jueves, 30 de julio de 2009

Balada del tiempo perdido

Perder el tiempo, antes, era juntarse a tomar mate al fresco de la tardecita. Era no ir al colegio porque a uno se le había ocurrido pintar un cuadro. Era pegarse una vuelta por Araoz y Corrientes para encontrarse con cuatro o cinco pibes que también habían decidido perder el tiempo. Antes perder el tiempo era tocar la guitarra, escribir canciones locas; escuchar discos del flaco.

Perder el tiempo, antes, era meterse de noche en las librerías del centro sin un objetivo claro y sin un peso en los bolsillos, era detenerse asombrado ante cualquier hallazgo inconseguible, era quedarse ahí congelado y caliente. Y morirse de emoción y de bronca, lo más contento.

Antes, perder el tiempo era ensayar riffs imposibles, perseguir palabras livianas y certeras, descubrir acordes insospechados, melodías contra-natura. Parar a hablar de la vida, imaginar el futuro, tomar birras en el patio mientras se ventilaba la sala de ensayo, eso era perder el tiempo.

Era subirse a un tren e irse bien lejos. Era adentrarse varios días en la montaña. Era armar una carpa o dormir a la intemperie y desayunar arbejas y café instantáneo. Y pescar con las manos y cazar a piedrazos. Y leer el Museo de la Novela de la Eterna a orillas de una laguna turquesa. Era volver todo sucio y todo cantando.

Perder el tiempo era pasar mucho rato pensando solo y en silencio mientras la ciudad iba terminando el día, caminándola con lentitud de monje, completamente ajeno. Era dejarse absorver por una novela hasta el punto de postergar la vida mientras no acabara el libro. Era aprender todo lo que nos interesaba, lo que no entraba en el programa, lo que no podían enseñarnos. Eso era perder el tiempo.

Antes, perder el tiempo era sentarnos contra la pared en la terraza y escuchar a Serrat. Era regar las plantas del patio sobre las siete y media, cuando el pitido de la hora se colaba entre los acordes de un tango y llegaban los primeros humos del asado del ruso, que no sabían de fronteras y cruzaban la medianera llenándonos de envidia. Era prender la luz de afuera y seguir cebando mate.

Antes, perder el tiempo era buscar a una mujer que ya no nos quería, era pensar en ella todos los días y escribir versos tristes, finales de novelas que nunca habían empezado. Era imaginar que un día, después de mil años -más o menos tres meses- la encontraríamos de casualidad y podríamos emocionarla con una canción. Perder el tiempo era volver a ella, recurrentemente y cada vez más roto.

Era ir al monumental a ver a River empatar cero a cero todos los partidos de la campaña. Era quedarse escuchando Hora 25, o a Bobby Flores, incluso al negro Dolina cuando en realidad lo más aconsejable era dormir. Eso era perder el tiempo, antes.

Ahora no. Ahora todos tenemos internet.

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jueves, 23 de julio de 2009

Turismo

Esta es sin duda la mejor época del año para visitar Buenos Aires, cuando las ballenas empiezan a acercarse por el Río de La Plata dejándose ver desde el bajo, a la altura de la calle Córdoba. Ahora que el tiempo empieza a mejorar y los deshielos australes desbordan el cauce de la Avenida Juan B. Justo; cuando los gauchos inician la temporada de trabajo y puede vérselos revoleando lazos y voleadoras, el poncho al viento, por la Avenida Santa Fe arreando su tropillas sainas o alazanas rumbo al levante. Ahora que el trigo y la soja danzan con lentitud al compás del Pampero en los valdíos de la calle Vicente López, Arenales o Guido; y el ñandú -una suerte de avestruz local- poco a poco va apareciendo por la Plaza de Mayo, favorecido por ese clima hermoso que sólo tiene la Ciudad de Buenos Aires en esta época del año.

Qué maravilla cuando dan frutos los primeros cocoteros y los estudiantes se reúnen en las plazas a tomar mate y fumar fasito, bajo el vuelo armonioso de golondrinas, benteveos y tucanes; cuando los árboles de la Paternal se llenan de papayas, mandarinas, dátiles y piñas y en Retiro se desperezan ya los bolivianos más madrugadores. Cuando el Zonda trae desde el Parque Centenario un aire fresco y limpio, lleno de reminiscencias rollingas, las tardes de domingo; y anidan los camoatíes en los campanarios de algunos templos hugonotes; cuando en la ventana nos despierta el suave y melodioso canto del chajá.

Qué espectáculo irrepetible aquel de los arlequines -completamente de la cabeza- persiguiendo a los polichinelas por los tejados de Villa Crespo, con el propósito nada disimulado sino anunciado a gritos de “romperle el orto”.

Para esta época son frecuentes, asimismo, las “garufas” en los patios de tierra del Hotel Plaza o del Alvear, donde los payadores se turnan con orquestas de tango de primer nivel, y después del contrapunto, siempre amasijan un punto pa' amenizar la velada. Si uno hubiera trasnochado, incluso, puede tomar un “colectivo” a las cinco de la mañana para asomarse a la contemplación de una fauna única: llevan “camperas” (como llaman a sus chaquetas) de la firma del diseñador Saúl Ubaldini, una pequeña carterita de cuero bajo el brazo y el peine en el bolsillo trasero del pantalón o en el de la camisa, al lado del corazón. Se trata ni más ni menos que de los peronistas.

Una época ideal, créame, ahora que sobre los techos del Congreso se están derritiendo las últimas nieves y se desprenden cayendo en bloques sobre las aceras, pesados y peligrosos como frutos de araucaria, es cierto, pero no por ello menos bonito. (Es una excursión que gusta mucho los turistas aventureros. Suelen comprar el paquete Adventour, que incluye un viaje en tren a José C. Paz). Ahora que las vacas pastan en las veredas de Boedo, de Juan de Garay, de Chiclana, aprovechando la alfalfa que crece entre los adoquines de los barrios del sur ¡Una tierra tan rica! Parece mentira que esté como está. Aproveche el cambio, señora; yo no me lo pensaría. Una época ideal para visitar Buenos Aires


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miércoles, 15 de julio de 2009

Marcha Nupcial en 3/3 (III)

III: Enlace

Culo y calzón. Es la imagen más certera para definirnos durante los meses que siguieron. La cuidad nos vió atravesarla de punta a punta, vos sentada en el caño de mi bicicleta en ruinas (el “vólido celeste” como la llamaba) a toda velocidad rumbo al puerto, a la playa o tal vez hasta el cementerio, con el fin de profanar algunas tumbas. A veces hacíamos una parada estratégica para reponer fuerzas en algún bar, a mitad de camino. Tomábamos una caña y seguíamos nuestro itinerario, siempre lleno de sorpresas. Otras veces la parada era menos fortuita al estrolarnos contra alguna camioneta, un peatón desprevenido, un tacho de basura. Es que el “vólido celeste” no tenía frenos, ni yo guita para hacerlos arreglar. De ahí que iniciáramos esta costumbre de largas caminatas nocturnas charlando animosamente a pesar del cansancio. Empezaba a tentarnos la seguridad.

Una seguridad mínima, por supuesto, casi ridícula en nuestra situación. Pero a esa altura era lo único que necesitábamos. La cosa estaba en calma, podíamos seguir como hasta ahora, haciendo equilibrio sin mirar hacia abajo, sin miedo al vacío, con absoluta fe en el próximo paso. Sabíamos controlarlo. No perdíamos el tiempo en nada que no nos entusiasmara. Apenas interrumpíamos nuestra locura para almorzar algo lijero (una lata de choclo) sabiéndolo una necesidad básica pero aburrida, y volvíamos a lo nuestro: tomar un viejo tren de madera que llevaba a un pueblito mágico de la Tramontana, desde el que íbamos a otro en el que nos sentíamos como en casa, en el que finalmente nos casamos (porque íbamos a tener que casarnos); preguntarnos qué música estarían haciendo en la argentina los pibes de nuestra edad; ir a tomar “gin-tonics” a un boliche espantoso por el único motivo de que hasta entonces no asociábamos la palabra “gin-tonic” con ningún sabor en particular; nadar desnudos bajo la luz de la luna en el mar mediterraneo, hacer carreras en changuitos de supermercado, acudir a las inauguraciones de las expocisiones en los centros más elegantes y -amén de aprovechar que el escabio era gratarola- comentarle al artista en cuestión que su trabajo reflejaba sin duda un conocimiento nada superficial y sí muy profundo de la obra plástica de Gonzalo Arribúa. (Es justo decir ahora que el único que reconoció no saber de Arribúa fue Miquel Barceló, aquella tarde-noche que lo abordamos en la Lotja). Dormíamos poquísimo y la vida era una fiesta.

Pero esa mañana de marzo yo había puesto la radio para que me hiciera compañía mientras terminaba una pintura destinada a la pared grande del living. Me acuerdo que buscaba un color parecido al verde de mis zapatitos de ir a los burros cuando interrumpieron la transmisión para informar del atentado. El presidente de Gobierno, José María Aznar, que durante el último año no hacía otra cosa que jactarse de haber desarticulado a E.T.A, aseguraba ahora que habían sido ellos (¡fueron ellos, fueron ellos!). Pero esto era una historia de amor, así que basta de cháchara: me limitaré a confesar que ahí se me armó el quilombo. En la semana que siguió ya nos habían parado en la calle nueve veces para pedirnos documentos. (-Me van a fletar, negra- te dije- estos hijos de puta me van a fletar). Una vez con el Guille, que como recién había llegado tenía el pasaporte al día. No me preguntes cómo zafé las nueve veces. Supongo que tengo un ángel de la guarda peronista. O porque vos venías conmigo. O las dos cosas, en caso de que vos seas ese angel peronista. Pero no había ninguna garantía (-Me van a fletar, negra- te dije- estos hijos de puta me van a fletar). No podía vivir escondiéndome el resto de mi vida. Vos lo sabías muy bien. Así que te propuse matrimonio. Era un paso importante. Me acuerdo que me miraste aterrada. (-Por los pelpa- te dije- es un mero trámite, no me mires así). Te quedaste pensando unos minutos. Para mí fueron largos, negra. Tenía en la nuca el metal frío de las armas de todos los agentes de Inmigración, que se habían detenido justo a tiempo y esperaban tu respuesta negativa antes de caer sobre mí con todo el peso de la ley. Allí estábamos bajo los focos de la escena, focos que proyectaban sombras, sombras que se agrandaban hasta el espanto, las sombras de aquellos hombres de guerra tan celosos de su tierra y sus costumbres. De pronto me miraste, centrada, y me dijiste “pero vamos a tener que repartirnos las tareas de la casa”. Apuntándome con el índice me lo dijiste. Y seria. Entonces accedí:

-Yo escirbiré cuentos y haré la comida. Hasta ahí llego.

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Con este texto termina mi Marcha Nupcial en 3/3, aquella chacarera miope que empezara con Introito, continuara días después con Des-nudo y ya era hora de que acabara. Chin pum.

sábado, 11 de julio de 2009

Marcha Nupcial en 3/3 (II)

II: Des-nudo

Veinticinco abriles. Yo tenía veinticinco abriles y como buen tanguero era muy conciente de que no volverían. Era, pues, bastante más joven que ahora, aunque se empecinaran en desmentirlo esa calvicie incipiente y aquellas primeras arrugas que empezaban a insinuarse alrededor de los ojos. (-Tenés arruguitas en los ojos- descubriste una mañana, mientras me afeitaba. A mí no me había gustado mucho tu hallazgo. -Qué encantadora, siempre advirtiendo antes que nadie mis mejores cualidades- resongué. -Te quedan super sexys, tontito- dijiste abriendo la ducha. Ya estabas en otra cosa, distraída, pero habías conseguido que me sintiera bien). Ahora que lo pienso, también empezaba a echar buzarda. Si a estas características puntuales de entonces le sumamos mi habitual indiferencia ante todo lo que me rodea, mi condición permanente de impresentable y mis zapatitos verdes de ir a los burros, el resultado es abrumador. Y sin embargo esto no era en absoluto un obstáculo para que me sintiera más joven que nadie. Sospecho que vos tenías algo que ver en aquel sentimiento.

Así de joven, entonces, no me preocupaba nada. Me creía capaz de solventar cualquier peligro. No tenía más que una guitarra que me había regalado el gordo en Buenos Aires (flor de guitarra) y un cuadernito cuadriculado que me había encontrado en la calle, cuando los pibes empezaron las vacaciones, con casi todas las páginas en blanco. No tenía nada más que una guitarra y un cuadernito porque no necesitaba más que un cuadernito y una guitarra. Por no tener no tenía ni documentos. Y tan a salvo y tan seguro me sentía porque no necesitaba nada. Ni papeles. Era un inmigrante ilegal y estaba muy firme y cómodo así. Amaba mi condición de ilegal. Amaba todo lo que fuera ilegal, en esos días.

Pero vos tenías papeles. Afortunadamente yo nunca fui muy dogmático, porque tendrías papeles pero también la sonrisa más linda del mundo, así que no me costó mucho trabajo incluirte entre las cosas que amaba. Aunque no fueras algo ilegal. Entre las cosas que amaba y entre las pocas cosas importantes que tenía, entre la viola y el cuadernito cuadriculado. Quizá más cerca del cuadernito que de la viola, pero insustituible de cualquier manera.


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Des-nudo es el segundo texto de mi Marcha Nupcial en 3/3, una especie de chacarera miope que empezó hace unos días con Introito y que concluirá pronto, espero, en esta misma sintonía.


lunes, 6 de julio de 2009

Marcha Nupcial en 3/3 (I)


I: Introito

Nadie quería ver aún que todo estaba por derrumbarse. Los bares se llenaban de albañiles, pintores y yeseros que dejaban sus audi o bmw en doble fila por un rato, mientras se tomaban seis o siete cuba-libres. El país vivía un clima de absoluta irresponsabilidad. El hijo de puta de Aznar estaba convencido de que saldría impune tras haber desoído el grito de la gente a la que representaba, cuando por única vez catalanes, vascos, gallegos, andaluces y un pibe de Ciudad Evita se pusieron de acuerdo con el resto de España y dijeron todos juntos y al mismo tiempo -quizá por única vez en la historia- NO A LA GUERRA. Corrían todavía aquellos días de irresponsabilidad económica y política. Nadie sospechaba que la joda estaba por acabarse, que la burbuja se pinchaba, que los turcos empezaban a preparar un atentado en Atocha.

Yo por supuesto, como en cuestiones políticas y económicas no pinchaba ni cortaba, vivía completamente ajeno a toda esa locura, tal como le cuadra a un equilibrista. En materia de irresponsabilidades, lo que se me daba bien, sí, era beber; entonces -para mantenerme a la altura de las circunstancias- bebía irresponsablemente. Jamás se me hubiera ocurrido aprovechar el auge de la construcción para ponerme a laburar. No. ¡Jamás!. Era un músico sin trabajo que sin querer rayaba los audi o los bmw de los albañiles cuando intentaba atar la bici a un poste. La bici, por otra parte, ni siquiera era mía: me la había prestado un quía por tiempo indefinido.

Vos andabas con un yesero, creo. O a lo mejor era "alicatador", no sé. Tal vez “electricista”. Me considero incapaz de diferenciarlos a primera vista. Andabas con un yesero pero a mí se me ocurrió que tendrías más afinidad conmigo (suelo tener ocurrencias de ese tipo), así que me propuse seducirte. No me preguntes cómo pero lo conseguí. Yo no tenía un audi ni un bmw. Ni siquiera tenía laburo, pero me dió la impresión de que vos no eras tan superficial, que buscarías otras virtudes y que tardarías algún tiempo en descubrir que yo no las tenía. Y logré seducirte, no me preguntes cómo. (Para mí que fue esta mirada irresistible que tengo. O mis zapatitos verdes de ir a los burros, quién sabe).


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Introito es el primero de tres textos que componen mi Marcha Nupcial en 3/3, una especie de chacarera miope que ustedes podrán ir suiguiendo a partir de hoy a la misma hora y por el mismo canal, tal vez.