miércoles, 21 de octubre de 2009

Adrogué

Resulta complicado determinar la causa, sin embargo es un hecho que mis relaciones con mujeres han terminado siempre de forma lamentable. Y eso que tuve la suerte de contar con la temprana ayuda de un primo más grande que sabía bastante del tema y me esclareció algunas nociones fundamentales.

-Son todas putas- me explicó una mañana primaveral. Yo acababa de cumplir ocho años. Me acuerdo que permaneció un rato abstraído, y cuando yo había dado por concluida su enseñanza:

-¡Todas putas!- repitió enérgicamente, acompañándose de un gesto de negación.

Hoy me entra el pánico de sólo imaginar cómo habría sido mi performance de no haber contado con tan significativo asesoramiento.

A Laura la conocí ese mismo verano en Adrogué, en una kermese que organizó la parroquia. Me cautivó enseguida con su puntería inalterable para bajar patitos giratorios en uno de los juegos. Linda zona, Adrogué. Unas casas bárbaras. A nosotros nos quedaba un poco a trasmano, porque toda la vida vivimos en José Paz, pero mamá no hubiese permitido que faltáramos a una convocatoria de la parroquia. Ahora entiendo que tal vez papá no estuviera muy de acuerdo, porque antes de salir, mientras guardaba los sánguches en una de esas heladeritas de playa, esgunfiado, oí que decía:

-¡Es en la loma del culo, vieja! ¿A vos te parece que vayamos? Digo: ¿es muy necesario?

Por suerte en cuestiones de fe mamá no daba el brazo a torcer. Pese a que el ranchito no era muy grande lo teníamos lleno de Crucifixiones, imágenes del Señor, estatuitas de la Virgen y altares dedicados a varios Santos. Recuerdo que mis hermanos mayores solían protestar porque querían colgar en la cocina un póster de Alice Cooper allí donde una imagen de Pío IX, oportunamente dispuesta, iluminaba a mi madre sobre la mesada en la cual ella se abocaba a la repostería. Cuando volvía de la parroquia con alguna bolsa en la mano, papá, que veía reducirse el espacio de la casa a un ritmo preocupante, preguntaba aterrado:

-¿Más Santos?

Y respiraba aliviado cuando de la bolsa salían verduras, o pollo, o rollos de papel higiénico, o detergente. Pero no, como decía antes, por suerte en esos temas mamá no daba el brazo a torcer. Y digo por suerte porque a mí el póster de Alice Cooper me asustaba. Creo que en la imagen se veía a una especie de gurka pisando pollitos, nunca me animé a mirarlo muy detenidamente. Y también porque fue gracias a la determinación de mi madre que aquel domingo fuimos a la kermese. Linda zona, Adrogué. Unas casas bárbaras.

Ya conté que lo que me impactó de Laura fue la precisión con la que disparaba a los patitos. Una cosa impresionante. Cuando me acerqué ya había ganado un elefante de porcelana tamaño natural, un reloj importado y una botella grande de champán, de esas que abren los de la fórmula uno. Y todavía esa misma tarde iba a sacarse un radio-grabador que funcionaba con ocho pilas grandes (“¡un presupuesto!” dijo la madre de Laura, por eso accedió a que me lo regalara, y lo metimos en el renó 6 inmediatamente, antes de que se arrepintiera), la escopeta de aire comprimido y un loro que cantaba tangos y decía barbaridades. También había otros entretenimientos en la kermese, juegos del estilo “póngale la cola al chancho”, “tírele la goma al burro”, esas cosas, pero ahí Laura perdía todo su encanto. Porque lo que no conté aún es que aparte de la puntería que me había cautivado desde el primer momento, no poseía ella ningún otro atractivo. Era más fea, la hija de puta. Y para que a los ocho años se note que sos feo, tenés que ser más feo que un culo feo. Y no lo digo por despecho, eh, no señor. Ya han pasado muchos años y he pensado frecuentemente en el tema con absoluta claridad mental, así que deberían creerme cuando les digo que escribo libre de cualquier asomo de emoción. ¡Cincuenta y siete años, dos meses y nueve días han pasado desde el episodio!

Yo la miraba obnubilado: ella bajando patitos era una delicia. Hasta que -previsiblemente- cayó el útlimo de la ronda.

-¡Fa! ¡sos un fenómeno! -le dije emocionado- ¿Cómo te llamás?

-Maura- dijo, sin mirar.

-¿Maura? ¡qué lindo nombre!- exclamé- Yo conozco un puto que se llama Mauro, pero Maura no había conocido a nadie.

-¡Laura!- dijo, y ahora sí se dio vuelta con una sonrisa franca, llena de hierros. A lo mejor le había hecho gracia lo del puto. Mamá se enojaba mucho cuando yo decía malas palabras, pero los demás siempre las encontraban muy graciosas. Incluso papá. Yo me quedé mirando esa sonrisa enorme que parecía tener paragolpes en los dientes, pero me cuidé mucho de decírselo. La puta que lo parió, era muy fulera. Pero yo entonces no era tan frívolo como ahora y no me importaba que una mujer fuera fea para quererla. Claro que no. Me guiaba por otros parámetros, buscaba cosas más profundas que la belleza física. Una puntería inalterable para bajar patitos giratorios en los juegos de la kermese, por ejemplo.

-¿Sos del barrio, Laura?

-Sí- me dijo, embutida en su vestidito escocés. Parecía un chorizo gigante de los que colgaban sobre el mostrador del gallego, en el bar de la estación José Paz. Sólo que a cuadritos.

-Linda zona Adrogué...- dije haciéndome el interesante -unas casas bárbaras.

Esta frase se la había oído durante la semana repetidas veces a varias de mis tías cada vez que mamá les contaba que el domingo iríamos para Adrogué, convocados por la parroquia.

-Linda zona, Adrogué- decían invariablemente mis tías -unas casas bárbaras.

-¿Vos de dónde sos?- me preguntó Laura.

-De José Paz- contesté orgulloso -¿Conocés José Paz?

-No.

-¿No conocés José Paz?

-No ¿es lindo?

-¿José Paz? ¡Es lindísmo, Laura! José Paz es lindísmo ¿nunca fuiste de excursión?

Yo estaba razonablemente asombrado de que alguien pudiera no conocer José Paz.

-¿Hay excursiones?- preguntó.

-¿A José Paz? ¡Flor de excursiones! Tenés que ir a Buenos Aires, antes. Y te tomás el tren en Retiro. Además el viaje es relindo. Le comprás alguna golosina a los vendedores ambulantes, para distraerte, ¿viste?... muy lindo viaje, eh; un rato largo y te bajás en José Paz. Podés comer en algún bolichito de la estación, o te llevás el picnic, si querés. Y después paseás, conocés la ciudad...

-¿Y es como acá?

-¿Como acá? ¿José Paz? ¡Noooo! ¡Por favoooor! ¡Nada que ver! El día y la noche. José Paz es como... no conocés Moreno ¿no? Es como, qué se yo... ¿y Londres? ¿conocés?- ella dijo que no. -Yo tampoco, pero creo que es bastante parecido a Londres, por lo que oí. Un poco más grande, José Paz, eso sí.

-¿Y tienen la misma moneda que acá?

-¿Cómo la misma moneda?

-¿Pagan en pesos?

-No, no. Bueno, allá hay varias monedas. Tenés las guitas, que sirven para comprar clavos sueltos en la ferretería o figuritas en el kiosco. También están los mangos. Con dos mangos comprás el pan. Tres cuartos de milonguitas comprás con dos mangos. Después tenés las gambas, pero nunca las vi. Me parece que con las gambas se pagan las facturas del gas, la luz, esas cosas. Y al final creo que vienen las lucas y los palos. Aunque también hay “miserias”.

-¿Miserias?

-Sí. No sé si es más o menos que las lucas, me parece que menos. Es lo que gana mi papá: una miseria.

El del puesto seguía la conversación entretenido, como si no tuviera ganas de que acabase, y me miraba con simpatía. Entonces me pareció que admiraba en secreto mi labia y mi proceder majestuoso en el arte incierto de la seducción, pero ahora creo que estaba agradecido porque, distrayendo a Laura, lo estaba salvando de que ella le desvalijara el kiosco. Se había hecho un pequeño silencio y le tocaba a Laura llenarlo de algún modo.

-¿Querés jugar?- preguntó, y yo noté que el tipo del puesto me clavaba la mirada y con cierta desesperación subía y bajaba la cabeza velozmente, como queriendo transmitirme un mensaje secreto.

-No- le dije -jugá vos.

Y ahí vino la segunda ronda de premios: el radio-grabador que metimos de inmediato en el auto, el loro atorrante y la escopeta de aire comprimido. Uno atrás del otro. No había memoria de algo semejante desde el carnaval del treintidós, dijeron los más veteranos. Un fenómeno mi chica.

Como a dos o tres puestos había un pelado vendiendo choripanes. Le pregunté a mamá si la podíamos invitar a Laura a uno y noté cierta preocupación en el gesto de papá.

-¿Podemos? -pregunté entonces a papá, pero mamá interrumpió diciendo que sí, que claro que podíamos. Estaba de muy buen humor aquella tarde, mamá. Papá no se explicaba lo de los choripanes teniendo en el baúl del auto una heladerita llena de sánguches. ¡Y de salchichón primavera!

Ahí mismo, mientras nos engullíamos aquel par incomparable de choripanes, le dibujé en unas cuantas servilletas un plano de José Paz marcándole en primer lugar nuestro ranchito, seguido de otros puntos de interés. Le había pedido prestado el rifle de aire comprimido que acababa de ganar y me lo había colgado al hombro porque -intuía- me daba un aire irresistible como de John Wayne en alguna de las maravillosas películas que solíamos ver los Sábados de Súper Acción.

-¿Ves? Acá donde te hice el descampado adornado con plantitas de marihuana están los “faloperos”- le comentaba, para que no fuera a perderse cuando llegara a José Paz -Acá, en cambio, a pasitos del desarmadero, te vas a encontrar a los que afanan autos, estéreos, esas cosas: los “pungas”. En esta esquina paran los “fiolos”, ¿ves?. Y éstos, éstos de acá, son los “trabucos”. Si seguís por acá, frente a la escuela, en la placita, están siempre los “pederastras”. Papá los odia, pero son buena gente. A mí siempre me saludan, a veces me hacen regalos y todo.

Así estaba yo, dibujando y explicándole el plano a Laura, cuando sobrevino la catástrofe. Sin que nada hiciera preverlo, la madre de Laura -que aparentemente estaba detrás de mí, estudiando mis indicaciones por encima de mi hombro- se me plantó enfrente enfurecida y -echando humo por los ojos y pronunciando a los gritos no sé qué conjuro- quiso tomar violentamente a su hija de un brazo para llevársela quién sabe dónde. Pero yo me adelanté: la cacé por la cintura como los galanes de cine, nos escabullimos hasta el puesto de choripanes y volcando de un patadón el tonel donde se asaban los chorizos conseguimos una suerte de trinchera.

-¡Hija de puta!- le grité mientras intentaba descorchar el botellón de champán que había logrado manotear con la zurda mientras cazaba a Laura con la diestra para llevarla a un lugar seguro -¡No te acerques más porque sos boleta!

A unos metros de nosotros, mamá estaba indignada por mi vocabulario y papá -anonadado- había abierto enormes los ojos y parecía no entender nada; pero a mi lado y como en otro planeta, Laura reía, lo que me envalentonó. Me descolgué el arma del hombro y se la extendí a mi compañera.

-Apuntá, apuntá- le dije, y después grité endemoniado- ¡Los vamos a hacer cagar a todos, putos!

Mientras intentaba descorchar la botella, mantenía a raya a la madre de mi chica y a otros alcahuetes que se habían alistado bajo su bandera, arrojándoles, mediante la pala del parrillero usada a modo de catapulta, las brazas que habían caído a los pies del tanque y demás objetos contundentes que encontrara a mi alcance. Cuando sentí que el corcho estaba cediendo atiné a bajar repentinamente la botella con la suerte de que el proyectil salió disparado a una velocidad incalculable y dio de lleno en la frente de la vieja. Cayó de culo, quedó sentada un par de segundos e inmediatamente se desvaneció. Yo me mandé un trago largo de champán porque entre la emoción y los nervios se me había secado la garganta.

-¡Atrás, hijos de puta! ¡Atrás!- gritaba yo fuera de mí, excitado por el champán y por la convicción de que con aquel rifle de aire comprimido y la puntería de mi chica éramos imbatibles. Y fue el pico más alto de mi euforia, porque inmediatamente todo se derrumbaría.

Me dolió bastante ver que mamá se acercaba a la madre de Laura e intentaba hacer que volviera en sí. También me sentí defraudado al ver a papá -ayudado por el pelado de los chiripanes- cargarla y ponerla a salvo detrás de un cedro. Fue un mal trago, un golpe bajo. Pero lo que terminó de destrozarme fue ver que a mi lado Laura había bajado la escopeta y llorando desconsoladamente se entregaba al enemigo.

-¿Tú también, Bruto?- pregunté cinematográficamente y, derrotado, bajé definitivamente la guardia. Creí que no me había oído, porque ya estaba detrás del cedro abrazando a su madre que ahora empezaba a reaccionar, pero enseguida me miró llena de lágrimas y se puso a gritar con toda su alma:

-¡Bruto! ¡bruto! ¡bruto!- como si yo fuera el traidor.

La desazón fue tan profunda que estaba perdido. No sabía cómo reaccionar, pero intuí que lo más razonable era empezar a correr lo más rápido posible en cualquier dirección. Porque al ver que la vieja volvía en sí, encabezados por mi padre y en segundo lugar el pelado de la parrilla, todos, absolutamente todos empezaron a correr detrás de mí, a perseguirme con el propósito bastante claro de cagarme a palos.

-¡Bruto! ¡bruto!- gritaban todos corriéndome enfurecidos -¡Brutoooo!

Todos menos el loro cantor, que al parecer gritaba “puto”.

Cuando por fin me agarraron, papá evitó el linchamiento haciéndose cargo de los destrozos provocados. Después, en José Paz, me linchó él mismo.

-Deberías haberlos dejado a ellos- le recordé toda su vida- te ahorrabas guita y laburo- Pero él parecía no entender, me clavaba una mirada como de desconcierto, pobre. Nunca fue un clarividente para eso de los negocios, mi padre.

***


miércoles, 14 de octubre de 2009

Déjà Vu (Summertime)

Al Pibe,
en sus treinta primaveras.


La situación es clara: estamos viendo la escena desde la vereda de enfrente, la de los números impares. Sentados en una cómoda butaca de teatro, en el umbral de una casa o en una de las mesas que del bar han sacado a la calle, porque empieza a hacer buen tiempo, nos descubrimos con un papel en la mano, un papel que el aburrimiento o la distracción ha enrrollado en un cono irregular. Pero sobre todo nos descubrimos aceptando sin discutir lo que vemos o intuimos con una certeza irrefutable. Con la convicción de un mártir.

La cuadra está dominada por un edificio alto, un poco a la izquierda del escenario (derecha e izquierda, las nuestras, las del espectador) y completada por varias casas de no más de tres pisos. Algunas tienen un local en la planta baja: una verdulería, una tienda especializada en video y fotografía, un supermercado de chinos, un taller mecánico. Parece un barrio tranquilo. Un observador casual juraría que allí la gente es feliz, pero nosotros tenemos la dudosa suerte de conocer cualquier rincón del alma humana y todos los discos del cuarteto de Roberto Grela. Sabemos, por ende, que Marcelo, el verdulero, no está pasando por su mejor momento: acaba de separarse y está desesperado, ha descuidado el trabajo y es evidente que el negocio se está viniendo a pique. Sabemos que en cuanto abra la verdulería, Cacho, el portero, interrumpirá momentáneamente sus quehaceres, apagará la manguera, apoyará la escoba contra el canterito del edificio y saludará al verdulero:

-¡Qué cara está la cebolla!

Un observador casual reirá ante la ocurrencia del portero, porque apenas conocerá alguna de las terribles pasiones que sufre la raza humana, pero nosotros las conocemos todas, nos las revelaron las tiras de Inodoro Pereyra y largos años dedicados a la vida contemplativa; por eso no reímos, porque comprendimos que el dolor de un solo hombre es nuestro dolor. Sabemos, además, que en cualquier momento, desde la terraza del alto edificio de ladrillos, caerá un cuerpo de mujer y se reventará contra las baldosas que Cacho, el portero, habrá dejado de baldear hace un instante. Sabemos también que -ignorantes del trágico episodio- la pareja del quinto “A” ensayará de un momento a otro su rutinaria discusión a los gritos, hecho que despertará al vecino de la planta alta de la casa de al lado a la derecha, un vecino que se aburre en su habitación que acaso no es muy pequeña pero que no tiene puerta. Sólo una ventanita alargada que da a la calle y por la que con esfuerzo consigue sacar el torso y desde allí, agitando los brazos y con fingida bronca, grita a los vecinos para distraerse.

Le escena aún no comienza y ya se torna confusa. Hay un humo que -como en esos bodrios de Pino Solanas- todo lo confunde; pero no se trata del recurso cinematográfico, sino de un humo metafísico. Las cosas suceden al mismo tiempo pero en distintos planos. De pronto nos sentimos incapaces de distinguir lo que ocurre de lo que estamos intuyendo. Como si la imaginación y la realidad nos atacaran desde diversos flancos, desde muchos flancos cada una y al mismo tiempo. Pero no estamos intranquilos, nos sentimos cómodos en nuestro rincón del mundo (aunque ahora mismo algo empieza levemente a perturbarnos. Quizá el cadáver, pero ¿dónde está?) La mañana es linda como una pebeta que fuera -en la calle maleva- una flor. Todo parece estar en orden. Hay un portero baldeando la vereda, pero no hay un cuerpo reventado ni hay sangre. Hay, sí, una mujer que sale del edificio muy enojada, dando un portazo. Y hay un hombre que desde el balcón del quinto “A” grita de mal modo:

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

De pronto un torso imposible ha asomado desde una ventanita rectangular, de unos treinta centímetros de altura por un metro de largo, como una ventilación que hubiera en el segundo piso de la casa contigua. Acabamos de ver cómo un torso imposible ha asomado desde una ventanita y ahora el dueño de ese torso está estudiando la discusión, como esperando el momento de intervenir.

-¡Me voy!- grita Mariela -¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

La pareja no lo advierte (como tampoco advierte que por la esquina viene doblando un chico de seis o siete años, comiendo una galletita camino de la escuela), pero nosotros conocemos el número exacto de veces que Atahualpa Yupanqui registró la palabra "vaquitas" y -por otra parte- estamos bajo un hechizo extraño que se llama teatro o sueño o droga o muerte, o a lo mejor solamente vereda de enfrente, y podemos ver todo el panorama: la cortina metálica de la verdulería empieza a levantarse, Cacho lo ha notado y está apoyando ahora la escoba contra un canterito y se agacha a apagar la canilla, un pibe de guardapolvo está doblando la esquina y la vecina del quinto “A” le contesta a su marido. Al hombre de la ventanita acaba de iluminársele la cara y agitando los brazos grita con mentida furia:

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

El vecino del quinto “A”, indignado, está mirando desde el balcón a su mujer, que sin girarse arrancó para la casa de su cuñada y se cruza con el escolar antes de salir por foro derecha. Por lo demás vivir es fácil, the fish are jumpin'.

-¡Qué cara está la cebolla, Marcelo!- saluda compadecido el portero, apenas unos metros a la derecha, pero Marcelo está en otro planeta, acomodando unos cajones o pensando en el suicidio. Ninguno ha advertido la mitad del hombre que ha asomado -violando todas las leyes físicas- por la pequeña ventilación del segundo piso de la casa de la derecha. El único que parece ver toda la escena, tal y como la estamos viendo nosotros, es ese chico de seis o siete años que acaba de enderezar para este lado y que antes de cruzarse con la vecina del quinto “A”, señalando hacia el hombre de la ventanita pero sin mirarlo, más bien buscando la atención del resto del elenco, como si estuviera brindando una información útil para la burla, ha reído sin ganas y ha gritado al mundo el secreto de aquel hombre.

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

Todo está ocurriendo ahora, y no dura más de diez o quince segundos.

-¿A dónde vas, Mariela? ¡Vení para acá! ¡Vení para acá te digo, carajo!

-¡Me voy! ¡Me voy, inútil! ¡Me voy a lo de mi cuñada, a ver si ella me da una solución!

-¡¿Y a mí qué carajo me importa?! ¡Dejen dormir, la puta que los parió!

-¡Ahaaa, no tiene puerta!

-¡Qué cara está la cebolla!

Lo curioso es que lo habíamos visto todo, que conocíamos de antemano las palabras, los personajes, los gestos. Quizá el rollito que nos descubrimos en la mano es el libreto que no recordamos haber leído. Nos está faltando el fiambre. En algún lado tiene que haber un cuerpo de mujer destruido por la violencia del impacto contra las baldosas que el portero trabaja con tanto celo. Pero -por supuesto- no queremos averiguar nada, faltaba más. Mejor vamos a ir yendo, tranquilos, despacito, no vaya a ser cosa que nos comamos el garrón. Mientras nos levantamos echamos una última ojeada: el hombre en el balcón buscando con la vista a la mujer que ya no está en escena, el verdulero abstraído en su tragedia y el portero que tímidamente le busca conversación, el hombre de la ventanita, cumplida su labor, se ha guardado hasta próxima intervención y el pibe de guardapolvo cruza la calle diríase que directamente hacia nosotros. Entonces, con un ruido de calabazas rotas, pesado y a una velocidad increíble, cae frente a nosotros un cuerpo de mujer.

No podemos perder tiempo, vamos nomás. Está por sonar el timbre y tenemos los bolsillos llenos de brillantina y papel glacé, en la mochila hay pomos de plasticola, lápices de colores y un paquete casi entero de galletitas Manón para la hora de la merienda. Vamos de una vez, que nos espera un patio lleno de pibes de nuestra edad. Habrá que explicarle a la maestra lo de las salpicaduras, acaso, pero después habrá tiempo para jugar.

Y arrancamos con entusiasmo para el cole, pasándonos con insistencia la mano ensalivada por la cara, limpiándonos las manchas de sangre. Summertime.


*


viernes, 2 de octubre de 2009

Orden del día

“Vivía como un bohemio, malgastando mi vida.
Tan solo más tarde,
cuando conocí a Pissarro, que era infatigable
empecé a sentir gusto por el trabajo.”
Cèzanne.(*)


Suena el despertador y cómo cuesta. Pero por primera vez en mi vida voy viviendo del modo que quería, así que arriba. Hago un café romántico, barroco, como decía el cantautor. No me hace falta remojar la cabeza en agua fría porque al no tener pelo está siempre fresquita. Comparto con la bruja los primeros veinte minutos del desayuno, ya que ella emplea para tal fin nada menos que de dos a cinco horas.

A diferencia del personaje de Transas, (aquel tema tan lindo de García) de mí no resulta pertinente -por motivos que se explicaron en el párrafo anterior- asegurar que un día me cortaré el pelo. Lo que sí podría decirse con bastante probabilidad es aquello de no creo que pueda dejar de fumar, por lo que dedico un rato de la mañana a hacer ejercicio físico. A correr por el paseo marítimo, más que nada, para transpirar toda la porquería que ya he tenido tiempo de meterme ayer y limpiar un poco el organismo, que nunca viene mal; hacer bombear el bobo para mantenerlo en forma porque -pobrecito- ya ha sufrido tanto; y hacer circular la sangre, que según varias opiniones médicas se me ha ido espesando de manera alarmante desde que abandoné la niñez, allá en los años veinte. Llevo ya varios meses con estas prácticas deportivas y -desde el primer momento- nunca me parecieron tan terribles como esperaba. Al contrario, me gusta. Me deja muy relajado, sin la menor ansiedad, respirando con toda la capacidad de los fuelles y bastante cansado, debo admitirlo. Pero lo mejor viene después de correr: el baño de mar. Un baño corto pero perfectamente oportuno, unos minutos de relax nadando de espaldas, hacia atrás, tranquilamente, como haciendo la plancha, siempre de cara al sol, me convencen de que vale la pena vivir sanamente. Y me doy por cumplido con la vida sana. No pasa mucho tiempo hasta que me prendo un pucho.

De vuelta en casa y mientras la bruja termina el café, prevemos en un momento las tareas hogareñas que hay que llevar a cabo. Como estamos recién mudados, estas tareas se multiplican. Aparte de las actividades clásicas de cada día (tender la cama y esas cosas), hay diez millones de cosas por resolver, motivo por el cual uno de los balcones se ha convertido temporalmente en carpintería, donde ya he construido la mesita ratona y donde actualmente trabajo en El Sofá de Tres Cuerpos (un banco largo). No por otra cosa el comedor ha adquirido -también provisoriamente- formas de taller de costura, desde el que mi mujer -pobre santa- va despachando a velocidades insospechadas los almohadones que ya está requiriendo mi estructura de madera.

Toda jornada exige sus pausas y todo jornalero las agradece. Por eso vuelvo a enamorarme de la bruja cada mediodía, mientras tomo medidas, serrucho tablones y viene haciéndose la hora de almorzar; cuando sin que medie una palabra al respecto, la costurerita que dio ese mal paso (el de casarse conmigo, por supuesto; y lo peor de todo ¡sin necesidad!) me hace llegar desde la cocina nuevos olores de especias y verduras salteadas. Es cierto que en un pacto prenupcial habíamos acordado que esa labor me correspondía; pero considerando que accedí a la Fabricación Artesanal de Muebles (muy) Rústicos, ha resuelto ella misma (sin que yo la presionara de ningún modo, lo juro) suplirme momentáneamente.

-Hasta que arregles todo este quilombo- me dijo.

La tarde resulta menos increíble, porque ella se tiene que ir a laburar. La despido en la puerta, voy al balcón y hago como si atornillara algo hasta que la veo salir del edificio. Siempre se gira para saludar, me ve ahí trabajando y se va tranquila, por Pujades hacia el norte. Entonces largo el destornillador y me pongo a tocar la armónica con verdadero entusiasmo. Porque hay una idea que acuno desde mi más tierna infancia (y que ella no parece compartir) y es que tanto laburo no puede ser bueno para nadie.

Esta armónica que siempre llevo en algún bolsillo y que me regaló Diego Fútbol justo antes de cruzar el charco, cada vez que la soplo me pide orquestación. Y como también tengo una guitarra que me regaló el gordo Ignacio, un amplificador y una consola que me regaló mi mujer y un micrófono que me regalaron mis viejos, me pongo a grabar. Qué manera de regalarme cosas, la gente. (Por si alguien está leyendo y le interesa, ahora andaría necesitando cuarenta lucas). Suelo partir de una canción que no esté muy fresca, que haya madurado lo suficiente en barricas de roble francés, digamos una canción compuesta hace no menos de diez años. Claro que desde que la compuse yo he cambiado bastante, entonces viene lo más lindo y complicado del trabajo: hacer o intentar que la canción me siga gustando. Corregir una armonía o algún verso, insertarle con naturalidad varios chistes (especialmente a las canciones melancólicas), suprimir alguna parte instrumental quizá demasiado pretenciosa, reemplazar un pomposo solo de piano por un chiflido arrabalero, un coro en falsete o un bajo en orsai; en fin, cosas que van surgiendo espontáneamente y que renuevan en mí las ganas de sacarme de encima un cajón lleno de temas viejos que no habían tenido juventud.

En eso estoy, abstraído y muerto de risa, cuando en Barcelona empieza a caer la tarde. Es la hora de buena luz para hacer fotos, así que sin perder un segundo cacheteo la cámara y la bicicleta y salgo de safari fotográfico por la ciudad. No tengo mucho tiempo de buena luz, por lo que intento aprovecharlo al máximo. Voy sin rumbo pero evitando -dentro de lo posible- los puntos turísticos, la aglomeración de estudiantes y el ataque de rumanos. A veces consigo algunas fotos buenas, otras no; pero salgo regularmente, como si se tratara de un compromiso ineludible. Después las reviso. Si hice alguna que me gusta la cuelgo en mi galería particular.

En algún momento empiezo a preocuparme porque recuerdo de golpe que con esto de la mudanza y el viaje a París he vuelto a descuidar al equilibrista.

-¿No te da vergüenza, pajero?- quiere saber el pelado- ¿ cómo es posible que con todo el tiempo que tenés seas incapaz de escribir una sola página para el bloc?

-Fue un mes complicado- me defiendo.

-Andá a cagar- grita indignado- Sos un fantasma, ¡un hijo de puta!. Toda la vida tuviste excusas de todos los colores, y ahora que ligaste la beca, que por fin te sacaste de encima el yugo, todavía te queda cara para quejarte. Caradura... ¡Fantasma! “Un mes complicado”- se burla.

-Qué querés, pelado, vos ya me conocés: tengo que quejarme, es más fuerte que yo, como una vocación... ¡es una vocación insobornable!

-Dejate de joder y ponete a escribir- me ordena serio- Ahora mismo.

-Ok, bajo a comprar puchos y ahora me pongo.

-Ahora mismo- repite. El pelado es implacable.

Así que acá estoy, me puse a garabatear esta nota para que no me rompiera más los huevos; y como casi la estoy terminando me parece que voy a bajar a buscar esos puchos de una vez, porque me están entrando unas ganas bárbaras de escuchar el piano extraordinario de Thelonious Monk, descorchar una botella y empezar a preparar -tranquilamente, sin ninguna prisa, mientras disfruto del piano y del vino- alguna exquisitez para cuando vuelva la bruja.

¿Por qué escribo todo esto? No sé, tal vez para recordar cuando caiga sobre esta nota dentro de algún tiempo, para recordarme a mí que tanto me gusta quejarme, que alguna vez viví contento sin buscar motivos de queja. Que en este extraño momento de mi vida viví completamente ajeno al calendario con feriados en rojo y a los absurdos horarios de trabajo. Que pude hacer, cada día, muchísimas de las cosas que había querido hacer siempre.

O quizá para que te mueras de envidia, negro, quién puede saberlo.

*

(*) A pesar de las comillas y la cursiva la frase no es del todo textual. Primero porque no sé francés. Y segundo porque estoy un poco lejos y a trasmano de los libros que solía consultar en mi adolescencia.