lunes, 29 de diciembre de 2008

EL ATAÚD


Cuando mis hijos mellizos, Gog y Magog, me pidieron consejo para empezar a estudiar música me sentí orgulloso de poder darles una mano. Les recomendé que, tal como había hecho su padre, se lo tomaran en serio, pero que a diferencia de él lo hicieran metódicamente. Con qué alegría les enseñé las primeras nociones, y con qué prontitud las hicieron suyas, requiriendo casi de inmediato la inscripción en la Escuela de Música Popular de Avellaneda. Allí se pusieron en contacto con otros músicos de su mismo nivel y en poco tiempo formaron su orquestita El Relós de Barba Negra, “un ensamble modesto –justifica Gog, con humildad- con el que apenas pretendemos acercar un poco a nuestros contemporáneos al Encuentro Definitivo, darles un empujoncito tímido hacia la Verdad Absoluta, tan solo”.

Esta tarde conversaba yo en la esquina de Mitre y Larrea con el portero del Colegio San José, cuando pasaron los chicos con sus instrumentos al hombro: Gog cargaba el “ataúd”, como llama al enorme estuche en el que transporta su contrabajo, y Magog su caja de cuero donde guarda el bandoneón diatónico. Los acompañaba el resto de la orquesta: Renato, violín, y Medina, piano. A Medina lo llaman por el apellido porque es bastante mayor que los demás (cumplió nueve en abril), pero se ajusta perfectamente a la fuerza innovadora y al profundo contenido en la manera de sentir y de trabajar musicalmente el tango del conjunto

-Qué hacés, papá- saludó Gog con la zurda, casi sin mirar, desde la vereda de enfrente. Y seguían caminando en dirección sur, así que me apresuré a alcanzarlos. Quería que me contaran qué tal había ido el ensayo, qué resultados consiguieron, en fin, buscaba alguna comunicación. Cosas de padres. Le señalé el estuche.

-¿Y eso?- pregunté. Y me sentí un idiota. ¿Qué iba a haber ahí adentro? ¡El contrabajo! Pero quería que me contaran, tenía que hacerlos hablar. Gog se hacía el boludo, como si no me hubiera escuchado, miraba para otro lado pero se lo veía incómodo. Magog intentaba distraerme. Repetí la pregunta varias veces. Incluso llegué a modificarla para peor:

-¿Qué tienen ahí? ¿Los instrumentos?

¡Imperdonable! ¿Qué iban a tener? Pero no me daban bola. Magog estaba ya un poco molesto ante mi insistencia. Medina, apoyado contra la pared y limpiándose las uñas con los dientes dijo como para nadie:

-Cuanto menos sepas, mejor.- y girando la cara con lentitud escupió un cachito de mugre para el otro lado. Yo seguí con la vista la parábola del recorrido y me sentí confundido. Renato, silbando, las manos en los bolsillos, pateaba piedritas a la calle.

Se hizo un silencio un poco largo. Los chicos parecían dispuestos a confesar un crimen horrible.

-Filiberto- dijo Gog, mirando para abajo.

-¿Qué?

-Acá adentro lo tenemos a Filiberto- dijo en voz baja. Y tras asegurarse de que no había nadie cerca, abriendo enormes los ojos agregó –A Juan de Dios Filiberto.

Yo me reí con ganas: era una respuesta de lo más graciosa. Los chicos parecían no entender mi reacción. Medina se había apartado un poco. Pendió un cigarrillo y seguía la acción con desinterés, como si le aburriera. Advertí que algo se me estaba escapando.

-¿Qué pasa, chicos?

-Yo me las tomo- anunció Medina. Y arrancó tarareando “Por culpa del escolazo”. Magog, que con toda desenvoltura había empezado a ensayar una explicación, lo atajó a tiempo.

-Dejame un faso.

El pianista abrió una ostentosa cigarrera de plata y ofreció dos cigarrillos que Magog estaba a punto de aceptar.

-¡Magog!- objeté en tono de reproche. Tomó uno solo. Dejó la caja del fuelle en el suelo, prendió el cigarro y arrancó:

-¿Vos sabías que los chinos resucitan muertos?

-¿Por qué te creés que son tantos?- contraatacó Gog, como quien no quiere la cosa.

-No, la otra vuelta…- (empiezan cualquier oración negando algo, imposible saber qué. “¿Cómo estás?”, se les pregunta. “No, bien”, contesta cualquiera de ellos, “cansado pero bien”)- hicimos onda con los chinos del súper y nos contaron, así de queruza, que tienen sus trucos, viste, para resucitar muertos y para otras tramoyas... Saben un montón de cosas, los chinos.

-Dentro de algún tiempo, seis meses, a lo mejor un año, van a dominar el mundo- Gog parecía tener una opinión muy firme. Hablaba como si hubiera meditado mucho sobre el tema. -Una masa los chinos.

-No, le entramos a dar vueltas- continuó Magog, más relajado- y se nos ocurrió que a lo mejor nos podían dar una mano, qué se yo. Para resucitar a alguien, más que nada. Entonces pensábamos, che ¿a quién resucitarías vos?, no sé, loco, una decisión difícil, te imaginás. Al final nos pareció que el más indicado era Filiberto.

-Juan de Dios Filiberto- explicó Gog con sobriedad- autor de tangos muy flasheros. “La vuelta de Rocha”, sin ir más lejos. Eso es un gotán. Lo demás son mariconadas.

-A la Chacarita nos mandamos los cuatro, eh, solo que encaró Medina porque tiene más labia. Elegimos a un empleado con caripela de gil, le tiramos unos mangos y todo bien.

Naturalmente, yo estaba desconcertado. ¿Me estaban tomando el pelo? Hablaban muy convencidos como para que así fuera y –por lo demás- el chiste ya se estaba haciendo largo. Intenté asumir la situación desde el lugar de ellos, a ver si lograba entender algo.

-¿Y Por qué Filiberto?- pregunté.- Teniendo la oportunidad de resucitar a alguien, ¿no hubiera sido más lógico elegir a Gardel, o a Troilo? ¿A Discepolín?

-¡No, sos loco! Vamos todo presos- dijo Magog, juntando las muñecas adelante y dejando caer las manos en vertical, imitando el gesto del cantor cuando dice arrésteme sargento y póngame cadenas -Saltaría la ficha enseguida, boludo. De la barra de Troilo todavía hay algunos vivos. A Gardel lo conoce todo el mundo. En cambio a Filiberto –la lógica de Magog era aplastante-¿quién lo juna? Los que lo trataron están todos muertos. Y los demás… sabemos que existió, pero… Decime: ¿Vos sabés cómo era? Digo físicamente. ¿Alguna vez viste una foto de Filiberto?

Antes de que yo alcanzara a reconocer que no, intervino Renato, el violinista:

-Yo tampoco- dijo, serio como bragueta de fraile.

***

lunes, 15 de diciembre de 2008

AUTORRETRATO de un EQUILIBRISTA



Ya por la foto se ve que no es un teórico. Trabaja sobre ideas, pero no es ningún teórico. Lo que sabe lo aprendió de prepotencia. Supo que no debía volver a confiar en un profesor a la temprana edad de nueve años. Se trata, por ende, de un autodidacto. Su perfil más favorable es el lado de la sombra. Especialmente si la proyectan luces de luna y almacén. Por otra parte a esta altura ya le va quedando poco de todo: pocos cigarros en el paquete arrugado que lleva en algún bolsillo (casi siempre Parisienes o Particulares 30, para más datos), poca capacidad pulmonar (quizá por eso le gusta tanto esa respiración asmática del fuelle de Pichuco), pocas ilusiones vacantes –las fue tachando de a una por imposibles-, poco tacto, pocos lápices con punta, poco pelo. Si lo mirás desde arriba le adivinás la rabia. Si lo mirás desde abajo parece a punto de caer o estar cayendo. Pero nunca cae del todo. A eso se dedica. Le revientan los aplausos. Para no oírlos usa un walkman del siglo veintiuno, un dispositivo del tamaño de un encendedor que guarda fácilmente en el bolsillo almacenando una cantidad increíble de canciones y que mediante una función llamada random o shuffle es capaz de reproducirlas en un orden también increíble: Los Redondos antes de Rivero y después de Manu Chao, por poner un ejemplo sin síncopas.

No tiene un pelo de sonso, pero lleva una peluca en la valija para cuando es necesario hacerse el boludo. Últimamente recurre a ella con demasiada frecuencia. A la peluca y a la valija, en la que también guarda páginas de Arribúa. Las repasa, piensa en cómo aprovecharlas algún día, y cuando al fin lo resuelve, las devuelve a su valija y se pone la peluca.

Tres marcas en la frente nos hablan de su oficio. La de la izquierda cuenta que pedaleó los Andes desde Salta hasta Quito, que los bajó rodando, que se hizo amigo de Dios y lo salvó un milagro. La vertical pequeña que le junta las cejas se la dio de propina una gitana en Granada. Y la tercera marca, un poco más arriba, habla de Buenos Aires. En rigor todo él habla de Buenos Aires. Sobre todo otra marca en el pecho y a zurda.

Con el gesto permanente de quien no termina de entender bien de qué se está hablando cambia de mesa, de grupo y de charla con la misma arbitrariedad que su walkman en random. Tiene un aire como de estar preparado para salir corriendo en cualquier momento. Parece siempre a punto de irse, como conciente de que no le queda mucho tiempo. Pero le encanta perderlo: caminar sin rumbo fijo las ciudades o los campos, navegar iluminando el caos de su pensamiento hasta el naufragio definitivo, comer aceitunas y tirarle los carozos a su cuñada en la cabeza con el único propósito de molestar, intentando que ésta no se de cuenta. Pero le resulta muy difícil, en general se da cuenta.

Además ama la música, las ciudades, el vino. Le encanta comer asados con los amigos, aunque el asado le importa bien poco. Le divierte observar las reacciones de la gente frente a un par de conductas que él adopta, cada tanto, para propio regocijo. Se confiesa incapaz de diferenciar una corchea de un "semitono", un flogger de un emo, un acorde menor disminuído de un solo de violín. Le enferman esos pseudo intelectuales, imbéciles incurables sin una sola idea propia y ¡tan satisfechos de sí mismos! Y en estos tiempos de crisis en los que todo el mundo añora seguridad, tiembla aterrado ante la mera posibilidad lejana de tener que firmar algún día un contrato indefinido.

Al final tenía que irse, no se queda mucho tiempo en ningún lado. Se va como distraído y con cierta indiferencia. Se va por la cuerda floja con el gesto sereno y la mirada en calma. Tiene el gesto y la mirada de quien ha sabido perdonar. Sonríe como cansado y no cuesta nada comprender que el tipo no guarda rencor a nadie. Ni siquiera a la hija de re mil putas de Gloria, esa conchuda de mierda que le destrozó la vida.

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