Perder el tiempo, antes, era juntarse a tomar mate al fresco de la tardecita. Era no ir al colegio porque a uno se le había ocurrido pintar un cuadro. Era pegarse una vuelta por Araoz y Corrientes para encontrarse con cuatro o cinco pibes que también habían decidido perder el tiempo. Antes perder el tiempo era tocar la guitarra, escribir canciones locas; escuchar discos del flaco.
Perder el tiempo, antes, era meterse de noche en las librerías del centro sin un objetivo claro y sin un peso en los bolsillos, era detenerse asombrado ante cualquier hallazgo inconseguible, era quedarse ahí congelado y caliente. Y morirse de emoción y de bronca, lo más contento.
Antes, perder el tiempo era ensayar riffs imposibles, perseguir palabras livianas y certeras, descubrir acordes insospechados, melodías contra-natura. Parar a hablar de la vida, imaginar el futuro, tomar birras en el patio mientras se ventilaba la sala de ensayo, eso era perder el tiempo.
Era subirse a un tren e irse bien lejos. Era adentrarse varios días en la montaña. Era armar una carpa o dormir a la intemperie y desayunar arbejas y café instantáneo. Y pescar con las manos y cazar a piedrazos. Y leer el Museo de la Novela de la Eterna a orillas de una laguna turquesa. Era volver todo sucio y todo cantando.
Perder el tiempo era pasar mucho rato pensando solo y en silencio mientras la ciudad iba terminando el día, caminándola con lentitud de monje, completamente ajeno. Era dejarse absorver por una novela hasta el punto de postergar la vida mientras no acabara el libro. Era aprender todo lo que nos interesaba, lo que no entraba en el programa, lo que no podían enseñarnos. Eso era perder el tiempo.
Antes, perder el tiempo era sentarnos contra la pared en la terraza y escuchar a Serrat. Era regar las plantas del patio sobre las siete y media, cuando el pitido de la hora se colaba entre los acordes de un tango y llegaban los primeros humos del asado del ruso, que no sabían de fronteras y cruzaban la medianera llenándonos de envidia. Era prender la luz de afuera y seguir cebando mate.
Antes, perder el tiempo era buscar a una mujer que ya no nos quería, era pensar en ella todos los días y escribir versos tristes, finales de novelas que nunca habían empezado. Era imaginar que un día, después de mil años -más o menos tres meses- la encontraríamos de casualidad y podríamos emocionarla con una canción. Perder el tiempo era volver a ella, recurrentemente y cada vez más roto.
Era ir al monumental a ver a River empatar cero a cero todos los partidos de la campaña. Era quedarse escuchando Hora 25, o a Bobby Flores, incluso al negro Dolina cuando en realidad lo más aconsejable era dormir. Eso era perder el tiempo, antes.
Ahora no. Ahora todos tenemos internet.
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