viernes, 28 de noviembre de 2008

(Inconveniencias de) CREER CIEGAMENTE

“El que tenga ojos que vea”
dijo el Señor.

Al despertar notó que algo no andaba como debería. Le tomó algunos minutos comprender que estaba ciego.

-De tanto hacerme la paja- reconoció.

No se lo notaba muy afectado. De chico se lo habían advertido. Entonces se había jurado practicar regularmente para cuando llegara el desenlace inevitable. Hasta hoy, apenas lo había hecho aquella vez.

Tanteando en la mesa de luz consideraba con alguna preocupación la manera de arreglárselas en el futuro, pero lo que más lo alarmaba era otra cosa.

-¿Dónde mierda habré dejado los puchos?

Debían ser ya cerca de las diez de la mañana. Tal vez las tres de la tarde, no estaba seguro. De cualquier modo no serían más de las siete, ya que aun no oía al pianista del noveno intentando Anarchy in the U.K, como cada jornada al volver del trabajo.

-Ya sabía yo que este infeliz algún día me iba a servir para algo.


La nueva situación fue para él un desafío. Vestirse no le resultó demasiado difícil, ya que la ropa del día anterior estaba a los pies de la cama. Creía que se había puesto al revés el pulóver, pero no podía jurarlo. Encontraría más complicado, eso sí, afeitarse.

-Tal vez no sea necesario- pensó. No había dejado de afeitarse una sola mañana en los últimos doce años. Eso no podía ser del todo bueno. Hoy dejaría descansar su piel del trabajo infatigable de la gilette. Podía permitírselo: despertar ciego es algo que no ocurre muchas veces en la vida.

-Resulta asombroso comprobar cómo algunas pequeñas contrariedades nos impulsan a tomar las Grandes Decisiones.

Pensaba así, con mayúsculas. Y con un humor bastante siniestro. Los puchos. ¿Dónde mierda los habría dejado? No estaba en condiciones de intentar grandes búsquedas. Es más: la única que se le ocurría era en la mesita de luz. Y allí –ya lo había comprobado- no estaban. ¡Los bolsillos! Los escrutó sin éxito. Cabía la posibilidad de que al buscarlos en la mesita se le hubieran caído al suelo sin que lo notara. Pero hubiese oído el ruido. Ya se sabe que a los ciegos se les agudizan en grado sumo el resto de los sentidos. Salvo que hubieran caído debajo de la cama. Porque toda esa pelusa amortiguaría la caída del paquete, apagaría por completo su modesto sonido. Le asustaba un poco meter la mano debajo de la cama. ¿Con qué podía encontrarse? Hacía años que no revisaba. Creía que había unos patines, pelusa, una valija con juegos de mesa y cartas de truco y de amor, pelusa, (“¡y esta pelusa ¿quién la hace?! se preguntaba irritado, en ocasiones). Pero hacía años -años- que no revisaba debajo de la cama. Uno se deja estar. No quería tentar a la suerte en tan delicada situación. ¿Con qué podía encontrarse? ¿Una porción de fugazza de alguna antigua parranda? En ese caso mejor ni asomarse: debe haber -por lo menos- cucarachas. ¿Un xilofón de la infancia? ¿Cachitos de mortadela de una picada reciente? ¿Un diccionario en seis tomos que hacía tiempo no veía? ¿Una novia olvidada? Universos en los que es mejor no aventurarse, pensaba serio. Ya casi no tenía ganas de fumar. Pero después del café…

No sin dificultades llegó hasta la cocina. Tanteando, más o menos se ubicó. Vamos a ver dijo un ciego, balbuceó sonriendo, y prendió de un solo intento la cafetera Express. No le costó encontrar el casquillo, el medidor, ni el tarro de café. Abrió éste último, introdujo hasta el fondo el medidor, dio un par de golpecitos contra el borde, para que el café sobrante volviera al frasco, y vació el resto en el casquillo con toda naturalidad. Nadie hubiera dicho, al verlo, que estaba ciego. Apretó el café con el culo del medidor, lo ensartó en su órbita y sacó una taza grande, muy grande, del aparador. Mientras tanto se reía. El aparador. No tenía ni idea de lo que era el aparador, pero sonaba bien: “aparador”. Calculó el tiempo “a ojo” (sonreía con beatitud, era increíble) y cuando consideró que la cafetera había alcanzado su temperatura, le dio con gracia al botón.

-¡La puta que lo parió!- se sobresaltó de pronto -¿Y ahora? Tendría que haber comprado una cafetera de esas que paran solas… ¿¡Cómo no me di cuenta!?

Mediante el recurso abominable de meter el índice en la taza consiguió el largo deseado. En otras circunstancias jamás se hubiera permitido dicho recurso. La leche se la iba a echar fría, por no complicarse; pero se dijo que no renunciaría a esa exquisita espuma por el resto de sus días, que se sentía muy capaz de resolver el problema desde el primer momento, éste, y que iba a tener que acostumbrarse a darle a cada objeto una ubicación invariable. Por lo menos a los puchos. Con paciencia y con saliva, se decía gravemente mientras acercaba la jarrita metálica al vaporizador, el elefante se garchó a la hormiga. No creo que me cueste demasiado hacer mi vida de siempre. Algunas cosas me llevarán quizá más tiempo que hasta ahora, deberé estar más atento para otras que hasta hoy podía hacer sin que requirieran mi completa atención, pero no me parece que sea tan terrible quedarse ciego- reflexionó. Y se espantó inmediatamente ante una idea: -¡Algunos se quedan calvos!

El café, maravilloso; como cada mañana. Efectivamente, no le costaría demasiado adaptarse a las nuevas circunstancia. Especialmente porque no hacía gran cosa. Tomaba café, pensaba. Alguna vez, cada tanto, aceptaba bajar a la calle y campaneaba un cacho ‘e sol en la vereda. Alguna vez. Cada tanto. De adolescente se había propuesto ensayar su inevitable ceguera futura, y a raíz de un primer intento, fue atropellado por un colectivo de la línea 93. Más allá de una serie de desbarajustes en la cadera, la mandíbula y el fémur, no había sufrido consecuencias graves; pero había logrado cobrar una importante indemnización, haciendo realidad, de este modo, su sueño más sincero: vivir sin trabajar. Tuvo en adelante una vida sosegada: tomaba café, pensaba. Le aterraba cualquier imprevisto que interrumpiera su felicidad precaria y dulce. Intentaba por todos los medios evitarlos, por lo que se fue aislando en su departamento de Avenida La Plata, y al cabo de algún tiempo se había convertido en un solitario. Claro que esto no le parecía triste en absoluto: era una soledad que él mismo había construido y que podía quebrar cuando así lo quisiera, por lo tanto se sentía feliz de pasar los días del modo en que los pasaba. Tomaba café. Pensaba. Su experiencia contemplativa lo confirmó en la certeza de que bastaba con pensar las cosas. Pensarlas bien, ojo; idearlas con todo detalle en el plano interior pero jamás condescender al plano de lo concreto; jamás, ¡jamás! rebajarse al campo de la acción. Todo acto era mera redundancia. Todo consentimiento a la acción, un ejercicio de la vanidad. Al principio se molestó en aclarar que no era éste un trauma psicológico que le hubiera dejado el accidente, algún miedo acuñado desde entonces, sino que respondía a meditaciones muy anteriores. Después solamente lo pensaba. ¿Para qué contestar las preguntas que uno ya ha respondido hacia adentro? Este procedimiento era aplicable a cualquier disciplina. ¿Por qué tomarse el trabajo de ir a un lugar espantoso, intoxicarse con bebidas repugnantes, trabajarse de labia a una mujer, ponerse a bailar como un imbécil, hacerle creer que debería ella acostarse con uno, y finalmente –si hay suerte- lograr que se acueste con uno? ¿Para qué? ¿Para qué si uno puede simplemente imaginar el encuentro físico? Menos mal que de chico se lo habían advertido. La ceguera no lo había tomado por sorpresa.

Se sentía fresco como una lechuga cuando el pianista del noveno entró a castigar su instrumento.

-Ya son más de las siete. ¡Como pasa el tiempo!

¿Había dormido más de lo habitual? ¿O acaso el empeño por resolver las contrariedades de su jornada invidente le habían hecho volar las horas? Estamos condenados a vivir en la incertidumbre, solía pensar a veces, en la panadería. Estudiaba largo rato las bandejas de facturas y concluía exhalando desalentado:

-Decisiones…- y movía la cabeza hacia ambos lados, desolado, como negando algo.

Ahora que el pianista del noveno le cantaba las cuarenta a su jefe mediante su pobre e inocente instrumento sintió de repente que no sería tan fácil como pensaba. Eran más de las siete. ¿Cómo se mide el tiempo de los ciegos?

-Se me va a complicar bastante, me da la impresión.

Preocupado, abrió los ojos. Lo primero que vio fue el paquete de cigarrillos. Prendió uno instintivamente. No estaba preparado. En absoluto. Iba a tener que ajustar unas cuántas cosas. Muchas. Frente al espejo, se pasaba con insistencia el revés de la mano por el mentón.

-Voy a tener que practicar más seguido- pensó. Y dispuso todo para afeitarse.


***

martes, 18 de noviembre de 2008

VEINTE AÑOS DESPUÉS



"Esas tardes tan claras en casa de un amigo
A la vera de Banfield hube paz de suburbio,
Vi la pampa tirada igual que un soguerío
Y el cielo azul y blanco como nueve de Julio."


J.L.B.


Durante el último viaje a Buenos Aires un equilibrista tomó esta foto para tener un recuerdo del cielo porteño, que –como pueden apreciar en la imagen- es mucho más lindo que cualquier otro. Estaba pensada para la sección “Álbum particular”, en la que ya he publicado otra y seguiré publicando quizá, pero me aseguraba un drogón de mi barrio que una foto acompañada de texto “pega más”. Yo había pensado en un poema ajeno para acompañarla, más que en un poema en una estrofa de ese poema. Una estrofa lindísima de Borges que mi viejo recitaba seguido, pero nunca habíamos logrado recuperar el resto del poema (hasta que mi viejo –cansado de recorrer librerías de usados y bibliotecas públicas- abandonó el método tradicional de búsqueda y tecleó el primer verso en Google), ya que estuvo incluido únicamente en la primera edición de Luna de enfrente, siendo excluido después de toda reedición como condición del autor para autorizar la publicación de sus Obras Completas. Pensaba titular la entrada con el lugar y la fecha en que tomé la foto, y como fue en Septiembre de 2008, Buenos Aires, Argentina, fui a parar derechito a la canción de Cacho Castaña -escrita veinte años antes- que, con unas poquísimas correcciones que me permití sobre el original, transcribo a continuación.


Septiembre de 2008, Madrid, España.


Querido amigo, recibí tu carta de África y me alegra mucho saber que todo está bien. Aquí la cosa está chunga. Tirandillo. La crisis se pasea por las calles y la tristeza del pueblo es como un avión que no logra despegar y se hace mierda al costado de la pista. No es una metáfora, querido amigo, ocurrió hace unos días en Barajas. No sé qué pasó, no sé cómo fue;
pero no te vuelvas. Te diré por qué:



Si vieras qué triste que está nuestra España,
Todo abandonado, los rincones llenos de telas de araña,
Aquí muertos de asco, todos en el paro,
Casi tres millones de desocupados,
Y aquel edificio que empezamos juntos…
…No está terminado.


Si vieras qué triste está el reino de España,
Tiene el ‘cante jondo’ de los indigentes que ya no se bañan.
¡Esto es una ruina, ya no hay nada sano!
¡¡Salieron corriendo los ecuatorianos!!
Y rumbo a Marruecos salen las pateras…
¡¡¡Llenas de africanos!!!


Si vieras qué cara que está nuestra España…
Los economistas dicen que no hay caso: ni fuerza ni maña.
En vez de al gimnasio a correr la coneja,
Ni jamón ni gambas: ¡hartos de lentejas!
(Hay una ventaja: si quieres las comes…
…y si no las dejas.)


Si acaso te encuentras con otro paisano,
Dile que en su pueblo todo el mundo está con el culo a dos manos
La risa del niño parece una mueca,
La tierra se queja de cansada y seca…
¡Aunque venda el alma no cubro la cuota
De la hipoteeeeeeeeeeeeeeca!


C.C.

ALCAHUETES y otras especies de anteayer


Esta tarde revisando mi correo encontré un mensaje que decía: el duende ha dejado un comentario en su entrada GÉNESIS. Como era el primer duende que me deja un comentario me apresuré a leerlo. Y debo reconocer que, al principio, hinchó mi vanidad. Ya ven que hasta los Grandes Hombres somos débiles ante al elogio. Era evidente que el duende sabía de qué estábamos hablando. Incluso me confirmó en la sospecha de que muchas cosas que decía el texto habían sido pasadas por alto. Llegué a pensar que se trataba de Horacio Ferrer. (Es un chiste, un chiste inevitable). Me alegré porque estaba muy bien escrito. Además engrandecía el texto, por lo menos lo aclaraba, lo hacía inteligible para todos. Y digo que al principio me hinché de vanidad porque enseguida el comentarista adoptó un aire de gran entendido (lo que no sería nada, ya que seguramente lo es) y se mandó por encima del resto de lectores como diciendo “aprendan, manga de giles”. Lo hacía intentando comprarme con sus elogios, y entonces comprendí todo: “He aquí un alcahuete”, me dije.

Yo agradezco su interés y me alegro de verdad de que haya comprendido íntegramente el texto, como asegura, salvo por lo de Polansky, que sé que otros lectores agarraron al vuelo. Y sé que se rieron –me lo han dicho- con el chiste del “¡¡¡etcétera!!!”, aunque tal vez no hayan pasado por alto otros más “finos” que usted jura haber descubierto. Alrededor de este escritorio en el que se amontonan mis apuntes casuales hay gente que se fue acercando de distintos modos. Nadie pidió permiso, fueron cayendo. Nadie les ha exigido que para acercarse a la mesa supieran de ésta u otra materia. No. Alguno de ellos viene comentando los textos desde hace un año o más. Todos, seguro, nacieron en Buenos Aires. Por lo que puedo contestar que sí, que alguna vez habrán oído un gotán. Pero no es un requisito para acercarse al escritorio. Son seguramente más jóvenes que usted, duende milenario, de la generación del rock o la electrónica, por lo que comentarían más cómodos notas en ese estilo. Pero a mí se me ocurrió hacer una nota tanguera, y ellos aceptan, no exigen. Se pelean entre ellos, puede ser; pero ninguno salta de alcahuete del que reparte los apuntes. Esto de ponerse de mi lado para denigrar a los demás es una actitud que a esta altura no debería seguir funcionando. Alrededor de esta mesa, por lo menos, no funciona. Lamento que su primer comentario –a pesar de su esmerada redacción- haya sido tan desafortunado. Se lo invita a quedarse, si cambia de actitud. Y si prefiere seguir en esa, haga un favor: váyase al bosque con los otros enanitos, esos gnomos que comparten su misma talla moral.
ADEMÁS:
Mientras escribo estas líneas, llenas de caridad, leo el comentario de Hollywood y lo agradezco sinceramente. No estaba seguro de acertar con esta nota hasta que hizo oir su voz.
Siempre abierto a recibir nueva gente me queda
UNA INCERTIDUMBRE: ¿cómo llega un boludo de la altura del duende ("petiso de mierda", "alto pelotudo") a los arrabales de mi escritorio?

lunes, 10 de noviembre de 2008

TITULARES


El pasado miércoles 5 de noviembre, la prensa española (supongo que la de todo el mundo) se hizo portavoz del resultado de las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Gran optimismo por el triunfo aplastante del morocho Obama. “Nueva Era” titulaba La Vanguardia en primera plana, el diario que leo habitualmente. Y el resto de los diarios más o menos lo mismo. Salvo La Razón, que cumplía no sé qué aniversario y puso en la portada una foto de la fiesta. Pero la más original de las portadas fue la del Periódico de Catalunya en su edición especial de las 5:00 hs. ¡Una foto de Marthin Luther King del año ’65! El titular: “Ya no es un sueño”.

Creo que fue Arlt quien dijo que el periodismo no es una vocación sino una frustración. Yo celebro hoy a este poeta romántico tal vez frustrado pero en alerta constante para sorprender -cuando llega el momento- con una muestra de independencia creadora.





Para compensar el exceso, en la contratapa, un argentino da clases sobre relaciones de pareja.

sábado, 8 de noviembre de 2008

GÉNESIS


A Ignacio Colinas.

“Abuelito dime tú
Lo que gime el fuelle rezongón,
Abuelito dime tú
Qué penas llora el bandoneón…”

En el principio fue la guitarra, el violín y la flauta. Pero este dios orillero ya había previsto a Maffia, a Arolas, a Laurenz, y sobre todo a Pichuco. Entonces dijo “Hágase el mandoleón”. Y el mandoleón se hizo. Sólo que se hizo en Alemania, y como no entendían el lunfardo divino, lo llamaron bandoneon o bandonium. Realmente importaría poco, porque el instrumento iba a lograr toda su voz en una región muy lejana en la que pronto lo rebautizarían definitivamente: cuando el bandoneón desembarcó en Buenos Aires pasó a llamarse para siempre el fuelle.

No fue ni por soberbia ni por desobediencia: Pasó que el Gordo Troilo no sabía leer música. ¿Cómo iba a respetar la partitura? Al verse con el fuelle en las rodillas frente a un atril torcido y lleno de papeles indescifrables, tocó lo que sentía que le estaba reclamando su ciudad. Y al oír esa música tan triste y tan hermosa se dijo nuestro dios porteño “no es bueno que Pichuco esté solo, le haré compañía idónea para él”. Y

con cuatro varillas del fuelle del Gordo
y el pulso canyengue de su corazón
amasó en silencio –Pichuco dormía-
a Osvaldo Pugliesse.

Después hizo a Grella
con una tristeza del de Villa Crespo,
con las cuerdas bajas de su primer piano
y la última noche de Discepolín.

Y de prepotencia se mandó a Vardaro
con la botonera derecha de un fuelle,
contra-altos de whisky
y un poco de esplín.

Llegó el sexto día y algo le faltaba.
(Al séptimo –es justo- iba a descansar).

Moría la tarde en el Río de La Plata y nuestro dios reo gritó amenazante: “¡No he venido a traer la paz sino la guerra! ¡¡Vengo a levantar al hijo contra el padre, al hermano contra la hermana!! ¡¡¡etcétera!!!”. (Y acá permítanme una observación: esta fue la única vez -me parece- que Dios empleó la palabra “etcétera”. Al menos hasta donde yo sé). Ipso facto cachó las herramientas de las grandes ocasiones (medidor y coctelera) y ahí nomás se armó la gorda:

Mezcló la arrogancia que le negó a Rovira
con cinco compases de música jazz,
le agregó violines (Vivaldi y Vardaro),
dos tardes nubladas,
las muelas de juicio de Julio De Caro,

y

las bordonas de una viola
garufera y vibradora.

Agitó la coctelera y volcó todo (incluido el hielo) en un vaso bajo, peinado pa’ atrás. Decoró con las fantasías sexuales de un escribano público y cató. Durante un par de segundos pareció estar evaluándolo, muy serio, pero en seguida sonrió con picardía -¡le había gustado!-. Luego, de motus propio, olvidó la receta. Pero ya lo había creado y hasta le había puesto nombre: Piazzolla.

La Obra estaba por fin concluida. Y como era sábado a la noche, nuestro queridísimo dios porteño se empilchó de gala, se engominó el marulo y -ajustándose la corbata en el camino, por Corrientes hacia el bajo- enderezó apurado para el Tabarís. El problema es que hacía años -años ya- que el tango no se bailaba. En lugar del cabaret se encontró un cine, pero de cualquier modo no se afligió demasiado. Con suerte daban una de Polansky.

¡Me preguntan cada cosa!


Antes que nada quiero contar que estoy muy contento con los comentarios que siguen generándose, que complementan y mejoran los textos y les aportan la pimienta de la polémica.
A mí me gustaba decir que me leían algunos familiares y amigos (dos), pero me temo que ahora son casi el doble. He perdido un lindo chiste.

Con respecto a la petición de Hollywoodencasa, debo reconocer que me llenó de alegría e irritación. De alegría porque me pareció que podía abrir un ciclo de textos originados en preguntas y respuestas, al estilo de las payadas criollas que podría hacerse divertido. Y de irritación por dos motivos. El primero, que no sólo ignoro el "verdadero origen" del tango de Discepolín, sino que tampoco conozco el falso. Es más: ignoraba que tuviera un origen más interesante que cualquier otro gotán. Pensé en contestar usando el método de los historiadores: un par de datos concretos y muchísima imaginación, pero asomó ahí el segundo motivo irritante:

El hecho de escribir por cuenta propia tiene -fundamentalmente- la ventaja de que no estoy en la obligación de agradar a nadie. Nadie me paga por estas notas, por lo que no tengo jefe, ni reglas, puedo hacer lo que quiera, mentir como un desgraciado, insultar a los amigos y elogiar a los enemigos, o -tan sólo- cagarme en to' lo que se menea, o incluso cagarme en Tolo, que se menea.

No vaya a creer, amigo hollywood (y dejeme que lo llame así, prescindiendo de su apellido, creo que a esta altura no le resultará un atrevimiento), no vaya a creer, le venía diciendo, que me ofende su pedido; más bien al contrario, me halaga. Pero no le haré caso, lo siento. No pierda la fe, amigo, si quiere siga insistiendo con este o con otros temas, quizá un día me digne a contestar. Y para que no se me ofenda, hollywood, puede tomar la nota que sigue como una sentida disculpa.

ADEMÁS:

¡Te hice saltar, flor de tu secreto!

¡Te recuperé, Jaime!