A mi amigo Francisco Ferro,
en su cumpleaños.
Al final acá estamos otra vez. Creíamos que el bloc estaba cerrado, que el equilibrista
había muerto de muerte natural, pero volvió a aparecer. Me costó
-eso sí- convencerlo de que publicara, pero esta vez yo
tenía un as en la manga. Un as redondo, con un agujero en el medio
y trece canciones adentro. Así es, queridísimos amigos: me complace
enormemente anunciar el lanzamiento de mi disco de Canciones en
itinerancia /Roaming songs.
Ahora está concluído, y uno podría pensar que siempre fue redondo,
con un agujero en el medio y trece canciones adentro, pero no. Al
principio era distinto: no tenía una forma concreta, estaba hecho de
la misma materia que los sueños y, por supuesto, sonaba mucho mejor. En
esta página contaré su evolución.
A mediados de septiembre de 2011 mi amigo Mariano Burattini me convenció para emprender un viaje durante un par de semanas por el centro y el este de Europa. Yo estaba entonces con muy poco trabajo, escaso de proyectos y con la creatividad bajo mínimos, así que acepté la propuesta con la idea de convertir el viaje -la vivencia- en un manojo de canciones que pudieran editarse como un álbum conceptual, una suerte de collage sonoro que comunicara la experiencia de esos días; o por lo menos sacar alguna foto.
Durante la semana
siguiente fijamos un itinerario (creo que más bien lo fijó
Burattini, yo lo acepté mansamente cebando mate, tal es mi costumbre) y
concretamos fechas. Arrancamos en los primeros días de octubre y
durante dos semanas malvivimos con alegría en cafés, trenes,
plazas, terminales, y en los alojamientos más baratos que
encontramos, tomando apuntes textuales, sonoros o visuales sobre la
experiencia, sobre nuestra circunstancia de viajeros en tránsito y
sobre la vida moderna en general.
Desde el primer momento
supe que mi disco no pretendería enfocar las cúpulas de los
palacios imperiales sino que mantendría la mirada a ras del suelo,
indagando en las calles y avenidas donde nativos, chinos,
paquistaníes y africanos desempeñan como pueden sus tareas y sus
amores, envejecen, cultivan sus afectos y ven marchitarse sus sueños
mientras pagan impuestos.
Iba a hablar de Jurai,
aquel viejo fantástico que tenía algunos conejos y bastante olor a
pis y que nos alojó en un arrabal de Bratislava. Iba a hablar de
aquellos monoblocks en los que una banda de garage ensaya sin
convicción su descreimiento. O del turco enamorado que sin saber
otro idioma se larga irresponsablemente a cruzar fronteras para
recuperar a su chica, como haría cualquier hijo de vecino. Y de la
sensación de no tener una botella de vino para pasar la noche cuando
se la necesita. Y de aquellos primeros cinco mil florines, de lo que le
cuesta conseguirlos a uno y a otro. Y de quienes todavía somos
capaces de correr alguna vez para intentar alcanzar un tren que
partió hace años. Es decir, hablaría de toda esa gente olvidada
que como vos y como yo -en cualquier idioma, en cualquier lugar- hace
lo que puede para defenderse del mundo, para conservar la alegría.
Sobre el final de 2011
empecé a revisar los apuntes y a componer los primeros temas.
Después conseguí trabajo y me compré una guitarra eléctrica.
Podría haber grabado con los instrumentos que tenía, pero creí que
el trabajo duraría, así que me compré una guitarra eléctrica. Sí,
lo reconozco, también un bajo. Creí que el trabajo duraría, ya lo dije. Duró unos meses, hasta fin de 2012. A partir de entonces,
ya con más tiempo, me dediqué a grabar.
Revisé lo que había
estado componiendo y me encontré con muchísimo material. Fui
organizando, puliendo, descartando (a veces con lástima) y reuní un
puñado de temas que conformarían el disco. Se trata de un álbum
instrumental casi en su totalidad (“musiquitas aburridas” se
quejaría una chica fenomenal que tuve la enorme suerte de que me haya
querido, hace mil años). Los pocos pasajes en los que me toca cantar
lo hago en un inglés lamentable. Decidí escribir en inglés porque
fue el idioma en el que nos manejamos durante el viaje y porque el hecho de no dominarlo muy bien me resultaba estimulante. Por supuesto
me tomé alguna licencia poética y varias licencias humorísticas.
La idea original era aprovechar ese inglés medio en joda del que nos
valimos para ponerle un toque de humor al disco, pero al final,
volviendo sobre el resultado, no estoy seguro de que haya salido como
esperaba. Ya lo dejó dicho Discepolín: somos la mueca de lo que
soñamos ser. (Y una mueca muy absurda.)
Hasta aquí la historia
del proyecto. El resultado son unas cuantas canciones sinceras,
orgánicas, en las que técnicamente no quise intervenir demasiado.
La mayor parte del disco está compuesto de primeras tomas. Sólo
repetí las justas, las que habían salido impresentables. Y ni
siquiera todas ellas. Hay algunos errores de ejecución que no quise
corregir en pos de conseguir una frescura y una espontaneidad que en
general no se encuentra en los discos de estudio (salvo en los de
Jimmie Vaughan). No hay un trabajo forzado de post-producción. Me
ceñí prácticamente a rajatabla a lo que mi hermano y yo llamamos
el Concepto Sans Façon. Y estoy muy contento con el resultado. No
hay parafernalia ni edulcorante. Hay suficiente aspereza, como exigía
la zona y el momento histórico. Hay la sensación de no saber bien
lo que pasa, dónde se está. Hay mucho espacio que fue dejado
abierto a la improvisación. Hay la ejecución equívoca, la melodía
que a veces no termina de resolverse. Y hay -por supuesto- los
semáforos, las plazas, las estaciones de tren, los cafés. Es decir,
la calle.
Bueno, no quiero entretenerlos más, que después de leer lo anterior ya estarán al borde de un ataque de ansiedad preguntándose ¿pero dónde se puede oír ese discazo extraordinario? ¿no?
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