sábado, 26 de diciembre de 2009

Chau pucho

Mirá, para serte franco, no noto ninguna mejoría. Los profetas de la vida sana auguraban grandes beneficios. Qué se yo, a lo mejor es un poco pronto, pero ¿cuánto quieren que espere? ¿Seis años?

Hace tres semanas que no fumo y, lejos de haber agudizado el gusto y el olfato como prometen los instigadores, me agarré un catarro padre así que no huelo un pomo y de saborear no hablemos. Y menos mal, porque si casi impedido para la degustación me puse a morfar como un animal, no quiero saber lo que sería si oliera a las mil maravillas y saboreara como corresponde.

Tampoco advierto que rinda más a la hora de hacer ejercicio. Ni un uso más profundo de los fuelles. Ni menor agitación al subir los cuatro pisos por escalera hasta el departamento en el que vivo. Lo que sí he notado es que ya no tengo olor a pucho en los dedos. Un consuelo menor, si se quiere.

De cualquier modo estoy contento. Si bien todas las promesas se desvanecieron el sólo hecho de haber dejado de fumar me alegra. No porque me sienta mejor físicamente, ni porque me ahorre unos cuántos mangos, sino por haberme librado de una dependencia de muchos años. Estoy contento, más que nada, por haberme sacado una cosa de encima. Por necesitar una cosa menos.

Tres años duró el proceso, desde que decidí dejar de fumar hasta que lo logré. Tres años y varios fracasos rotundos. En esta nota explicaré cómo lo conseguí después de todo y trataré dar alguna clave para quien quiera intentarlo, pero para hablar de ello hay que rastrear el origen, hace unos meses, en una ciudad de Castilla y León, o tal vez en un patio de Palermo, en Buenos Aires, hace muchos, muchos años. Digamos tres.

Aquella tarde, en Buenos Aires, en la casa donde había fumado mi primer cigarrillo, tuve un pensamiento melancólico. Me di cuenta de que tarde o temprano mis malas costumbres iban a terminar pasándome factura, y que llegado el momento yo debería pagar esa factura con una moneda que apenas había visto alguna vez: dolor físico. A pesar de haber sido educado en la certeza de que lo terrenal no tiene ninguna trascendencia, a mí, lamentablemente y contra todo lo que yo quisiera, el dolor físico me aterra. Podría toda la gente a la que quiero morir al unísono dejándome solo por completo en este mundo, y yo escribiría un tratado filosófico. Podría mi mujer engañarme con todo el barrio, que ya me compraría yo un bandoneón y me consolaría componiendo cuatro tangos. Podrían mis hijos engancharse a las drogas duras que yo les regalaría una guitarra eléctrica y unos discos de Hendrix y pensaría que no todo está perdido. Si River se fuera al descenso y la selección Argentina quedara fuera del mundial, dos cosas que parecen muy posibles, quizá yo aprendiera las reglas del golf, o del pato, o de la natación sincronizada, y a otra cosa mariposa. Pero un simple dolor de cabeza me aniquila. A mí me duele una muela y no sirvo para nada. Un dolorcito de oído y considero el suicidio. Para el dolor metafísico tengo algunos recursos, pero para el dolor verdadero, el tradicional, el de toda la vida, soy muy maricón.

Había vuelto, entonces, de Montevideo con un dolor extraño, jodido, en el pecho, y poco me costó intuir que el cáncer tenía que ser mucho peor. No estaba dispuesto a padecerlo. Por lo menos no estaba dispuesto a alimentarlo. Supe entonces, por primera vez, que quería dejar de fumar. No me lo había planteado antes, aun conociendo los daños que provocaba en la salud. Hasta entonces yo relacionaba la palabra “cáncer” con la palabra “muerte” , pero jamás se me había ocurrido relacionarla con la palabra “dolor” hasta esa tarde. Y decidí dejarlo. A la sazón yo fumaba apenas menos de veinte cigarrillos al día. Unos diecinueve. Se me ocurrió que lo único que necesitaba para dejar de fumar era una decisión firme, y me propuse el 31 de diciembre de aquel año (2006) como mi último día de fumador. Jamás se ha tenido conocimiento de un fracaso más rotundo.

En esos días, a una hermana mía le habían prestado un librito titulado Es fácil dejar de fumar si sabes como, creo, y -juzgando que yo estaba más decidido que ella- a su vez me lo prestó. Yo estaba tan convencido de que conseguiría dejar de fumar que no me traje el cartón de cigarrillos que solía traerme siempre de Argentina. Pero el libro tampoco me fue de gran utilidad y tuve que volver a comprar puchos acá en España, mucho más feos y mucho más caros que los Parissienes. Qué bronca que me dio. Lo intenté durante un par de semanas, pero no pude aguantar un sólo día sin fumar. Aunque fuera al final del día necesitaba fumar un pucho antes de irme a dormir. Asumí finalmente el fracaso y seguí con mi vida de siempre.

Dos años después y habiendo sufrido en el interín algún otro fracaso parecido, ya con un trabajo más estable y nuevamente motivado imagino que por alguna dolencia, volví a intentarlo. El resultado, un desastre. O lo que a mí me había parecido un desastre; pero mirado con cierta perspectiva histórica, quizá no lo fuera tanto. Porque si bien a las seis de la tarde, cuando salí del laburo corrí desesperado a comprar puchos, también es cierto que había conseguido hacer todo lo que exigía una jornada normal sin fumar. Lo más difícil para mí era no fumar en las pausas de trabajo. Y aunque al salir había buscado alivio en un pucho, por lo menos ahora sabía que con algún esfuerzo era posible evitar fumar probablemente en cualquier circunstancia. Sólo que todavía no estaba en condiciones de hacer el esfuerzo.

Pero hace unos meses, de viaje con mi mujer y mis viejos por el norte de España, paramos un par de días en León. Allí hay una de las poquísimas obras que Gaudí hizo fuera de cataluña, creo. Frente a ella, en la vereda (o vedera, que también se puede y se suele, como bien ha señalado Rosencof) hay una estatua en bronce del maestro (me refiero a Gaudí, no a Rosencof) sentado en un banco público. Y a la derecha del maestro había por lo menos aquel día un puesto de chapa de la Junta de Castilla y León, donde repartían unos folletos. La más entusiasta promotora y auspiciante de mi decisión de dejar de fumar ha sido siempre mi madre. Y como es natural, también ha sido ella quien más hondamente ha sufrido desilusionada mis periódicas derrotas. Y aún teniendo motivos suficientes para abandonar la fe jamás se ha rendido, por eso ahí estaba, en el puesto de chapa de la Junta de Castilla y León que yo todavía no había visto, charlando con una chica que le había dado un folleto verde y cuadradito: una Guía práctica para dejar de fumar. No tenía intención de volver a intentarlo, así que la leí superficialmente y la guardé por si pudiera venirme bien cuando volviera a la carga. Un tipo previsor, sí. Y al final me vino al pelo, fijate.

Hará cosa de un mes leí con desazón una notificación en la que me comunicaban que me reducirían en buena medida la beca de la que gozo desde hace unos meses y que en cualquier momento se agota. En estas circunstancias, me dije solemnemente, lo importante es no perder la calma, y sacando del cajón de mi escritorio lápiz y papel me di a hacer un presupuesto. Concluí en que tenía dos opciones: o dejaba de fumar o me ponía a laburar. Naturalmente, elegí la primera.

Pero dejar de fumar no se improvisa, rezaba la Guía práctica que mi madre había conseguido aquella tarde leonina y que ahora yo repasaba conmovido, dejando escapar alguna lágrima en los párrafos más emotivos. La clave de lo que hasta ahora parece ser un éxito fue haber preparado, esta vez, una estrategia. Porque hubo un trabajo previo importante.

Suele aconsejarse el hacer una lista con los motivos que cada uno tiene para dejar de fumar, pero todo el mundo tiene más o menos las mismas razones (principalmente la salud y la guita) y ya todos sabemos bastante bien que fumar nos hace mierda, así que este paso me resulta un poco al pedo. Lo que si viene bien es planificar una fecha no muy lejana para dejar de fumar y mientras tanto identificar por qué solemos fumar, más allá de la costumbre. La guía dice: “Dejar de fumar es un proceso en el que tendrás que aprender a realizar tus actividades cotidianas sin tabaco. Es importante que sepas cuándo y por qué fumas”.

Lo más piola sería darse un margen de dos semanas, pero yo me di una sola, porque me quedaban cinco atados de puchos (compraba de a cartones, para no tener que ir todos los días). Como sea, una vez elegida la fecha (conviene que no sea muy enquilombada, claro) habrá que evitar fumar automáticamente. Porque es increíble la de puchos al pedo que nos fumamos, solamente por costumbre. Parece que no se pudiera manejar sin fumar, cuando en realidad apenas te das cuenta que estás fumando. O en cuanto salís de tu casa, ya prendés uno para caminar dos cuadras. Al pedo. Cuando tomás café ya tiene más sentido, pero en estos días previos a la gran decisión también conviene evitar esos puchos, los que están relacionados con otra actividad, porque si no cuando llegue el momento de dejar de fumar vas a tener que suspender también esas actividades. Es decir: conviene dejar de fumar un pucho ahora mientras tomamos el café que suspender pucho y café la semana que viene. Por lo menos a mí me resultó mejor.

Para estar bien pendiente de no fumar al pedo, lo que proponen es un registro diario de los cigarrillos que fumes. La primera semana anotando cuántos (uno a las once y cuarto, otro a las doce y media, etc... y al final del día contás), y la otra semana igual pero anotando también la situación y el motivo que te invita a fumar. A mí me vino al pelo porque sin ponerme límites durante esos días previos, sólo intentando no fumar automáticamente, de un atado que fumaba habitualmente pasé a fumar nueve cigarrillos el día de aquella semana que más fumé. Otra cosa que aconsejan es no aceptar invitaciones de tabaco. Es decir, si en los días previos alguien te dice “negro, vamo' afuera a fumar un puchito”, tratar de evitarlo. Fumar sólo cuándo a uno le parezca. Todo esto ayudará después, cuando sea la hora señalada. (Suenan tenebrosos órganos de viento).

Mientras tanto es bueno ir probando algunas estrategias previstas para cuando ya no fumemos, como respirar profundamente, varias veces seguidas, cuando tengamos unas ganas bárbaras de fumar. ¿Vos sabés que funciona bastante bien? Es parte del proceso para aprender a relajarnos sin tabaco, que es el objetivo fundamental.

También dicen que avises a tus amigos y familiares que decidiste dejar de fumar en unos días. Se me ocurre que el hecho de hacer público el compromiso te obliga a insistir un poco más, a encararlo con más fuerza. El día anterior al que fijamos para no volver a fumar no hay que comprar cigarrillos. Además recomiendan apartar de nuestra vista ceniceros, encendedores, fósforos y demás utensilios relacionados con el tabaco, pero fue un paso que tampoco pude respetar ya que si escondo los ceniceros, encendedores y especialmente los puchos de la bruja, podré alcanzar cierto éxito en esta empresa pero llevaría a la debacle anunciada de mi matrimonio.

Cuando haya llegado el momento habrá que hacerse cargo. Para el primer día sin fumar, la guía reserva uno de sus párrafos más emotivos: “Levántate antes de la hora habitual. Te hace falta tiempo para emprender un día importante”. ¡Qué manera de llorar con ese párrafo! ¡Es tremendo!

Dicen que no te preocupes pensando en que no volverás a fumar, que solo te preocupes de hoy. Yo discrepo. Para mí es más eficaz pensar en que si sos capaz de no fumar hoy, mañana te va a costar mucho menos no volver a fumar en la puta vida. Y es cierto. Lo jodido es el primer día. Al menos para mí, que no había pasado un sólo día sin fumar desde hacía más de la mitad de mi vida.

Que empieces el día usando los fuelles: un poco de ejercicio y respiraciones profundas. Yo ya venía haciendo ejercicio desde hace un tiempo. Supongo que ayuda, sí. También dicen que elimines por ahora las bebidas alcohólicas, el café y cualquier otra cosa que suelas acompañar con el tabaco. Pero si me diste bola y en los días previos evitaste fumar mientras tomabas café o birra, no hará falta.

Que comas alimentos ricos en Vitamina B, aconsejan. Pero no te dicen cuáles son esos alimentos. Se pueden buscar en Google o pasar directamente al próximo punto, que es hacer un poco más de ejercicio después de comer. En el punto siguiente es donde uno empieza a preocuparse: hay que empezar la práctica regular de algún deporte al alcance de tus posibilidades (estos están en pedo, quieren que todos nos parezcamos a Rocky).

Una cosa que supongo que a mí me ayudó bastante fue que el día que yo había fijado para dejar de fumar todavía tenía tres puchos en el bolsillo. Ahí los tuve todo el día. Hice un poco de ejercicio, tomé jugos naturales, busqué satisfacción y relax sin fumar, en fin, sentirme bien sin necesidad de puchos. Y lo venía consiguiendo hasta las siete de la tarde, hora en la que nos sentamos con mi mujer en una terracita de la Rambla de Poblenou a tomar un par de cervezas. Y -como un boludo que nunca he negado ser- prendí uno de los tres puchos que me quedaban en el bolsillo. Y no te das una idea de lo mal que me sentó. Me agarré un mareo de la gran flauta, sentí una especie de hormigueo por todo el cuerpo, me di cuenta de que la sangre se estaba espesando, es decir, me hizo bosta ese pucho. Después me fumé los otros dos, para no volver a tener cigarros en el bolsillo al día siguiente. Y hasta ahora no he vuelto a fumar.

Durante los primeros días es cuando más cuesta. Lo bueno es preparar alguna estrategia porque hay momentos en los que puede parecerte que te vas a volver loco. La estrategia dependerá de lo que te guste hacer, pero la cuestión es distraerse, concentrar la atención en algo que no tenga que ver con fumar. Lo peor es quedarse pensando “uh, qué garrón, estas ganas de fumar”. Hay un montón de gente que lo ha dejado y se sabe que cuesta desde un poco a bastante, pero no hay datos de nadie que se haya vuelto loco. A medida que pasan los días va costando menos, sobre todo superada la barrera del primer día.

Noté también al principio una alteración fuerte del sueño: me despertaba mil veces, algunas no conseguía volver a dormirme, por la mañana me pegaba unos madrugones que ni en la colimba, yo, que tan aficionado soy a la catrera. Duró una semana, más o menos. Supongo que era una respuesta física esperable cuando suprimí de golpe una droga que no había faltado jamás en mi organismo durante diecisiete años, si es que sólo fueron diecisiete.

Lo que todavía dura es la ansiedad. Hago deporte, respiro profundamente, tomo té de tilo y hasta whisky, pero es inútil. Y una suerte de hambre atroz e insaciable aún sin haber mejorado en absoluto mis sentidos del olfato y el gusto. Porque esa era una de las cosas sobre las que advertían: el fumador ya de por sí quema más calorías que el que no lo es, fundamentalmente por la nicotina. Cuando dejamos de fumar, además, recuperamos el gusto y el olfato, de manera que el morfi huele y sabe mejor, por lo que le entramos sin asco. Y para peor la comida actúa como sustituto del tabaco, como elemento que calma la ansiedad. Todo esto explica, chicas, esta buzarda enorme de la que me hecho acreedor en tan poco tiempo para estupefacción de todas. Pronto volveré a mi fibrosa figura de siempre, ya lo verán.

Para prevenir esta situación del todo común, los expertos aconsejan reducir la ingesta calórica, moderar el consumo de grasas, sal, azúcares y condimentos, llevar una dieta rica en vegetales y sustituir el alcohol por abundante agua y jugos naturales. Yo, personalmente, no creo que haya que ser tan fanático. Porque si no, más que algo gratificante, dejar de fumar es una tortura.

Yo prefiero cortar un poco de pan, un salamín, unos taquitos de queso, abrir una lata de paté, unas aceitunitas, descorchar una de esas botellas de tinto que estaban ahí esperando una ocasión especial y disfrutar un poco de este logro importantísimo de haberse librado del tabaco, de la necesidad maldita del tabaco.

Tres semanas sin fumar, y a mí me parece que lo vengo llevando bien. Mi mujer dice que estoy insoportable, pero creo que tenía la misma opinión cuando yo fumaba. Dice que últimamente ando irritable y con un humor de perros. Sospecha que se trata del famoso síndrome de abstinencia. En cambio no ve ninguna relación entre mi estado de ánimo y el hecho de que mi suegra esté parando en casa.

Reconozco que hay momentos en los que aun me cuesta un poco no fumar. Sobre todo durante actividades en las que solía hacerlo sin medida, como cuando hago música o mientras escribo. Antes, si me bloqueaba, salía al balcón a fumar un pucho y seguía tras la pausa. Ahora camino por las paredes.

Y un poquito por el techo, también.


***

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿la ausencia de nicotina en la sangre le impide escribir?
abrazo
pancho

Un Boncha dijo...

No abandone Equilibrista!
¿No advierte que sin sus notas andamos a la deriba?

Amilcar dijo...

Publique, copón!!!!