viernes, 27 de noviembre de 2009

Partida de nacimiento

Sonaron las campanas y hubo como un maremoto. Fuerzas ingobernables me arrastraban como a un títere inanimado, a pesar de mis muchos esfuerzos. De pronto se abrió el cielo y tuve una primera impresión del exterior: hombres adultos con barbijo. Sospeché una epidemia o un ataque con armas biológicas, pero intuí algo peor. Por primera vez me sentí indefenso. Impotente. Mi voluntad no tenía ningún valor frente a aquellos hombres fuertes. Podían hacer conmigo lo que quisieran. Y lo hicieron.

Sin perder un segundo me arrancaron de mi hábitat conocido. Eran profesionales, estaba claro. Cualquier resistencia sería inútil, así que cedí. Sentí frío, pero no era lo más grave. Lo peor era otra cosa, un malestar muy profundo que respondía a la humillación de no poder controlar mi propio destino, sensación que me persigue desde entonces. Cuando vi la tijera empezé a preocuparme de verdad. Más dañina que la de los peluqueros, aquella era la peor de todas las tijeras. La usaron para cortar el último lazo que me protegía del mundo. Después me golpearon sin violencia pero con mala leche, con la actitud propia de quien se sabe imbatible. Intenté por todos los medios ahogar el llanto: no les daría la satisfacción de verme llorar. La venía piloteando bien, pero volvieron a golpearme. Entonces, aunque mi alma se revelaba con todas sus fuerzas y yo me juraba que aquellos cretinos jamás me verían llorar, desde el centro mismo de la rabia surgió puro y cristalino mi llanto desolado.

-Lo que faltaba- pensé en el colmo de la desesperación- tengo voz de puto.

Me bañaron con cierta brutalidad. No digo que me hicieran daño, pero noté alguna desidia, acaso torpeza o sencillamente ignorancia del método. De allí viene probablemente mi rechazo por la ducha diaria.

Sufría yo de aquel modo cuando la puerta del quirófano se abrió escandalosamente. Algunas enfermeras intentaban detener a un señor barbudo que traspasó la barrera humana tras un gesto afirmativo del cirujano. Temí por su seguridad. En aquella época la mera posesión de una barba anulaba cualquier garantía civil. Si a este hecho le sumábamos su claridad mental, su amplio conocimiento de las leyes de Dios y del Hombre y su antipatía por los gobiernos de facto en general y por el proceso de reorganización nacional en particular, mi temor quedaba plenamente justificado. Se trataba de mi padre. Lo reconocí por el tono sereno, el libro bajo el sobaco y el olor a trementina. Ya habíamos tenido algún contacto en los meses anteriores. (Solía hablarme de la historia del fútbol argentino desde la época de Alumni y de la pintura europea, haciendo especial incapié en el período renacentista).

La cercanía de mi padre y el despertar de mi madre que, todavía algo grogie, estiraba hacia mí sus amorosos brazos me tranquilizaron un poco. Pero ¿por qué se demoraba tanto la enfermera, esa completa desconocida, en depositarme en brazos amigos? ¿Qué indagaba el facultativo en sus registros? ¿Qué anomalía buscaba con su frígida linterna en el fondo de mis pupilas negras? Cerré con fuerza los ojos e intenté una reconstrucción mental de la situación. Sin duda me encontraba en el ponnyclínico, palabra que había oído a mis padres cuando conversaban sobre mi llegada, que para mí era en realidad una partida, una expulsión. Una expulsión de mi paraíso indolente en el que el sudor de la frente tan sólo era una imágen poética. Una partida hacia lo desconocido. La partida de nacimiento.

Tenía una vaga noción de un nacimiento anterior en un establo, el de un hombre enorme y flaco que le rompió mucho las pelotas a los poderosos y había cambiado el curso de la Historia, por lo que me hinchaba de orgullo nacer en el ponnyclínico. Pero allí no había caballos de ningún tipo. El animal más fiero parecía ser la partera. Como el médico ya no insistía con su infame linternita abrí los ojos. Estaba nervioso. Nunca antes me había visto en situación parecida. Aproveché la maniobra de la enfermera que como una ofrenda me entregaba ceremoniosamente a los brazos de mi madre para tantear en la mesita de luz, a ver si encontraba un pucho. No hubo suerte. Reconocí en cambio un jarrón lleno de jazmines del cabo blancos y los restos de un tardío antojo de mamá: medio alfajor de maizena. De los grandes.

-Dios da pan al que no tiene dientes- me lamenté con amargura, mientras sentía una exagerada segregación de saliva. Pero ya estaba en buenas manos. Hambriento pero a salvo.

Todavía un poco confuso respiré profundamente para sacarme las ganas de fumar. La tensión del ambiente había bajado bastante. Sin motivo aparente se me escapó una lágrima. Un surquito invisible en mi mejilla gorda y una gota salada. Entonces pensé que después de todo, el mundo no debía ser un lugar tan terrible si mi viejo era capaz de mirar de esa manera, y yo tenía al alance de la más pequeña queja dos tetas repletas de leche y de cariño.


***


4 comentarios:

MM dijo...

Muy bueno!

Bien narrado e impactante. Saludos!

Anónimo dijo...

Muy bien diez felicitado y carita feliz.

suprou

Unverto dijo...

Le ha salido redondito, Equilibrista.

Jaime dijo...

Muy bueno. Es muy importante llegar al mundo sabiendo algo de Alumni y pintura renacentista. Bien por su viejo de barba!
Adelante con el blog!