“El que tenga ojos que vea”
dijo el Señor.
dijo el Señor.
Al despertar notó que algo no andaba como debería. Le tomó algunos minutos comprender que estaba ciego.
-De tanto hacerme la paja- reconoció.
No se lo notaba muy afectado. De chico se lo habían advertido. Entonces se había jurado practicar regularmente para cuando llegara el desenlace inevitable. Hasta hoy, apenas lo había hecho aquella vez.
Tanteando en la mesa de luz consideraba con alguna preocupación la manera de arreglárselas en el futuro, pero lo que más lo alarmaba era otra cosa.
-¿Dónde mierda habré dejado los puchos?
Debían ser ya cerca de las diez de la mañana. Tal vez las tres de la tarde, no estaba seguro. De cualquier modo no serían más de las siete, ya que aun no oía al pianista del noveno intentando Anarchy in the U.K, como cada jornada al volver del trabajo.
-Ya sabía yo que este infeliz algún día me iba a servir para algo.
La nueva situación fue para él un desafío. Vestirse no le resultó demasiado difícil, ya que la ropa del día anterior estaba a los pies de la cama. Creía que se había puesto al revés el pulóver, pero no podía jurarlo. Encontraría más complicado, eso sí, afeitarse.
-Tal vez no sea necesario- pensó. No había dejado de afeitarse una sola mañana en los últimos doce años. Eso no podía ser del todo bueno. Hoy dejaría descansar su piel del trabajo infatigable de la gilette. Podía permitírselo: despertar ciego es algo que no ocurre muchas veces en la vida.
-Resulta asombroso comprobar cómo algunas pequeñas contrariedades nos impulsan a tomar las Grandes Decisiones.
Pensaba así, con mayúsculas. Y con un humor bastante siniestro. Los puchos. ¿Dónde mierda los habría dejado? No estaba en condiciones de intentar grandes búsquedas. Es más: la única que se le ocurría era en la mesita de luz. Y allí –ya lo había comprobado- no estaban. ¡Los bolsillos! Los escrutó sin éxito. Cabía la posibilidad de que al buscarlos en la mesita se le hubieran caído al suelo sin que lo notara. Pero hubiese oído el ruido. Ya se sabe que a los ciegos se les agudizan en grado sumo el resto de los sentidos. Salvo que hubieran caído debajo de la cama. Porque toda esa pelusa amortiguaría la caída del paquete, apagaría por completo su modesto sonido. Le asustaba un poco meter la mano debajo de la cama. ¿Con qué podía encontrarse? Hacía años que no revisaba. Creía que había unos patines, pelusa, una valija con juegos de mesa y cartas de truco y de amor, pelusa, (“¡y esta pelusa ¿quién la hace?! se preguntaba irritado, en ocasiones). Pero hacía años -años- que no revisaba debajo de la cama. Uno se deja estar. No quería tentar a la suerte en tan delicada situación. ¿Con qué podía encontrarse? ¿Una porción de fugazza de alguna antigua parranda? En ese caso mejor ni asomarse: debe haber -por lo menos- cucarachas. ¿Un xilofón de la infancia? ¿Cachitos de mortadela de una picada reciente? ¿Un diccionario en seis tomos que hacía tiempo no veía? ¿Una novia olvidada? Universos en los que es mejor no aventurarse, pensaba serio. Ya casi no tenía ganas de fumar. Pero después del café…
No sin dificultades llegó hasta la cocina. Tanteando, más o menos se ubicó. Vamos a ver dijo un ciego, balbuceó sonriendo, y prendió de un solo intento la cafetera Express. No le costó encontrar el casquillo, el medidor, ni el tarro de café. Abrió éste último, introdujo hasta el fondo el medidor, dio un par de golpecitos contra el borde, para que el café sobrante volviera al frasco, y vació el resto en el casquillo con toda naturalidad. Nadie hubiera dicho, al verlo, que estaba ciego. Apretó el café con el culo del medidor, lo ensartó en su órbita y sacó una taza grande, muy grande, del aparador. Mientras tanto se reía. El aparador. No tenía ni idea de lo que era el aparador, pero sonaba bien: “aparador”. Calculó el tiempo “a ojo” (sonreía con beatitud, era increíble) y cuando consideró que la cafetera había alcanzado su temperatura, le dio con gracia al botón.
-¡La puta que lo parió!- se sobresaltó de pronto -¿Y ahora? Tendría que haber comprado una cafetera de esas que paran solas… ¿¡Cómo no me di cuenta!?
Mediante el recurso abominable de meter el índice en la taza consiguió el largo deseado. En otras circunstancias jamás se hubiera permitido dicho recurso. La leche se la iba a echar fría, por no complicarse; pero se dijo que no renunciaría a esa exquisita espuma por el resto de sus días, que se sentía muy capaz de resolver el problema desde el primer momento, éste, y que iba a tener que acostumbrarse a darle a cada objeto una ubicación invariable. Por lo menos a los puchos. Con paciencia y con saliva, se decía gravemente mientras acercaba la jarrita metálica al vaporizador, el elefante se garchó a la hormiga. No creo que me cueste demasiado hacer mi vida de siempre. Algunas cosas me llevarán quizá más tiempo que hasta ahora, deberé estar más atento para otras que hasta hoy podía hacer sin que requirieran mi completa atención, pero no me parece que sea tan terrible quedarse ciego- reflexionó. Y se espantó inmediatamente ante una idea: -¡Algunos se quedan calvos!
El café, maravilloso; como cada mañana. Efectivamente, no le costaría demasiado adaptarse a las nuevas circunstancia. Especialmente porque no hacía gran cosa. Tomaba café, pensaba. Alguna vez, cada tanto, aceptaba bajar a la calle y campaneaba un cacho ‘e sol en la vereda. Alguna vez. Cada tanto. De adolescente se había propuesto ensayar su inevitable ceguera futura, y a raíz de un primer intento, fue atropellado por un colectivo de la línea 93. Más allá de una serie de desbarajustes en la cadera, la mandíbula y el fémur, no había sufrido consecuencias graves; pero había logrado cobrar una importante indemnización, haciendo realidad, de este modo, su sueño más sincero: vivir sin trabajar. Tuvo en adelante una vida sosegada: tomaba café, pensaba. Le aterraba cualquier imprevisto que interrumpiera su felicidad precaria y dulce. Intentaba por todos los medios evitarlos, por lo que se fue aislando en su departamento de Avenida La Plata, y al cabo de algún tiempo se había convertido en un solitario. Claro que esto no le parecía triste en absoluto: era una soledad que él mismo había construido y que podía quebrar cuando así lo quisiera, por lo tanto se sentía feliz de pasar los días del modo en que los pasaba. Tomaba café. Pensaba. Su experiencia contemplativa lo confirmó en la certeza de que bastaba con pensar las cosas. Pensarlas bien, ojo; idearlas con todo detalle en el plano interior pero jamás condescender al plano de lo concreto; jamás, ¡jamás! rebajarse al campo de la acción. Todo acto era mera redundancia. Todo consentimiento a la acción, un ejercicio de la vanidad. Al principio se molestó en aclarar que no era éste un trauma psicológico que le hubiera dejado el accidente, algún miedo acuñado desde entonces, sino que respondía a meditaciones muy anteriores. Después solamente lo pensaba. ¿Para qué contestar las preguntas que uno ya ha respondido hacia adentro? Este procedimiento era aplicable a cualquier disciplina. ¿Por qué tomarse el trabajo de ir a un lugar espantoso, intoxicarse con bebidas repugnantes, trabajarse de labia a una mujer, ponerse a bailar como un imbécil, hacerle creer que debería ella acostarse con uno, y finalmente –si hay suerte- lograr que se acueste con uno? ¿Para qué? ¿Para qué si uno puede simplemente imaginar el encuentro físico? Menos mal que de chico se lo habían advertido. La ceguera no lo había tomado por sorpresa.
Se sentía fresco como una lechuga cuando el pianista del noveno entró a castigar su instrumento.
-Ya son más de las siete. ¡Como pasa el tiempo!
¿Había dormido más de lo habitual? ¿O acaso el empeño por resolver las contrariedades de su jornada invidente le habían hecho volar las horas? Estamos condenados a vivir en la incertidumbre, solía pensar a veces, en la panadería. Estudiaba largo rato las bandejas de facturas y concluía exhalando desalentado:
-Decisiones…- y movía la cabeza hacia ambos lados, desolado, como negando algo.
Ahora que el pianista del noveno le cantaba las cuarenta a su jefe mediante su pobre e inocente instrumento sintió de repente que no sería tan fácil como pensaba. Eran más de las siete. ¿Cómo se mide el tiempo de los ciegos?
-Se me va a complicar bastante, me da la impresión.
Preocupado, abrió los ojos. Lo primero que vio fue el paquete de cigarrillos. Prendió uno instintivamente. No estaba preparado. En absoluto. Iba a tener que ajustar unas cuántas cosas. Muchas. Frente al espejo, se pasaba con insistencia el revés de la mano por el mentón.
-Voy a tener que practicar más seguido- pensó. Y dispuso todo para afeitarse.
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