martes, 30 de junio de 2009

Una grasada

Como reconoció Luca Prodan en su canción “Heroína”, uno de los temas que más preocupa a quienes tenemos cierta tendencia a la drogadicción es, ni más ni menos, que el cuidado del cabello. Cocretamente en mi caso -adicto desde la más tierna infancia a los mejoralitos, la paratropina e incluso a un remedio para la garganta que no me acuerdo cómo se llama pero que produce el mismo efecto que los caramelos ½ hora- fue este un problema que requería mi atención constante. Fundamentalmente porque tengo el pelo muy grasoso. En mi época de tanguero era una ventaja, ya que con pasarme la mano por la cabeza, hacia atrás, el pelo quedaba inamovible al estilo de la época, con lo que me ahorraba unos cuantos mangos en gomina brancato. Pero en el año 2005, me acuerdo, ya mi look resultaba un poco anacrónico. Desde entonces he probado todo tipo de shampús desarrollados especialmente “para el cabello graso” sin que ninguno cumpliera su cometido. Hasta que hace unos días se me ocurrió desarrollar yo mismo una fórmula efectiva. No me inquieta revelarla porque acabo de completar los trámites de patente, por si a alguien le interesara comercializarla. He mezclado en partes iguales jabón blanco para la ropa con detergente para platos Fairy ultra, “máximo poder antigrasa”. Por ahora sólo diré que estoy realmente conforme con el resultado de mi experimento, me encanta como me deja el pelo: llevo usándolo apenas una semana y ya casi me lo sacó todo.


miércoles, 24 de junio de 2009

Confesiones con cuchillo y tenedor


Era cosa de familia. En casa de mis viejos, en Palermo, había bastantes libros. Algunos intelectuales sonríen con suficiencia cuando me oyen, como diciendo: “esta bestia habrá visto veinte libros juntos y creyó que eran bastantes”; pero es cierto que había varios. Siempre supe que eran unos cuántos. Yo calculo ahora, un poco a ciegas, que cuando empecé a interesarme por ellos, es decir, a leerlos, debía haber en casa unos diecisiete mil volúmenes. Quizá más. De cualquier modo no serían más de diecisiete mil cinco. Diecisiete mil libros, dicho así no parece gran cosa, pero si te ponés a pensar son una punta de libros.

El primero que leí fue uno que reunía la obra completa de Oscar Wilde. A partir de allí fui leyendo íntegramente el resto de la biblioteca, uno por uno, hasta agotarla, con la única excepción de una Influencia Británica en el Río de la Plata, de Scalabrini Ortiz, ex Canning. Es cierto que mi interés por la lectura –al contrario que en otros miembros de mi familia- se manifestó tarde: no abrí aquel libro de Wilde hasta las once de la noche. Tras esta primera lectura seguí sin ningún orden aparente leyendo todos y cada uno de los libros que había en casa –con la salvedad mencionada- y cuando los hube agotado me puse a robar libros según nuevos intereses. Al principio fui recogiendo obras de autores que ya había leído y de los que me había quedado con ganas de más. De Da Vincci, por ejemplo, de quien había leído el Tratado de pintura, por lo que tuve que robar -es una obsesión- el Códice Atlántico de Milán. Pronto agoté la obra de cada uno de los autores que había en casa. Ya la biblioteca había crecido notablemente, y yo había dado por fin con un oficio: tenedor de libros.

Enseguida sentí curiosidad por una serie de nombres leídos al pasar, citados de forma secundaria en los libros que había en casa. Busqué incansablemente –en algunos casos fue un trabajo casi arqueológico- los libros que me interesaban y –naturalmente- también los robé. A la hora de leerlos me encontré con que la inmensa mayoría (unos ocho o nueve mil) eran aburridísimos (el Códice Atlántico, sin ir más lejos). Un plomazo total. Así que cambié el sistema: empecé a robar por género.

Teatro universal. Dediqué los seis primeros meses de mi nueva etapa a robar y leer sistemáticamente todo lo relacionado con el Sainete porteño y el Grotesco Criollo. Esto motivó mi búsqueda de Ionesco, que desembocó en Artaud y me condujo al teatro de Abelardo Castillo y finalmente de Shakespeare. En ese desorden.

La historia es larga. Fui ideando y agotando sistemas de robo y lectura con un único propósito. A mis sesenta y siete años llevo robados y leídos una cantidad inconmensurable de libros de los que apenas recuerdo nada. Y para peor los almaceno. Sólo espero que mi propósito esté cerca de cumplirse. Cuando durante aquellos primeros años de aprendizaje di con la historia de un manchego veterano que se había vuelto colifa de tanto leer novelas de caballería supe que mi destino estaba escrito. Leo, pues, como mi héroe, para volverme loco.

En estos días, mientras ponía en práctica un nuevo sistema, me dió por considerar que quizá estuviera fallando en el método: es imposible que mi admirado Alonso Quijano se hubiera vuelto loco solamente por leer unas cuántas novelas de caballería. Resulta muy poco material para alcanzar un desequilibrio tan supremo. Tuvo que haber leído y releído hasta el hartazgo aquellas novelas. La clave está entonces -y mi última esperanza- en el hecho simplísimo de releer. Últimamente mi interés se volcó hacia los libros de ochocientas páginas. Sin importarme el contenido, robo y leo libros que tengan esa cantidad exacta de páginas. Por eso resulta esperanzador el hallazgo: esta tarde, en una librería de Avenida de Mayo, encontré una edición del Quijote que cumple el requisito.

*

sábado, 13 de junio de 2009

La Previa

"A la huella, a la huella
José y María,
Yo no soy de estos pagos,
yo soy de Arriba"


-No te preocupes, pelado- me decía mi viejo la madrugada de aquel dieciocho de enero de 1978, acariciando el vientre redondo e hinchado de mamá, que era entonces mi morada- Vas a ver lo rápido que acaba.

Yo estaba decidido a no abandonar mi sitio sin dar pelea, propósito para el que me había acomodado en la placenta en posición de flor de loto con la intención de dificultar la salida todo lo posible y –ya que estaba- me enrosqué el cordón umbilical en dos vueltas alrededor del cuello, amenazando seriamente con suicidarme si alguien osaba por cualquier medio interrumpir mi tranquilidad. Fue la primera de una serie larga de amenazas no cumplidas que efectuaría a lo largo de mi vida, generalmente relacionadas con el suicidio si no permitían que engullera otra porción de rojel, otro helado "Patalín", al menos otro flancito.

-Todo esfuerzo es inútil, pelado. Al final, de un modo u otro, te terminan agarrando estos cretinos. Lo tienen muy estudiado… ya lo han hecho mil veces, qué te creés.

Afuera el panorama no parecía muy alentador. Estaban pasando cosas graves. Por otra parte, yo siempre fui muy conservador: desde que soy un embrión, cualquier cambio me aterra. Y dejar el cálido vientre de mamá para asomarme a un mundo en el que unos ponían bombas, otros se llevaban gente sin mediar ningún registro (gente que de pronto dejaba de existir, simplemente desaparecía) y el resto hacía lo que podía para vivir como pudiera, escapando de unos y de otros, no era lo que podríamos considerar "un cambio menor". Por suerte pronto se disputaría el mundial ahí mismo, donde yo iba a nacer, lo que de algún modo me alentó a aflojar un poco, si se quiere, la resistencia.

-Después vendrá otro, y luego otro más… y como mucho en unos veinte mundiales esto debería haber acabado. Con suerte, antes. En serio, pelado, así de golpe te parece mucho, pero vas a ver que ni te das cuenta- Lo importante era no perder el foco, saber en todo momento, desde el principio, que estábamos de paso, que no nos quedaríamos mucho acá entre los hombres, que ni siquiera el fútbol, ni la patria, ni la política tenían un sentido del todo trascendente. Sólo quizá el amor, estaba pensando el Viejo y yo lo absorbí de algún modo. Pero todavía era muy chico para comprender estas cosas, no había siquiera nacido.

-No te preocupes, pelado- me decía, acariciando el vientre redondo e hinchado de mamá- la vida pasa volando. Yo te lo bato ahora porque me parece que cuanto antes lo sepas, mejor. Se viene un camino duro pero corto. Y, sobre todo, necesario. No hay otra manera de volver a Casa. Antes lo tenían más fácil: así de ángeles hacían- dijo juntando hacia arriba las puntas de los dedos- Pero en algún momento se acabó la joda. Ahora rige lo de ganarse el pan con el sudor de la frente, una cagada... es como un requisito para volver a Casa. Pocos ángeles quedan, pelado. Apenas se te cruzará alguno, con suerte, a eso de los veinte años. Parecen minas normales, sabés, hasta que en un momento determinado, les deschavás la veta angélica. Si te toca esa suerte, te recomiendo que la cuides; esa es otra de las cosas que van ayudando a vivir. Como bien dice el Salmo:

"Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias,
Sabe que la lucha es cruel y es mucha
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina"

-El subrayado es mío- aclaró- porque lo de la fe y la esperanza no es moco de pavo. De cualquier modo, pelado, con un poco de entereza de ánimo, te vas a cagar de risa. Nunca nada es tan jodido como parece. Se trata de darle a las cosas su importancia real. Ir tirando con alegría y optimismo. ¿En qué basamos nuestro optimismo? En que el Viejo quiere que volvamos a su Casa, y se va a encargar de que no pifiemos el camino. No vale hacerse el boludo, por supuesto. Hay que darle bola. Y entonces sí podremos ser optimistas.

Desde hacía un rato que los enfermeros intentaban interrumpir su disertación para llevar a mamá a la sala de partos, pero mi viejo había conseguido siempre sacárselos de encima. Ahora que intentaban abrir la puerta mediante el eficiente recurso de la fuerza bruta, trabó el picaporte con el respaldo de una silla, miró el reloj y le pidió a mi madre "un minutito más, para ir redondeando". Mamá, agonizando por los dolores propios de su estado, asintió con la cabeza.

-Pero metele- rogó.

-Bueno, pelado, acá me están apurando pero no quería dejar de explicar algo con respecto al optimismo:

-Vas a cruzarte, seguro, con algunas chicas jóvenes que todo lo ven de un modo irracionalmente favorable. "Todo irá bien" jurarán ante los peores pronósticos, aún cuando nada avale su teoría. "Sssaldrásss adelante, lo presssiento" repetirán ante la adversidad más evidente (pronuncian unas eses tremendamente exageradas, juntando los dientes al decirlas y asintiendo con los ojos cerrados, es espantoso) "¡Hagamos el asado!" reclamarán sonriendo bajo un nubarrón de la gran puta. Estas chicas son muy macanudas, pelado, pero no te confundas: no son optimistas. No. Son pelotudas. No han entendido nada. Profesan un absurdo optimismo terrenal, un optimismo insignificante que no aporta solución alguna. Apenas consiguen, a veces, que se las coja algún hombre deprimido. Es la gente que se alegra al ver que aún les queda media botella.

-Tampoco te será fácil evitar al pesimista mundano. Se trata de hombres tristes, viejos en años y en vicios, deshechos por la amargura y por la bebida. Dan todo por perdido desde el principio y desprecian cualquier rapto de entusiasmo. Sus principales cualidades son el egoísmo, el resentimiento y la necedad. Los reconocerás por la soberbia mirada indiferente y el gesto inconfundible de estar oliendo mierda. Jamás se han detenido frente a un atardecer lleno de pájaros, les molesta horriblemente la cercanía de los niños, el olor del limonero, el canto de las Sirenas, la existencia del avión. Viven con la cabeza gacha, la vista perdida en el fondo del vaso. Sus muchos pesares y sus poquísimas dichas son o fueron meramente materiales. Ellos son quienes se apenan al ver que ya se han tomado media botella y no consiguen olvidar.

-Por otra parte, pelado, hay hombres y mujeres que han sabido que el mundo es un lugar de paso. Intuyeron que el optimismo terrenal es padre de las peores depresiones, por lo que restan toda importancia al mundo material. Simplemente hacen lo que les toque, lo hacen lo mejor que pueden, se caen y se levantan, no quieren tampoco a Racing, no les gusta la aspirina, putean algunas veces y les dicen qué le pasa amigo. "Resistimos como podemos, sin esperanza alguna de victoria mundana", parecen decir con sus actos. O, simplemente, "viento norte, carajo". Un optimismo metafísico los redime de su absoluto pesimismo terrenal. "La vida es cosa jodida- aseguran- pero se acaba enseguida". Lo único que esperan de ella es que se acabe, porque saben que recién entonces volverán a la Casa del Viejo. Auguran las peores posibilidades para estos días en la Tierra, pero no viven amargados como el pesimista mundano, sino que restan toda importancia al asunto porque tienen la mirada en otro lado. Son quienes al descubrir que han bebido media botella, beben lo que les queda, separan el vidrio para reciclarlo y no se detienen nunca a pensar en el asunto de la mitad llena o la mitad vacía.

Entonces los enfermeros consiguieron tirar la puerta abajo y llevaron a mi madre directamente al quirófano para practicarle una cesárea. Más que nada porque al bebé se le había enroscado el cordón umbilical alrededor del cuello y corría el riesgo de ahorcarse durante el parto, pero también por la posición de flor de loto en la que venía.

-¡Algo inusitado!- se asombró la partera.

-Además será pelado- vaticinó papá.

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domingo, 7 de junio de 2009

El Cliente

Después, desafiante, fue hasta la barra. Pidió otro sobre de azúcar.

-O mejor dos. Dos sobrecitos más, por favor.

Endulzó el café mirando al mozo con agresiva seriedad. Revolvió con violencia, volcando el contenido del pocillo y, sin probarlo, le echó dos monedas dentro como si fuera una fuente. Todavía mirando al mozo, agradeció de mala manera.

-Gracias- dijo muy serio; y salió del bar silbando una canción de los rolin’.

Antes, un par de cuadras antes, había sentido espantado un ruido sordo, algo como un trueno que naciera de sí mismo, y el primer retorcijón en el estómago. Repentinamente desesperado buscó con la mirada un bar. Pensó que no llegaba. La puta que lo parió, pensó, mientras apuraba el paso iniciando una cautelosa carrera. Dos cuadras son largas y tormentosas cuando se siente que no se puede hacer nada por detener aquello que está ahí, amenazante, y que estallará en cualquier momento. Durante dos larguísimas cuadras sintió que no podría sostener la situación ni un segundo más; hasta que por fin y como una bendición encontró lo que necesitaba. Entró como una tromba y se detuvo a veinte centímetros del mozo. Estaba pálido y transpiraba un sudor helado. Los ojos empezaban a inundársele, pero la circunstancia exigía un último y colosal esfuerzo: formular la pregunta.

-Perdone ¿puedo usar el servicio, por favor?

El mozo, imperturbable, no le dijo que no; le dijo que los servicios eran para uso exclusivo de la clientela.

-Son para uso exclusivo de la clientela, lo siento.

-Bien, en ese caso le voy a pedir un café, por favor… aquí en la barra nomás- y apretando cachetes bajó unas escaleritas a toda velocidad. Había logrado sentarse justo a tiempo y, ya aliviado -secándose el sudor y las lágrimas o lo que fuera eso que le salía de los ojos- le dio por pensar en el mozo. Volvió a inquietarse. “¿Querías que me cagara en la calle, hijo de puta, en la calle querías que me cagara?” Ya no pensaba: estaba hablando como para si mismo, en voz muy baja pero llena de odio, mientras que con un cepillito que encontró en un rincón del baño, junto al inodoro, una escobilla de limpiar inodoros, iba esparciendo la mierda primero por el espejo y después por las cuatro paredes del baño, enajenado, al tiempo que murmuraba con aliento rabioso “a ver si al próximo le decís que es sólo para los clientes, hijo de puta, a ver si…”

De pronto fue como si volviera en sí. Estaba agitado. Se pasó una mano por la frente y descubrió en la otra el cepillito como si recién ahora lo reconociera. En ese momento supo lo que acababa de ocurrir. Entonces contempló su obra con cierto orgullo, se arregló bien la ropa y con paso resuelto subió una pequeña escalera.

Después, desafiante, fue hasta la barra.

*