –tendría seis años- persiguiendo con sigilo algún sapo desesperado que a largos saltos intentaba vanamente una huída. Para el postre se acercaba mi hermanita, tan tranquila, con el sapo en la mano. Flac, el ovejero, contemplaba la escena como cansado. Cuando traían arena para renovar el arenero, ladraba y saltaba que era una fiera: ¡se cagaban en las patas los camioneros! Y los del atmosférico ni te cuento. Porque cada tanto había que sacar la mierda del pozo ciego. Traían una manguera y a chupar mierda durante cuatro o cinco horas. Una esputsa que ni te cuento. Hablando de pozos, el agua de Moreno les encantaba a todos. "Agua de pozo", decían los grandes, aprobando la calidad de la misma, "Agua De Pozo". Cuestión de costumbre, tal vez; yo prefería la de Buenos Aires.

Los domingos nos levantábamos temprano para ir a misa a la capilla de “Los cuatro vientos”. Después desplegábamos una mesita verde en la mitad del parque para desayunar al sol. Café con leche, nesquik y tostadas con manteca y mermelada. “La manteca saca granos” solía repetir mi abuelo Leandro, y nos preparaba unas figacitas con dos centímetros de manteca por encima. Alargábamos el desayuno todo lo que podíamos, charlando, comiendo figacitas, porque nos dábamos cuenta de que éramos felices. Después organizábamos las excursiones a las Cataratas o a Las Tierras del Morenito.

Pero además de los fines de semana íbamos a pasar temporadas largas durante las vacaciones de verano. Nos instalábamos en Moreno a veces hasta un buen par de meses. Pobre el viejo, que iba todos los días a laburar a Buenos Aires en el 57, y volvía en el tren del Pacífico hasta San Miguel. En la estación agarraba el 203 hasta Malaver. Lo íbamos a esperar al portón y nos encantaba adivinar su silueta cuando ya anochecía, llegando desde la ruta con su portafolio lleno de golosinas que compraba a los vendedores ambulantes del vagón.

Son los recuerdos de infancia. De adolescente seguí yendo, con la familia a veces y otras veces con amigos. Pero ya nada sería igual. Nuestra infancia empezó a acabarse una noche en la que en una habitación de aquella quinta murió mi abuelo Leandro. Antes nos había hecho una casa de troncos en “el terreno”. Era un terreno aledaño del que se había hecho cargo Félix y en el que en alguna época se fueron cultivando algunos frutales: ciruelas, duraznos, etc., para consumo propio. Ahí nos había dejado Leandro una casita de troncos para que jugáramos los nietos. La hizo él, según me dijeron, con sus manos y un cuchillo. Y en ese mismo “terreno”, años después, los Serrano construyeron su casa. Cuando murió Leandro se empezó a empañar un poco la alegría que siempre nos había dado la quinta, pero aunque empezábamos a despertar de la niñez todavía éramos chicos. Nuestra infancia empezó a terminarse aquella noche, y se acabó de golpe la tarde del Accidente, cuando uno de los árboles a cuya sombra almorzábamos habitualmente, sin que nada lo anunciara cayó sobre mis primos Florencia y Francisco. Nunca sabremos por qué. Afortunadamente Francisco se recuperó pronto. Flor ya no volvería a caminar, pero no quiero extenderme en este tema, básteme decir que a partir de entonces nada volvería a ser como antes.

Con los amigos íbamos en general en invierno, porque en esa época no iba nadie. Nos llevábamos algunos instrumentos (me acuerdo, por ejemplo, de un acordeón a piano en el que intentábamos “Cambalache”, además de la guitarra y los bongó) y muy poca guita, como para el bondi y algo más. Ya no hacíamos asados, comíamos lo más barato que hubiera en el almacén y lo regábamos con alguna damajuana. Polenta, arroz, fideos… Salchichas ya era un lujo. Pero hacíamos un buen fuego y nos quedábamos tomando vino y fumando hasta altas horas de la madrugada. Cuando la polenta que hubiera sobrado se enfriaba salíamos con la olla a rellenar los baches de la calle General Pinto, prestando de este modo un gran servicio a la comunidad. Éramos unos románticos: soñábamos en voz alta, hacíamos proyectos disparatados, creíamos que todo era posible. Y lo era. Allí se nos ocurrió formar nuestra primera banda. Un poco arbitrariamente decidimos que Rolo tocaría el bajo, el Largo la batería y yo la guitarra. Tampoco sabremos nunca por qué. En esa época cualquiera podía escribir un tema. Incluso llegamos a hacerlo. Qué lástima que no haya prosperado, hubiera sido MUY revolucionario aquello. Unos disparates escribíamos…

Y de pronto un día descubrimos que las Cataratas era un terreno en obras, que lo que creíamos el confín del mundo, Las Tierras del Morenito, no quedaba más que a veinte cuadras, que las mujeres exóticas que bailaban desnudas en los árboles eran imaginarias, que había que sacrificar a Flac, que de la casita que nos había hecho Leandro ya sólo quedaban ruinas, que el polo –aunque fuera en bicicleta- era un deporte cheto, que a Mariu le empezaron a dar asco los sapos, que nuestras canciones eran malísimas y que los duraznos del terreno eran alucinógenos. Entonces papá se dio cuenta de que ya no estábamos aprovechando la quinta como antes. Consultó con la familia y Moreno se puso a la venta. Alguien la compró hace seis años, pero le va a costar mucho empardarnos la alegría.

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lunes, 16 de febrero de 2009

La mirada de los otros


Como ya había observado un equilibrista en la última página de su
Fragmentario, en Buenos Aires faltan monedas. El otro día lo contaba en un artículo la señora Soledad Gallego-Díaz, para el diario El País (“Una ciudad sin monedas”, Domingo 8/2, suplemento Negocios, sección economía global): “La falta de monedas que padece Buenos Aires podría ser el tema de una buena novela policíaca. Nadie sabe con certeza por qué en esta ciudad es tan difícil proveerse de cambio ni quiénes lo están acaparando ni, sobre todo, dónde está el negocio que hace que desaparezcan de la circulación”. No intentaré en esta página esclarecer el misterioso negocio porque, si bien da rienda suelta a lo que podría ser un interesante ejercicio de la literatura, decidí incluir esta nota en mi sección Curiosidades. (Fundamentalmente porque advertí que solamente había publicado una entrada con esta etiqueta). Lo que quiero es señalar un rasgo porteño que muchas veces pasa desapercibido. Y lo hago valiéndome del artículo de esta señora española que –si bien nos transmite la información con un retraso de casi diez años- observa con simpatía (y hasta algo de ternura, me parece) un acento no siempre advertido de nuestra idiosincrasia.

“(…) Los porteños acostumbrados como nadie en el mundo a acomodarse a las crisis han establecido rápidamente un nuevo código de comportamiento… y de redondeo. Por ejemplo en los taxis, si la carrera cuesta 7,65 pesos, el cliente paga ocho sin rechistar. Pero si no llega a 7,50, entonces sólo paga 7 y tan contento.

“La buena voluntad de los porteños para intentar hacerse la vida un poco menos difícil está súper demostrada. En los bares, en las tiendas o en los quioscos todo el mundo se esfuerza por hacer compras por un múltiplo de dos (el billete más pequeño). Nadie grita, nadie se enfada, nadie insiste. Simplemente, no hay monedas, ¿qué se va a hacer?”

A veces me parece que la vida sería mucho más agradable si el mundo civilizado condescendiera a aprender alguna cosita de esta estirpe tan nefasta, el porteño, el peor de todos los argentinos.

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sábado, 7 de febrero de 2009

Un-te-lec-tua-les


Casi siempre son canosos o medio pelados, se dejan una barba de tres o cuatro días y los verás con polera en cualquier época del año. Porque ellos lucen un saco beige sobre la polera y en las fiestas elegantes beben dry martinis. Siempre hay alguno en las fiestas elegantes, es ese bicho raro que tanto interesa a cierto tipo de señoritas. Hay que reconocerles una virtud: son completamente ajenos a la moda. A veces fuman en pipa.

Solteros insobornables (gran porcentaje de putos), viven en lofts espaciosos de corte minimalista. Tienen colgado un único cuadro enorme –siempre enorme, siempre no figurativo- de algún amigo pintor. Oyen música de jazz registrada en viejos discos de vinilo. Aseguran que se trata de un sonido insuperable. Dos o tres veces al año repasan maravillados Metrópolis o El Acorazado Potemkin en sus modernos televisores de plasma. Cada tanto compran algún adorno: un clarinete, una cámara reflex o unos guantes de box.

Son tan flacos que con un café y un libro pueden tirar todo el día. Cuando se juntan entre ellos resulta estremecedor oírlos discutir sobre un tal Gramsci, Lacan o Foucault. Saben tantas, tantas cosas que a pesar de sus esfuerzos nos resulta imposible comprender ninguna. Eso cuando hablan, imaginate cuando escriben. Y tan civilizados, tan tolerantes. Han alcanzado un grado tal de tolerancia que cuando les molestan, digamos, los bombardeos sobre Gaza, se limitan a subir el volumen del tocadiscos para que las explosiones no trunquen ese solo tan trágico de Duke Ellington.

Podemos reconocerlos por el brillo inteligente en la mirada, que suele ser un reflejo en las lentes o en el armazón metálico de las gafas de lectura. Y también por el polvillo que se les acumula en las junturas de las ideas. De las ideas y de los huesos, ya que no practican deportes: ¡por algo son untelectuales!
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