jueves, 21 de mayo de 2009

Penúltimo brindis en Granada


Cuando decidí que ya había tomado de Granada todo lo que mi cuerpo enfermo podía soportar, renuncié a mi trabajo (dos meses de antigüedad, todo un record en aquella época despapelada), compré un pasaje a Mallorca para la semana próxima, le escribí un e-mail al Pibe para que me recordara algunas nociones sobre fotografía analógica y le pedí a Burattini que me prestara su réflex por un par de días.

-Probala -me dijo- era de mi viejo; no sé si andará todavía.

Salvo por el fotómetro andaba al pelo, lo averigüé en las primeras horas. Había comprado un rollo de doce y las gasté en un ratito, para ver si funcionaba. Me las revelaron en una hora, durante la que aproveché para releer el cursito del Pibe ya con la máquina en la mano, para ir campaneando in situ las explicaciones técnicas. Un curso estupendo que transcribí hace unos días para consulta de quien quiera aprender en dos páginas a manejar una cámara réflex enteramente manual. Lo del fotómetro debía ser una pavada, supongo que una pila. Pero como el fotómetro "es un aparatito de lo más boludo" (palabras de mi mentor), podemos decir que la cámara funcionaba de maravilla.

Para entonces yo había vivido en Granada un año y medio, y la había caminado mucho. Siempre, cuando caía la tarde, me compraba una birra y me iba a perder el tiempo para el lado del Realejo, al Paseo de los tristes, al viejo Albaicín. A veces nos internábamos en el bosque que rodea a la Alambra con una botella de vino y un salamín. Otras, nos acercábamos al Carbajales a disfrutar de la vista y fumar algún fasito con los jipis, que son un amor. Si no, pateábamos la orilla del Genil, o el bulevar arbolado de la Virgen (¿de las angustias?), siempre con ojos de fotógrafo sin cámara, de escritor sin birome, de inmigrante sin papeles, de argentino sin trabajo. Así que -después de todo- no necesité muchos intentos. Compré un rollo de treinta y seis y a los dos días tenía más de veinte fotos extraordinarias. No porque tenga un talento bárbaro para la fotografía, no; es que ya las tenía bien junadas, había sabido desde hacía tiempo las fotos que quería hacer. Cuántas veces me descubrí parado en el punto justo de encuadre considerando en voz alta la hora adecuada en que el sol da de tal o cual forma, la apertura precisa del diafragma, la compensación obligada, la distancia focal

-…y una obturación no demasiado rápida, para plasmar el movimiento tan sugestivo de estas ramas- decía yo entonces, siguiendo el ondular del árbol con la zurda abierta hacia arriba, mientras algunos peatones se detenían a mi lado y tomaban notas sobre mi exposición. Cuando alguien tenía una duda, incluso se animaban a preguntar:

-¿Fondo?

-Difuso- contestaba yo, distraído. Y entonces reaccionaba, miraba asustado alrededor y desaparecía de allí lo antes posible, las manos en los bolsillos, me iba apuradísimo, como si me estuvieran esperando. No sabía, no podía saber que te encontraría poco después, en una isla del Mediterráneo.

Un año y medio pensando estas boludeces. Cuando por fin conseguí la cámara prestada, lo único que tenía que hacer era apuntar y disparar. Menos mal que el resultado fue grato, si no hubiera sido para cortarse las bolas: ¡un año y medio pensando esas boludeces! Me pasé el día haciendo fotos -treinta y seis- hasta que murió el rollo. Al día siguiente lo llevé a revelar y al tercer día resucitó entre los muertos. Quedé contento con el resultado. Ya no tenía tiempo ni guita para corregir los errores de algunas tomas, así que no me preocupé más: había logrado más de veinte fotos bárbaras en treinta y seis disparos. Las mejores se las regalé al Pibe para su siguiente cumpleaños, a modo de agradecimiento por su curso acelerado y para que observara él mismo los efectos secundarios de su trabajo docente.

-Que fotos de mierda- dijo en octubre, cuando las recibió en Buenos Aires. Pero todavía es primavera en Granada, y ahí voy yo a devolverle la máquina a Burattini, a preparar el bolsito verde con el que viajaba entonces, a empezar a darme cuenta que ahí se quedan (ahí también) unos cuántos de mis amigos; que a lo mejor la aventura de irse a Mallorca es una cosa triste que empieza a subir desde el estómago hasta el pecho y quiere escapar por los ojos. No importa, me digo. Sé cómo ahogar esa pena emergente. Cuento las monedas en los bolsillos, me acerco hasta el Dany que está en frente de casa, de la que fue mi casa hasta hace tres días, cuando decidí que ya había tomado de Granada todo lo que podía soportar, de la que nos fuimos antes de ayer, desde donde nos desparramamos como cuentas de rosario (de un rosario que se cortara, de aquel rosario de cuentas infelices del que hablaba una canción que en esos días cantábamos bastante). Llego al Dany y me arrastro como puedo hasta la primera góndola del segundo pasillo. Ahí me estaba esperando la última botella de Concejal, cien por ciento tempranillo, cosecha del año, uno con cincuenta.

Después empieza a atardecer. Voy hasta el Triunfo a saludar a Walter y trepo a pata todo el Albaicín. Subo caminando -jamás se me hubiera ocurrido tomar un bondi, tal era entonces nuestra pobreza de espíritu y de la otra- hasta un departamento del Albaicín alto en el que me aloja Milena por unos días, hasta que me vaya. Y entonces, con la mesa contra la ventana, sobre la ciudad, descorcho la botella y escribo mi

Penúltimo brindis en Granada
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Por los viejos campanarios iluminados en las noches alegres y en las tristes.

Por el jamón del país y el vino de uno cincuenta.

Por el eco ilocalizable de las guitarras gitanas que puebla los atardeceres arrabaleros del Albaicín.

Por la rumbita aquella de Sabina y Arribúa.

Por los tres días con los viejos, tan demasiado cortos.

Por los balcones generosos que dan malvones a cuatro manos.

Por el pan y la pobreza nuestros y de cada día.

Por aquel sabor amargo del mate o de la cerveza que caían con el atardecer al volver del laburo, cansados; cuando teníamos laburo.

Por la arrogancia inexplicable de habernos sabido indestructibles, es decir, sin nada que perder.

Escribí esas pocas líneas bajo una emoción contradictoria, como una tristeza agradable, una alegría empañada, una melancolía hermosa. No había del todo tristeza ni había del todo alegría. Era más bien una mezcla imposible de las dos. Escribí esas pocas líneas y las titulé Penúltimo brindis en Granada. Después -por la noche- durante la despedida, simplemente me olvidé de pronunciarlas.

***

8 comentarios:

... (puntos suspensivos) dijo...

La cámara es una Nikkormat del año 75. El fotómetro era nomás cosa de una pila, de una botón, esas planitas que bien te sirven para medir la luz (reflejada, lo aprendí con esta cámara) o tirársela al referí. Saca buenas fotos y ha sido escuela de varios pelados pre digitales, incluyéndome. Agrego que tiene una lente de focal fija, 50 mm, así que imaginate que la variedad esta en el que pone el ojo. En fin, que me contaron que para fin de junio la vas a ver de nuevo.
Pd: Este Santiago Matienzo parece un tipo peligroso
Cuidate

jaime dijo...

Mas que peligroso yo creo que es topu.
Colgate alguna de esas fotitos, no seas canuto

J.B.M. dijo...

A Jaime: Si el bepi las digitaliza y me las manda yo las cuelgo, no tengo problema.

Al puto suspensivo: a ver si es verdad.

Orestes! dijo...

los ultimos textos son inconprencibles me gustaba antes cuando hablaba de minas,. equilibrista yo tanbien tomo vino barato pero con soda y hielo en lanus.
orestes de remedios de escalada

El Bepi Dice dijo...

El bepi dice que "nunadesas", que si te portas bien, y tiene tiempo...
Pero sobre todo el bepi dice que si se le da la gana.
El bepi es bravo, el bepi

... (puntos suspensivos) dijo...

Me parece que el bepi es medio manfloro...

Untal Alvarez dijo...

Si la fotografía es un medio de expresión ¿el video es un entero?

manfloro dijo...

Y...habrá que ver