viernes, 28 de agosto de 2009

Días de radio

Buenos Aires era un quilombo. La disconformidad general se manifestaba a través de la amargura y de las cacerolas. De la Rúa acentuaba día a día su incompetencia anunciando en cadena nacional la creación de nuevos ministerios o secretarías inútiles, absurdas, y desatendiendo los temas más urgentes. Yo tenía algún que otro alumno de música, quienes me valieron por parte de mis amigos el apodo jocoso de “Profesor”. Además trabajaba en un programa de radio que apropiadamente se llamaba Salvoconducto a las tinieblas. Lejos de las cacerolas, mi disconformidad era puramente patafísica y no se había desencadenado a raíz de la situación socio-económica sino que la venía acarreando desde hacía ya algunos años. La de mis compañeros de radio no sé. Pero lo cierto es que estábamos todos potencialmente locos.

Entre los que recuerdo se cuentan el Cabezón (locutor), Burattini (investigador de biografías del petiso orejudo, Charles Manson y gente por el estilo y editor de todo el material) el Ruso (crítico de cine gore), el Flaco Bazet (creo que conseguía música rarísima), el Gordo Colinas (entrevistaba a gente medio perversa: enterradores, profanadores de tumbas, necrófilos confesos y demás), Fernández (productora), Rafa, Ágata, ¿Gustavo? (actores) y una gorda que leía relatos eróticos con voz de puta. En realidad eran cuentos netamente pornográficos a cuyo autor imagino como un enfermito ridículo y obseso, uno de esos sociópatas que viven recluidos en habitaciones sin luz tomando merca o haciéndose la del mono. O -como juzgo que sería en este caso- las dos cosas. También había otra rusa que nunca supe bien qué pito tocaba. Y yo. Un equipo que para qué te cuento. Algo así como la armada Brancaleone.

El programa tenía diversos bloques bien estrucutrados y -como ya se habrá sospechado- todos ellos versaban sobre la muerte dolorosa, la violencia de toda índole (incluída y diría que hasta subrayada la sexual), las desviaciones más aberrantes, y el dead-metal de corte dark, si es que esto último quiere decir algo. Mi trabajo consistía en escribir un guión por semana que abarcara de algún modo este concepto. Porque -ya lo habrán adivinado cuando mencioné de la función de Rafa, Ágata y Gustavo, (¿se llamaba Gustavo?)- uno de los bloques del programa era el radioteatro. Yo en realidad nunca fui un tipo de gustos demasiado oscuros (salvo por el blues), así que en general me limitaba a adaptar cuentos de Poe. Humorista incorregible, siempre deslizaba más de un chiste en aquellos textos tenebrosos, lo que provocaba los disgustos más elocuentes de Fernández.

-¡Haceme el favor, loco, yo no tengo tiempo de ponerme a leer con lupa el guión dos horas antes de que salgan al aire para empezar a tachar boludeces!

Entonces yo corregía los disparates más evidentes y dejaba pasar algún chiste menos notorio. Entregaba el texto con seriedad, un poco haciéndome el ofendido, y presenciaba el ensayo de los intérpretes haciendo alguna indicación superficial como para despistar. Después seguía con atención lo que ocurría en la pecera, esperando con ansiedad nunca revelada el momento sinfónico, momento que por supuesto pasaba desapercibido para el mundo, pero que me dibujaba una secreta sonrisa de victoria.

(Otra frase que me dirigía Fernández con frecuencia era: ¿no se puede hablar en serio con vos?. Yo le contestaba que sí, por supuesto; pero ahora me parece que tal vez no se pudiera).

Mucho más tarde, al discutir la performance en un bar de la calle Corrientes, cuando alguien sacaba el tema del radioteatro, yo confesaba mi desliz. Es raro que no me hayan echado. No tanto por mi exasperante sentido del humor, sino más bien porque yo era responsable de la amplia mayoría de despelotes, a raíz de mi disposición natural al alcohol y las drogas. Sospecho que me mantenían en el grupo merced a mi indiscutible habilidad para conseguir vino gratis, sacándolo por entre los barrotes de una reja cuando cerraban el bar de la radio.

Así pasaban los días y el año pasaba, y por algún otro espacio como el que dejaban los barrotes de la reja del bar entre estos temas siempre perturbadores que ocupaban las horas del programa, por abajo o por arriba de aquello, dentro nuestro y en silencio, se iba gestando el monstruo. El riesgo de hacerse el loco, le había dicho el diablo de Castillo a Espósito, es llegar a volverse loco.

El primero en cruzar el umbral fue Rafa. Y no sólo el de la General Paz. Después los seguimos todos. Hablo del límite mental que diferencia a un loco divertido de un esquizofrénico paranoide, de un neurótico compulsivo, un alcohólico crónico o de un onanista insistente. A partir de entonces, de la conciencia íntima de esa degradación personal (en mayor o menor grado según el caso), cada cual y por su cuenta intentaría volver de este lado a su manera: unos cambiarían de trabajo, otros cambiarían de mujer, unos de medicación, otros de ciudad, de país o continente. Pero lo que en realidad necesitábamos era cambiar la cabeza.

Para fin de año habíamos terminado el ciclo. (Tengo entendido que apenas quedamos debiendo unas pocas lucrecias). Fue desentenderse de los temas escatológicos que alimentaban el programa para asomarse de lleno a las aberraciones del día a día en la calle, en la Plaza de Mayo, en el Congreso. Aberraciones que, repetidas, precipitaron la huída del presidente De La Rúa (para bien del país) y la nuestra (con idéntico propósito).

Hay un plano que parece imposible y en el que todo se vincula. Escribo sobre la radio, pero estoy escribiendo de otra cosa. Nunca seremos concientes -por suerte- de la responsabilidad que exige el acto más insignificante. Un zorzal se despierta cantando en Buenos Aires y la gente se emociona en París. Una mujer no aparece y un hombre se equivoca. Un centro sale pasado y un gordito falopero le hace un gol con la mano a los ingleses. A partir de hechos mínimos se desencadena otra cosa que es siempre más grande, incontenible. Hoy no me gusta nada el que era yo en esos días. Nunca sabré si tuvo o no que ver con la situación socio-económica, o con mi descontento un poco surrealista del que hablaba al principio, o con algún trauma no resuelto que explotó cuando no hubo otra salida. Todavía sigo buscando pistas entre aquellos días oscuros para tratar de entender algo, para evitar -en lo posible y con vistas al futuro- seguir equivocándome tanto.

Esta historia tiene varios finales. Yo conozco uno sólo y tiene algún parentesco con el de la película de Woody Allen a la que le robé el título para el texto: Un año después es la noche de fin de año y, bajo el reloj del Ayuntamiento de Granada, después de las campanadas y todavía con las uvas en la boca, con Burattini matamos al monstruo entonando la Marcha Peronista entre una multitud de gallegos desconcertados y un tucumano muy pelotudo que pretendía callarnos, porque no entendía nada.

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jueves, 20 de agosto de 2009

El inmigrante profesional

Siempre he admirado desde lejos al inmigrante profesional. Más de una vez me sentí tentado a inscribirme en la cátedra, pero he descubierto a tiempo que soy un cobarde, que no tendría el valor necesario para ejercer, una vez conseguido el título. No estoy hablando del vasquito Saratxu, prematuramente calvo a raíz de las preocupaciones que lo tenían corriendo de aquí para allá noche y día para ganarse el marroco y sostener orgulloso -en algún intervalo no muy frecuente- que había montado su Empresa, compuesta por sus herramientas, él mismo y algún peón ocasional. Por supuesto que no estoy hablando de él. De quien hablo es de aquel que ha aprendido a vivir a su modo, de quien ha hecho de su condición de inmigrante una profesión. Porque es duro sobrevivir en la vieja Europa, y el inmigrante profesional vaya si lo sabe. Hoy quiero detenerme un momento a pensar en él, en su angustia y su alegría, pararme a comprender cómo resuelve su vida en medio de esta incertidumbre, de qué modo consigue sobrevivir en un continente que le es adverso siempre y muchas veces esquivo.

En su secreto Código de Inmigración el primer ítem aconseja conseguir una novia. No tanto por el peso abrumador de la soledad sino para compartir gastos, más que nada. Obedeciendo este proceder tienen resuelto ya el cincuenta por ciento del problema.

Pero el alma del inmigrante profesional es para el mundo inescrutable.

-¿A que te dedicas?- pregunta el interesado, y nuestro héroe contesta vagamente:

-Y, qué se yo... me la rebusco.

Y vemos cómo su respuesta evita con elegancia entrar en temas que para la gente decente resultarían inabordables. En este caso concreto, el verbo rebuscar oculta una serie deliciosa de irregularidades que pasan desapercibidas para el hombre corriente pero que un equilibrista, agudo observador del mundo inestable en el que se conduce- lo reconoce- un poco a ciegas, se ha tomado el trabajo de inventariar para usted, querido lector.

En primer lugar está el tema del sustento diario. El inmigrante profesional no duda en allegarse a un grupo estudiado de supermercados de los que -bajo la ropa, en los bolsillos o directamente en mochilas- sustrae productos con una habilidad que no tiene parangón. Y no sólo alimentos, sino también cualquier cosa necesaria que se les ponga a tiro. Yo he visto, no sin estupor, a uno de ellos volver del carrefour con un taladro y ciertas brocas especiales que necesitaba para reciclar un mueble, porque el tema del reciclaje se lo toman muy en serio. Es su proveedor principal en lo que se refiere a amoblar la guarida.

Todo el moblaje del inmigrante profesional proviene de la calle, desde la cocina hasta el televisor, pasando por el colchón y la cama, el lavarropas, la biblioteca, el equipo de audio, el sofá, las cinco sillas -todas distintas, por supuesto- y la mesita ratona, aunque haya tenido que encargar el vidrio porque el original estaba rajado. Todo el moblaje es reciclado, por no hablar de la pava, la bici y el acordeón a piano. Y pensar que él se hubiera conformado con el horno a microondas.

El problema del transporte urbano lo solventa con absoluta naturalidad, ya que salta los molinetes del metro con un caradurismo fuera de lo común, completamente blindado a las miradas reprobatorias de los padres de familia y sin temor alguno a la aparición eventual del guarda. Jamás espere encontrar la tarjeta del metro en el bolsillo de un inmigrante profesional, señora. La consideran un souvenir para turistas, un lujo de residentes cívicamente responsables, un artículo útil para inmigrantes no diplomados.

Se trata de reducir gastos, y uno de los que más lo preocupan es el del consumo eléctrico. Con celo de electricista estudian el modus operandi durante algunos minutos, consultan con gente del palo, averiguan si alguna vez hubo problemas en relación a lo que tienen en mente; y una hora y cuarto después ya han reventado el contador de luz. No se entretienen con tonterías. Se trata de gente práctica, cómo le diré, funcional.

Cubiertas como se explica arriba las necesidades básicas se abocan a los problemas diarios quizá menos importantes pero no por ello indignos de dirigirles unos momentos de atención a fin de solucionarlos. Me refiero a lo que ellos denominan sus “berretines”, caprichos por llamarlos de alguna manera, o pretensiones que rebasan lo que se supone el techo de un hombre que ha decidido no trabajar más que de inmigrante, su profesión. Estos “berretines” van surgiendo diariamente y lo admirable es que nuestro héroe se ocupa de cada nuevo tema con un interés que supera toda expectativa. Yo he conocido a uno capaz de subir a la azotea de un edificio con un viejo teléfono de cables en la mochila y una cortaplumas en el bolsillo para pinchar las líneas de las oficinas de un banco que opera en la planta baja y comunicarse de manera gratuita con su país de origen (concretamente la Argentina). He sabido de otros que dedicaron días a estudiar los pasos necesarios -y a llevarlos a cabo- para violar la contraseña wifi de alguna red al alcance, a fin de evitar pagarle un par de euros al turco del locutorio por el servicio. Sé de varios que poseen falsas credenciales de prensa en la billetera y que las utilizan -increíblemente, por lo mal logradas que están- para ingresar a museos, exposiciones y espectáculos como corresponsales.

Siempre he admirado desde lejos al inmigrante profesional. Más de una vez me sentí tentado a inscribirme en la cátedra, pero he descubierto a tiempo que soy un cobarde, que una vez conseguido el título no tendría el valor necesario para ejercer. Me limito por ende a mirarlo con simpatía, a tratarlo con deferencia, a ofrecerle mi confianza. Son de agradecer con sinceridad una invitación al cine, una vieja bicicleta o una máquina de escribir; suelen dar mucho más de lo que tienen, pero no intentes plantearles tus problemas o satisfacciones en materia económica porque para ellos el dinero no tiene ningún valor. Saben que el tiempo es oro, y por eso no lo venden. Porque el oro, simplemente, les nefrega.

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jueves, 13 de agosto de 2009

Pesadilla con moraleja

Ya no podía llorar, porque había habido demasiada agua y sal en su desgracia, pero se despertaba de noche, varias veces, asustado, agitado. Y solo. En realidad no era miedo lo que le provocaba aquella pesadilla recurrente porque el miedo tiene que ver con lo desconocido, y él sabía muy bien cómo acababa. Era una angustia hondísma que hacía foco justamente en eso, en el final irremediable de la pesadilla.

Entonces se levantaba, porque en la cama estaba la manifestación más evidente del dolor, la ausencia imposible de la mujer a quien había amado y el horror de las formas oníricas de su angustia. ¿Cómo quedarse en esa cama de pronto tan ancha que lo devolvía una y otra vez al mar tumultuoso, a la respiración agitada, a las imágenes entrecortadas del agua y la superficie, a la arena en los ojos, a los fragmentos visuales de otro cuerpo a la deriva, de manos y pies desesperados pataleando sin sentido, a la muerte de una mujer a quien había amado y que ahora faltaba al lado suyo?

Era el momento de servirse algo fuerte. Tres o cuatro vasos anchos, llenos e inútiles. No había salida. Porque ahí empezaba la otra pesadilla, la de la conciencia: el viento pesado y caliente de un miércoles a la tarde, hace años, la gran idea de bajar a la playa, el primer encontronazo con el mar embravecido.

Ella dijo tengo miedo.

Él dijo no pasa nada.

Creyó que el miedo había que vencerlo luchando contra él; que enfrentarla con su miedo la haría más fuerte. Quería sacarle de una vez el miedo, hacerla libre.

Ella dijo no sé nadar.

Él dijo no pasa nada.

Sólo había que avanzar un poco; éste es el peor lugar, María, estamos justo donde rompen las olas. Había que cruzar esa última línea de ruptura; ¿ves cómo está de tranquilo ahora?

Ella dijo tengo miedo.

Él dijo no pasa nada.

Ella dijo no hago pié.

Y él bueno, volvamos un poco.

Y lo intentaron; pero el mar cuando quiere es una bestia, un animal gigante tragándose de golpe todo lo que uno ama.

Ella dijo pide ayuda.

Después sobrevino una larga pesadilla hasta la muerte. Un exilio del mundo de los hombres, un acostarse a morir.

*


miércoles, 5 de agosto de 2009

Un mundo abierto

-Es imposible, Negro- le decían.

En el año noventa y seis o noventa y siete, mi amigo el Negro Limón quería instalar en una misma máquina Windows y Linux, cosa que desde hace algunos años resulta muy fácil y mucho más frecuente de lo que se cree, pero en los días en que el Negro planteó su inquietud parecía un despropósito.

-Es imposible, Negro- le decían.

Y mi amigo, como todo visionario, como todo hombre adelantado a su tiempo, tuvo que sufrir las carcajadas de sus contemporáneos, incluso las de algunos de ellos que tenían o decían tener conocimientos avanzados de informática.

-Es imposible, Negro.

Lo mismo le decían cuando intentaba cachetear la señal del canal porno con el tracking desde el control remoto, y bien sabemos que una noche, cuatro o cinco pajeros vimos emerger ante nosotros, naciendo de un improbable mundo de puntitos saltarines y rayas horizontales, las tetas descomunales de la Cicciolina. Fue una revelación. Al contemplar tan enormes tetas se presentó ante mí, irrefutable, una nueva percepción del Universo: Ya no podía seguir confiando en los que se las saben todas, no; había que empezar a apostar por las causas perdidas, por los soñadores irredimibles, por gente como mi amigo el Negro Limón.

En aquella época, el Negro trabajaba en un puesto de diarios casi en la esquina de Humboldt y Paraguay. Cuando terminaba pasaba por casa y nos quedábamos tomando mate y charlando en el patio. Después de un rato seguía para su casa y pensaba en instalar Linux y Windows en la misma máquina. Yo hace tiempo que no lo veo, pero la última vez que supe de él trabajaba como técnico informático en una de las compañías químico-farmacéuticas más importantes del mundo. Nunca me gustó definir a la gente en función de su trabajo, suele resultar mezquino y frívolo, pero en este caso creo que cuadra perfectamente con lo que quiero decir.

Un día me fui del barrio, pasaron varios años y en el dos mil cinco me compré una compu portátil. Con el tiempo empezó a fallar, a pesar de que siguiera todos los pasos necesarios para su buen funcionamiento: desfragmentar -con el tiempo que ello toma- el disco rígido después de cada sesión; mantenerme al día -con la guita que ello toma- en la compra y el ejercicio de los más eficaces antivirus; enviar a Microsoft cualquier cantidad de informes de errores para los que jamás tuvieron una solución; independizar a una partición exclusiva el archivo de paginación sin deshacer la asignada por el sistema, ya que en caso contrario podría volverse inestable (¿? chino básico para cualquier chabón normal, y sin embargo yo, así tal como me conocen, con esta cara de boludo y todo, lo hice. “Si nos metimo' en la milonga”, me dije con seriedad “va haber que aprendé a bailar”).

Acá hay que dejar en claro que yo no había visto jamás otro sistema que no fuera Windows. Es más, ignoraba que existieran, a pesar de que las Macintosh se hubieran puesto tan de moda. Había hablado con algunos usuarios de Mac y siempre los había encontrado muy contentos, pero yo creí que lo bueno eran las máquinas que hacía Apple, la cosa física, que por eso serían tan caras. Hasta que descubrí que usaban otro sistema operativo. Fue como vislumbrar una solución. Por supuesto el sistema operativo de Macintosh es algo que a los pobres nos está completamente vedado, pero si el problema no era de la máquina sino del sistema... Entonces me acordé de mi amigo el Negro Limón. Y me acordé que hace unos años, el gobierno uruguayo había invertido en una compu para cada alumno de sus escuelas, una compu con Linux. Y que en los supermercados Multiahorro, para la misma época y también en Uruguay, estaban vendiendo máquinas con Linux preinstalado. Uruguay siempre fue un país muy adelantado, aunque algunas actitudes de mi mujer parezcan desmentirlo.

Así que frustrado como estaba ante mi máquina cada vez menos útil y habiendo vislumbrado un horizonte acaso más claro, fui a dar en el recuerdo con las viejas inquietudes del Negro Limón, con unas simpáticas curiosidades de aquella temporada en Montevideo y con una experiencia personal en la que intenté sin éxito reventar la contraseña de red de un vecino desde Windows, y descubrí en los manuales del hacker que era mucho más fácil hacerlo con Linux. Entonces me compré unos anteojos de culo de botella, me dejé crecer la barba, y me puse a practicar en el teclado desconectado, tecleando a toda velocidad una serie de órdenes para la línea de comandos; características muy puntuales que yo consideraba imprescindibles si había decidido pasarme a Linux. Incluso llegué a cambiar mi lenguaje por uno que yo juzgaba más apropiado para Un Tipo Que Va A Usar Linux. Por ejemplo, si necesitaba pedirle a mi mujer que fuera a la cocina y me hiciera un sánguche, le decía:

-cd living/pasillo/cocina

-md sánguche

Si resultaba que el sánguche no estaba tal como me hubiera gustado, le pedía

-sudo gedit /home/cocina/sánguche/sanguchito.lst

Ella preguntaba:

-password for JBM

Yo le cantaba mi contraseña, ella habría el sanguchito, yo buscaba la línea que quería modificar y la editaba:

-más mayonesa y un poco de tomate- por ejemplo.

A los pocos días mi mujer me transmitió una decisión.

-Si no te dejás de pelotudeces voy a pedir el divorcio- me dijo.

-Orden no encontrada: “divorcio”- contesté con voz robótica.

No le hizo ninguna gracia, así que tuve que dejarme de pelotudeces, tal como ella lo requería, e instalar de una vez mi nuevo sistema operativo.

Antes de haberlo probado yo estaba convencido de que mi actitud de los últimos días era la más adecuada en vistas al paso que estaba por dar, al hombre nuevo en el que me convertiría. ¿Y vos podés creer que no? En cuanto lo instalé me di cuenta de que podía seguir siendo el mismo reo, el mismo analfabeto informático, el mismo hombre de la calle que antes usaba Windows. Me encontré con un sistema tan gráfico e intuitivo como el otro, sólo que mucho más personalizable, y configurable por completo. Y manyé que mi compu volvía a funcionar como debía, a pesar de los años trancurridos. Así que me afeité la barba, le dejé los anteojos puestos a la estatua de Verdaguer y salvé mi matrimonio. Y volví a acordarme del Negro Limón, esta vez con indecible gratitud.

Porque jamás me hubiera animado a cambiar de sistema operativo si el nuevo no me hubiera ofrecido la posibilidad de instalarlo sin desinstalar el antiguo. Y porque gracias a tipos como mi amigo el Negro Limón, que allá por el año noventa y seis o noventa y siete pensaron en instalar Linux y Windows en la misma máquina, en la posibilidad -lejana entonces- de un arranque dual que permitiera a la gente común -como vos o como yo- probar otra cosa sin tener que quemar las naves para después -una vez familiarizados con nuestro nuevo sistema- sí poder quemarlas si queremos, desembarazándonos de Windows como de los últimos jirones de un mundo viejo y sentirnos un poco más cerca del mundo en el que queremos vivir: Un mundo en el que nadie te pida que compres ni que te registres, un mundo en el que no haya que perder el tiempo desfragmentando discos para nada, un mundo en el que no te recuerden a cada rato que todos los programas que tenés son fallutos y que te enumeren las ventajas de conseguir el original, un mundo en el que no te corran con el miedo para que compres o renueves el antivirus, un mundo en el que las cosas funcionen como deben, y cuando no, que empiezen a llover las soluciones. Un mundo en el que las ideas descabelladas de unos pocos (mi amigo de Villa Crespo) sean compatibles con los conocimientos de programación de otros muchos (en Rusia, Sudáfrica o también Villa Crespo). En definitiva: Un mundo abierto que cada uno de nosotros puede mejorar.

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