sábado, 29 de diciembre de 2007

Palabras de fin de año


Hijo mío, también hay otra gente. Para ellos cada nuevo día no es una maravilla por explorar –como para nosotros- sino más bien todo lo contrario: una suerte de horrible sacrificio lamentable. No se levantan de un salto en cuanto despiertan, dispuestos a exprimir el nuevo día irrepetible, lleno de posibilidades, tal como hacemos tú y yo. Ellos se quedan en la cama hasta que se les hace imposible permanecer allí, y sólo entonces se incorporan murmurando amargamente mientras abren los ojos, las once ya, carajo. Y tras una pausa breve, la puta que lo parió, agregan, con el gesto de quien realizara un esfuerzo sobrehumano. No tienen nada que ver con nosotros: no aman al prójimo, no. Ni siquiera a sí mismos. Los rige el riguroso precepto de que el prójimo es un hijo de puta hasta que se demuestre lo contrario. E inclusive aunque se demuestre lo contrario. Debemos tener mucha piedad para con ellos, hijo mío, ya que no pueden -no podrán nunca- enfrentar la vida con alegría y entereza de espíritu. Se arrastran por sus días como si cargaran un peso bestial en los hombros o en el alma, no como nosotros, y cualquier vínculo humano los aterra: se muestran huraños para no generarlos. No conocen a sus vecinos, y si el ascensor obliga al diálogo jamás saludarán como tú o como yo, hijo -qué tal, cómo le va, vecino- sino que escupirán, seguramente, alguna frase en el estilo de hoy es jueves, el peor día. Esto no debe asustarnos, hijo mío, debemos compadecernos de ellos ya que son perfectamente incapaces de ser felices, incluso hasta de concebir la felicidad. A veces alcanzan algo parecido a la paz, generalmente por la noche, siempre que se encuentren solos, y sobre todo cuando nada amenaza con interrumpir esa soledad. Son hombres y mujeres solitarios que aborrecen del género humano y consideran que el cariño, la ternura y la misericordia son meras reacciones químicas. Se perfeccionan, sin embargo, día a día, en los sentimientos más viles, creyéndolos en rigor los únicos auténticos, y se regocijan en ellos como si se odiaran. Por eso beben tanto. No beben –como nosotros- para festejar o para olvidar: beben para destruirse. Se sienten responsables de todas las miserias del universo, porque su pecho a todas las encierra. Son como dostoievskis sin biromes ni cuadernos, pero sobre todo son como dostoievskis desganados. A ellos debemos quererlos mucho, hijo mío. Debemos quererlos igual que al resto de las personas. Ahora descansa, es buena hora para dormir. Al despertar será ya un nuevo año, infinito en posibilidades maravillosas, enorme en potenciales milagros. Descansa, hijo mío, que mañana si Dios quiere desayunaremos un suculento pannettone y, tal vez también, acaso, un poquito de turrón.



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1 comentario:

Jaime dijo...

Filantrópico, hermoso! Y hay quien se contenta con desear felicidades...